Viernes, 23 de enero de 2009 | Hoy
Contra lo que suele suponerse, identidad de género y orientación sexual no se inscriben ordenadamente sobre los cuerpos. Al contrario, el guión del deseo y la experiencia vital se escribe a diario cruzando todas las barreras del sentido común: genitales masculinos, identidad femenina, deseo lésbico, por ejemplo, pueden convivir en la misma y personal historia; y ésa es sólo una de muchas posibilidades.
Por Alejandro Modarelli
Su fisonomía y el nombre que ha elegido no se llevan bien. Al verla, nadie diría: “He ahí a Agostina”. Los ojos de quienes la miran son siempre insuficientes para detectar su hondura femenina bajo la superficie machorra, y no pueden ver más allá de una figura de cuarentón medio compadrito. Así como no hay documento de identidad que registre su secreto nacimiento como mujer dentro del cuerpo biológico de un varón, tampoco hay espejo todavía que refleje el mínimo indicio de esa epopeya privada. Agostina parece, les aseguro, un tipo canyengue de camisa y pantalón, en el que el gesto amanerado, si lo hay, remitiría más bien a la cintura quebrada del bailarín de tango, el comercio cariñoso entre los dedos y el pelo, un poco demasiado negro, engominado y prolijamente atado en la nuca.
En su niñez, no obstante, descansaba ya de toda esa mampostería masculina en unas ropas sinceras e íntimas que usurpaba a la madre, en la soledad de su dormitorio. Más allá de su voz y los modales, o sus trajes clásicos de ejecutivo, Agostina fue creciendo en forma dolorosa en una cuna bajo la conciencia, sin ser al principio reconocida más que por un psicólogo, que un día en el consultorio le dijo: “Martín, habría que ir pensando si esta experiencia íntima que contás, que tanto te hace sufrir, no se trata, como creíamos, de travestismo ocasional sino más bien de otra cosa más profunda del orden de tu identidad, que habría que enfrentar y aceptar”.
Para el terapeuta, había un nombre para esa certeza que tiene Agostina de que sus genitales, con los que fue arrojada al mundo, contradicen la propia percepción de pertenecer a un género donde cree que llevarlos se convierte en una catástrofe anatómica. Se trataría, dijo, de la vía alterna del transexualismo, un término en apogeo entre los psiquiatras ya en los años ‘50, para distinguirlo de lo que se llamaba desde mucho antes “travestismo”. Aquella conciencia de desgarro, se supone, es diferente a la experiencia de género de las travestis, donde se convive y hasta se goza con la propia genitalidad, o las prácticas cosméticas y acotadas de las crossdressers, muchas de ellas montadas en la imaginería femenina apenas los fines de semana, unas veces como parte de una performance iridiscente; otras (soy testigo) sólo con el objetivo nocturno de cazar chongos difíciles.
Agostina aparece de noche en la cubierta del barco en el que hizo su hogar, y desde el que ahora saluda a sus invitados. El camino al Club Náutico de San Fernando, que nos condujo hasta ahí, se volvió breve mientras oíamos su historia de boca de Alicia, una amiga suya que reasignó su sexo en el año 2006, y la ayuda ahora en ese complejo recorrido, donde la estación final, de haberla o de desearla al cabo, es la vagina: “Agostina recién se está hormonando, y todavía no hay en ella ningún signo de feminidad. Es muy masculina, en eso llama la atención. Es que carga con la sobreadaptación. Es decir, peleó tanto contra el sentimiento de ser mujer, y se avergonzó tanto, que terminó adoptando los modales de un chongo. Actúa así, por hábito”.
Alicia, que fue Alejandro, se reconoce en esa sobreadaptación de Agostina a las formas masculinas. Hasta pasados los cuarenta años vivió en matrimonio, con una hija y un puesto gerencial en una multinacional, a la que se vio obligada a renunciar. Había jugado al rugby, manejado lanchas, vestido por un tiempo el uniforme militar. El matrimonio no la hacía infeliz, pero el fingimiento de una esencia viril, sí. Había amado a su mujer, aunque tuvo que ocultarle hasta donde pudo la valija con ropa femenina que escondía en el baúl del auto, y las aventuras en público cuando iba vestida de acuerdo con su verdadero género, midiendo la reacción de las miradas: “Cuando se lo conté a mi esposa hubo un período de separación, pero volvimos a convivir con la promesa de que yo iba a renegar de mi verdadera identidad. Se terminó pronto el intento, y además perdí el trabajo cuando anuncié que me operaba. ¿Si sigo considerando deseables a las mujeres? La verdad es que puedo enamorarme de una mujer o de un varón, y tener buen sexo. Yo soy medio lesbiana, digo siempre. Y por más rechazo que sentía por mis viejos genitales, disfrutaba con mi esposa. Hubiera seguido casada, ya operada, si hubiese podido. Mi disforia no pasaba por la orientación sexual o la atracción circunstancial”.
Así parece ser. Eros es poeta barroco, como el universo en acción, y casi siempre deja de explicarse en un lenguaje diáfano, porque lo cree insuficiente. La atracción o el deseo son siempre desbordantes, incluso en su porción de pena, y la identidad de género no es pareja obligada de la orientación sexual. Agostina no ha tenido más sexo que con mujeres y ni piensa en varones más que para la amistad. De pie junto a ella, en la proa del barco, una chica de veintitantos actúa como su primera dama. Esa belleza del Paraguay que se llama Valeria y estudia medicina, incluso si fue amante suya alguna vez, pronto será reconocida por la Justicia como su hija adoptiva y no como esposa. La historia de ese ya lejano encuentro entre una mujer biológica como Valeria y una mujer secreta como Agostina no pertenece a la tradición poética del amor loco, o de la prostituta rescatada por un hombre de bien, sino a las historias de orfandades solidarias. El escenario de esa confluencia fue, sí, un prostíbulo del conurbano en el que la paraguaya había sido encerrada desde la adolescencia y adonde llegaron “de putas” Agostina con unos amigos. La primera visita fue la de obvio reforzamiento de vínculos masculinos, juegos bobalicones de sobreadaptación. Las tres visitas posteriores fueron ya solitarias, y tuvieron como destino que Valeria pasara a compartir la casa de Agostina. Y hoy espera convertirse en su hija. Fue precisamente ella quien, a través de Internet, se ocupó de vincular a su futura madre de adopción con una organización que pudiera orientarla. Fue ella, también, quien la rebautizó con el nombre de Agostina; no pregunté la causa. Ya se sabe: los disidentes sexuales atraviesan en su destierro sucesivos nacimientos, muchas veces por fuera de los vientres y cuando las familias biológicas, como la de Agostina, renuncian al amor o el reconocimiento. Aparecen entonces hadas queer, o hijas espontáneas como Valeria, que al revelar el error como un hermoso campo de trascendencia individual, diluyen aquellos lazos de sangre que atan y hieren o los registros civiles que buscan siempre fijar aquello que se resiste o dejó de existir.
No hay sexualidad que no nos haga, por un momento, extranjeros para nosotros mismos, como el título de Julia Kristeva. Donde, de pronto perdidos, debamos adoptar otra lengua. Las novias de Agostina, cuando vieron que ella vestía su intimidad con tangas y bragas, habrán sentido que apoyaban su propio placer en una geografía nueva. “Me parece que muchas aceptaron seguir adelante por interés. Pensá que este barco impresiona, soñarán con una vida de rica junto a un empresario que verán como un loco. Valeria las huele rápido y trata de frenar el asunto.” Alicia calla enseguida cuando ve a su amiga acercarse. Agostina se presenta como Martín. Recién cuando se hacen las tres de la madrugada y decae el karaoke, que arranca a los tímidos un mundanismo fugaz, se refiere a sí misma como Agostina. Entre los invitados hay conocidos suyos de siempre que la llaman sólo con su nombre de nacimiento. Uno de ellos dice al oído de otro que “para mí es un gay que no se asume”. Quizás esa constatación, tan diáfana, lo tranquilice, porque siente que Martín es Martín. Aquellos otros que somos contemporáneos de su renacimiento sabemos desde el vamos que su cuerpo visible, vestido como está, es un trompe l’oeil, un falso indicio que nada dice todavía de su verdadera identidad de género. A quien saludamos, entonces, es a Agostina y no a Martín. No importa si ella en su exilio nos habla todavía de sí con el género masculino, es decir en la lengua de sus padres. Ese encierro gramatical es apenas consecuencia del temor a desterrarse para siempre. Tampoco sabemos si guardará entre sus planes la reasignación quirúrgica, o aceptará en cambio, siendo transexual, convivir con el irritante huésped entre sus piernas como lo hará con otra mujer cuando se enamore y la correspondan. Dentro de poco, el trabajo partero de las hormonas femeninas hará perceptible la transformación de su cuerpo: “Siento los cambios en la piel, un ardor en las tetillas. Pero todavía no me animo a presentarme en sociedad vestido como Agostina. Lo único que puedo confesarte es que llevo bombacha debajo del pantalón. Con Alicia me estoy sintiendo cómodo para usar ropa femenina. El otro día le pregunté si no le molestaba que me pusiera la ropa delante de ella, que eso me relajaba, me hacía sentir bien después de todo un día de estrés. Me quedé así en el dormitorio, charlando. A mis amigos, varones y mujeres, les debo todo ahora, y no te digo cuánto a Valeria. Pensá que mis padres no me quieren ni ver. Si me llegara a operar, cosa que sueño, ojalá pueda encontrar una compañera...
Cosa que sueño”, dice Agostina. En el mudable universo, la operación es, apenas por ahora, un destino posible. “¿Pero entonces, si no se opera, será apenas un travesti?”, pregunta el amigo de siempre al cirujano plástico detrás de la mesa de los sándwiches. El cirujano, que la estudia, no sabe bien qué responder. Para esos dos varones straight existe una dicotomía travesti/transexual que necesariamente fuerza una solución final para sostenerse. El quirófano celestial querrá hacer de Agostina una mujer inteligible, aunque en su caso lesbiana.
Ann Bolin, a través de sus estudios en la Sociedad Berdache, llega a la conclusión de que el paradigma de género de Occidente, que no da respuesta a la multiplicidad de posibilidades identitarias, oculta que la feminidad y la masculinidad no son estereotipos fijos sino que se expresan en un continumm sobre el que, por ejemplo, se desplazan de una manera más evidente (y ejemplificadora) travestis y transexuales. Que, para las travestis consultadas, por ejemplo, su diferencia con las transexuales es sólo una cuestión de grado. Por eso, Bolin reúne a unxs y otrxs bajo el término transgéneros de varón a mujer o a la inversa. La transgeneridad, en su deslizamiento entre puentes, impugnaría definitivamente el imperio de los órganos sexuales sobre el género de crianza, porque no hay ahí una relación inmediata entre ellos, y un varón transexual puede conservar su útero o, una mujer transexual si se opera, ser lesbiana. Contradiría así el guión de comportamientos sociales que les ha escrito la cultura tradicional a las mujeres y a los varones. Un guión en el que tiene su privilegio –que a veces es también su tortura– la voz del varón. De niña, mi hermana prefería el fútbol a las muñecas y nadie se opuso porque era una usurpación de roles muy simpática. Mi hermano, en cambio, acarició un día las muñecas y se las arrancaron con violencia, como si pudiera contraer por eso algo así como mujerismo mórbido. Yo, por suerte, o por astucia, cuando se trataba de asuntos serios, jugaba siempre a escondidas de mis padres.
La estridencia de un cuerpo pesado chocando contra el agua corta de golpe las charlas sinuosas en el living del barco. A pesar del frío de septiembre, Agostina hace de forma sorpresiva una performance de nadadora o, mejor, de clavadista. No se anda con gestos fifí a la hora de sorprendernos, y no tiene miedo a una pulmonía. Cuando sube las escaleras, empapada, sin haberse quitado antes el pantalón negro y la camisa blanca, me imagino que llegará el día en que, en otra pruebita como ésa, su ropa mojada dejará traslucir unos senos muy firmes. Y otros invitados varones la mirarán perturbados mientras ella reaparece después del chapuzón. Pero ojo: quien le vaya a echar la toalla a los hombros, y la bese con amor, no tendrá pito ni por asomo. Al menos por ahora ésa es la imagen que me hago de Agostina, operada o no, lesbiana parece que seguro, en un barco que esa noche flota en aguas raras, fuera de toda jurisdicción.
Al reclamar a los médicos que aparten la vista de los genitales de las personas intersexuales, la bióloga feminista Anne Fausto-Sterling cita en Cuerpos sexuados a la especialista en género Suzanne Kessler, para quien reivindicar a ultranza una identidad sexual separada con estereotipos fijos de varón o de mujer es un despropósito: “Debería admitirse una mayor variedad de varones o mujeres. Lo que tiene primacía en la vida diaria es el género, con independencia de la configuración de la carne bajo el vestido”, protesta Kessler.
Cuando los médicos posan su mirada en los cuerpos de los intersexuales, creen estar en presencia de una agresión contra el cosmos, una herejía anatómica. Esos órganos sexuales confusos, mixtos, incompletos, ponen en cuestión sus convicciones sobre las diferencias sexuales, tal como ellos las patrocinaron y se empecinan en transmitir. ¿Adónde dirigir entonces el bisturí? Un clítoris demasiado grande ofende a la feminidad que debe ser receptiva y púdica; un pene minúsculo no es una verga orgullosa ni un falo que prevalece, y por tanto esa nadita deshonra la masculinidad. Pero una vez tomada la decisión de favorecer a unos genitales o a otros, ¿concordará esa preferencia del médico con las preferencias sexuales del paciente? Es decir, ¿se afiliará éste al correcto orden heterosexual? ¿A cada pija mimada corresponderá un machito con todas las letras; a cada concha por la que se optó, eso sí con un poco de pena, le será destinada una hembra casadera?
Tanto los intersexuales como los transgénero interpelan desde su diferencia el sistema unívoco en que reposan el género y el sexo en Occidente. Por eso, apoyados en diagnósticos psicológicos, hay jueces que al favorecer la reasignación de sexo y el consecuente cambio del documento de identidad prefieren utilizar en lugar del nombre de persona transgénero, siempre lábil, el de paciente con trastorno de la sexualidad y la identidad. O con disforia de género, quizá por parecer revestidas todas esas categorías de una mayor legitimidad clínica y lingüística a la hora de los permisos judiciales.
Porque mientras que a lo trans –y a lo inter– equivalen como imagen inmediata, se me ocurre, fronteras porosas en las que el cuerpo y las identidades hacen y deshacen un poco por las propias, expanden o contraen sus elementos femeninos o masculinos, el peso médico-jurídico de la voz trastorno, síndrome o disforia pareciera buscar un anclaje definitivo y prolijo en uno de los polos admisibles tanto del sexo como del género. O se es varón o se es mujer, con la mayoría de los signos exteriores que hagan posible su identificación. Al malestar, o a la incertidumbre, ante el género de crianza le corresponderá, entonces, una salida custodiada hacia otra patria segura para que, con sus fugas o rebeliones, ni intersexuales ni personas transgénero develen la falsa consistencia del cuerpo sexuado de la sociedad. La patria heterosexual, por ejemplo, obliga a quien reasigna su sexo al divorcio previo, si estuviera casado, para que no se produzcan matrimonios homo-errantes.
Mediante profusas tutelas, médico y juez buscan evitar que, quienes ellos clasifican desde el trono como los trastornados, se independicen de sus manuales sobre desórdenes mentales donde se los confinó, como el DSM4, y salgan a la calle vestidos como se les canta, reclamando ante las instituciones por sus derechos civiles igualitarios y confundiendo a los vecinos bien nacidos y crecidos.
Tanto es así que sólo una vez que el diagnóstico de trastorno de la sexualidad y el debido divorcio hayan sido confirmados, y la Justicia dé vía libre a la intervención quirúrgica, se autorizará un nuevo documento de identidad, que no borra sin embargo el de nacimiento. Hasta hoy, este pasaje por la medicina y sus nomencladores funcionó como estrategia necesaria para que muchas personas transgénero pudieran conseguir que los jueces fallaran a su favor. Pero hay que recordar el reciente caso de Tania, una chica trans de Mar del Plata, a quien el juez le autorizó un nuevo DNI con nombre de mujer, sin que tuviera ella en mente la intervención quirúrgica. Como su representación de calidad mujeril no pasa por tener vagina o no, se le permitió el cambio documentario por el solo respeto a su identidad de género, es decir a su forma individual de sentirlo. Toda una asonada, esa sentencia, contra el sistema canónico que busca hacer del género de crianza una consecuencia directa y universal de la anatomía.
El sexo biológico de Tania no sería, por tanto, un supuesto error de la naturaleza que habría que subsanar mediante un bisturí. Ni, a diferencia de otras transexuales, la solitaria vía anal resultará para ella inadecuada, humillante o mezquina para sus goces de alcoba. Queda por saber si la Justicia admitirá que una mujer social que conserva su pene pueda contraer legítimo matrimonio con un varón que sí lo tuviera, o que no, en un país donde estos cruces heteróclitos tienen como escenario de discusión dilecto los sets de los peores programas periodísticos.
Por lo que veo, Tania está muy lejos de aparecer en el horizonte de la mirada social y jurídica como aparecía Agostina en la proa de su barco aquella noche en San Fernando. Nada hace intuir en ella una “configuración de la carne bajo el vestido” distinta de lo que marca la mirada. Lo mismo con Hernán, transgénero pero de mujer a varón, que no modificó todavía sus genitales, y con el que compartimos ahora una mesa y la charla.
Hernán es estudiante avanzado de medicina, y había ya obtenido las mejores calificaciones para acceder a sus prácticas en una clínica de prestigio. Pero desde que se hizo evidente el proceso de masculinización, las facilidades pedagógicas se interrumpieron. No le renovaron el permiso. Su lomo macizo, su barba corta pero indiscutida, y su abrazo de oso lo hacen atractivo para muchas mujeres y, quien dice, incluso para más de un manflor. Pero si hay algo del orden del deseo que enloquece a Hernán, por más que su ideal discursivo de pareja lleve vagina, son las travestis. La vagina es preferible al pene, dice, para una buena gimnasia amatoria, porque él es muy diestro internándose en grutas y a las propias les ha puesto por ahora una barrera que no levanta, ni nadie se lo ha pedido, para ser sincero. A Victoria, travesti que conoció en una campaña anti–sida en los bosques de Palermo, que por ahora no quiere ser otra cosa que una amiga, le cuesta hacerle entender a Hernán que no tiene intención de pasar por el quirófano para transformar en tangible una fantasía que en definitiva no es del todo la suya.
“Al principio fui muy heteronormativa. Una travesti tenía que ser para mí bien femenina, y el plan perfecto no podía ser otro que un chongo en la casa, y con el tiempo operarme. Pero claro, ya te deben haber dicho que si una trabaja en la calle, reasignarte el sexo te complica los ingresos. Muchos clientes firmes, los que en definitiva te sostienen, buscan la fantasía de una mujer con pija, o a veces un varón con tetas. Tengo uno en Barrio Norte que está casado y cuando la mujer se va de viaje me invita, pero no para coger... ¡al viejo sólo le gusta vestirse de mujer y conversar conmigo como dos amigas, para que le dé consejos! Y eso él no lo haría por ahí si no me considerara algo muy específico, una travesti elegante. El quiere ver cómo evolucionó una en el estilo, cómo seguís en vigencia, conservando tu genitalidad. Por ahora el viejo se piensa como crossdresser, bien heterosexual, pero yo creo que por más chongo que parezca sueña muy adentro suyo con un buen par de lolas.” Victoria habla de sus clientes con extrañeza; todavía se sorprende de la variedad del deseo y sus expresiones pero, cuando se refiere a sí misma, se describe como algo no demasiado extraordinario.
“Con los años dejé de ser tan estructurada. Me hice muy amiga de otra travesti, con la que teníamos la parada juntas. Era bastante común que nos levantaran a las dos, y nos pidieran esas escenitas de trans-lesbianismo que a los tipos los hace sentir dueños de la hacienda. La simulación del placer dejó de ser simulación, y un día pasamos a ser pareja. Fue una experiencia fantástica, el vínculo que se origina es de protección mutua, te conocés como nadie va a conocerte, te sentís en paz con todo tu cuerpo. ¿Por qué las mujeres pueden ser lesbianas y las travestis no? No caigamos en un encierro.”
Si Eros es un poeta barroco, sus excesos formales no querrán prescindir del humor para develar la complejidad del deseo, ni las posibilidades de mutación y adaptación de los cuerpos sexuados. “Cada uno debe encontrar el punto de su goce”, decía Perlongher. Más allá de las identidades, útiles como estrategia de defensa política, pero demasiado insuficientes para agotar el universo expansivo de las sexualidades: lesbianas o trans de mujer a varón que se enamoran de travestis que tienen de pareja a otra travesti; trans de varón a mujer que se operan para amar a otra mujer. O una travesti entetada que, como aquella que reflejaba un espejo en el baño del antiguo Morocco, no buscaba más amante que su esposa de siempre, y sus hijos la llamaban no obstante papá, sin que eso signifique otra cosa que un destello humorístico del lenguaje, cuando se apagan ya los efectos de sus verdades.
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