Viernes, 27 de marzo de 2009 | Hoy
NOTA DE TAPA
De amante irresistible en Piel naranja, pasando por el violento de Amo y señor hasta llegar a este maduro villano de Valientes, Arnaldo André ha recorrido un largo camino que comenzó cuando, recién llegado de Paraguay, quiso salir por la puerta del placard frente a la mirada atónita de Alberto Migré. Otras puertas se le abrieron gracias a la relación que comenzó entonces con el autor que le enseñó que el misterio sobre la propia vida puede ser la clave del éxito de un galán que se precie de tal.
Por Patricio Lennard
La primera vez que se encontraron, al momento de salir del departamento, sin querer abrió un placard creyendo que estaba abriendo la puerta. El despiste le causó gracia a Alberto Migré, quien años después todavía recordaba el modo arrebatado de emprender la fuga de ese muchachito de rasgos aindiados y acento paraguayo, que esa tarde había leído durante dos minutos un pasaje de un libreto suyo, tiempo suficiente para que Migré diera por concluida la “prueba”, le estrechara la mano y le dijera “muchas gracias”. Pero, ¿quién iba a pensar que ese actor principiante, cuya belleza le auguraba destino de galán, pero que esa tarde había leído tan mal lo que Migré le había dado a leer, iba a terminar siendo el protagonista de muchas de sus telenovelas? ¿Quién iba a pensar que ese muchacho que se llamaba Arnaldo Andrés Pacuá, oriundo de San Bernardino, un pueblo a cincuenta kilómetros de Asunción, el mismo que acababa de malograr una oportunidad dorada, se convertiría en algo así como el prototipo del galán? Leyenda viva cuya fama supo extenderse por toda América latina y los Estados Unidos, y que fue capaz de conjugar en sus numerosos papeles la más honda ternura –como cuando en una escena memorable de Piel naranja le besaba uno por uno los dedos de la mano a Marilina Ross, susurrándole tras cada beso “rojaijú”–, así como el despotismo erógeno del macho que en Amo y señor repartía los sopapos que Luisa Kuliok recibía, alternando las mejillas para no quedar marcada.
Arnaldo André fue durante veinte años uno de los máximos sex symbols de la Argentina, pero nunca dejó que nadie metiera las narices en su fuero íntimo. Por eso no parece del todo casual que en esa escena de iniciación él aparezca abriendo la puerta de un placard (¡nada menos!) en su afán por escabullirse. Algo en lo que más de uno advertirá, cómo no, una clave simbólica. Más allá de que Arnaldo André ha sabido alimentar su propio mito, dejando que los demás murmuren y preservando, a su alrededor, un halo de misterio. No en vano jamás accedió a hacer una entrevista en su casa. Ni nunca se le ha conocido públicamente una novia (y mucho menos, un novio). ¡Justo a él, que durante años fue el hombre más deseado de la Argentina! A tal punto que se cansó de recibir regalos de sus admiradoras, llegando una de ellas al extremo de ofrecerle su fortuna para producirle una película. Destino de galán que André se empezó a forjar cuando Daniel Tinayre lo descubrió en una salita perdida de Belgrano en la que actuaba y le ofreció, a los veinticinco años, trabajar con Mirtha en la obra Cuarenta quilates. Una experiencia que le abrió las puertas para que Alejandro Romay lo contratara para hacer un ciclo de novelas cortas en Canal 9 que coprotagonizó con Alicia Bruzzo y Osvaldo Brandi, y que le permitió, al poco tiempo, volver a probar suerte con Alberto Migré, en pleno furor de Rolando Rivas, taxista. “Fue una amiga la que me convenció de que me hiciera tirar las cartas. Y una de las cosas que me dijo esa mujer fue que lo tenía que llamar a Migré cuanto antes. Así que lo llamé, especulando que no se acordaría de esa vez anterior en que nos habíamos visto. Migré accedió a tomar un café, nos encontramos, charlamos de esto y aquello, pero yo no me atreví a pedirle nada y él tampoco me ofreció nada. Así pasaron dos semanas hasta que lo volví a llamar y quedamos en almorzar juntos con la promesa de que tenía un ofrecimiento que hacerme. Ahí me dijo si me interesaría hacer un papel en Rolando. Un personaje del que se estaba hablando, pero que todavía no había aparecido. ¡Y eso a mí no me gustó nada porque yo pretendía que me dijera que iba a hacer un programa nuevo y que me quería como protagonista! Fijate lo pretencioso que era. Entonces Migré me dijo que cuando tuviera listo el libro, me lo mandaría. A la semana me lo mandó, lo leí y decliné la oferta, esgrimiendo alguna excusa, por supuesto. Pero al final me convenció y lo fui a hacer, desganado, más allá de que una vez allí puse mi mejor cara. Y me acuerdo del día en que cuando bajé del taxi en la puerta del canal un grupito de chicas se me vino encima para pedirme un autógrafo. ¡Y todo por un único capítulo en el que yo había aparecido unos minutos apenas! Ahí me di cuenta del error que hubiera sido no aceptar ese papel. Y así fue que Alberto Migré entró definitivamente en mi vida.”
Luego de ese papel, Arnaldo André obtuvo al año siguiente su primer protagónico en Pobre diabla. Pero recién dos años más tarde le llegaría la consagración con Piel naranja, una novela en la que Migré trazó un triángulo amoroso entre un anciano, su joven esposa y el amante de ésta. En el último capítulo, el esposo liquida a su mujer, al amante y se suicida. Y así Piel naranja se convirtió en la primera telenovela argentina que terminó mal deliberadamente. “¿Por qué las telenovelas tienen que tener un código que las identifique? ¿Por qué tiene que haber un amor imposible a lo largo de la telenovela que al final se vuelve posible?”, dice André, quien ya se preguntaba en aquel entonces, cuando le sugirió a Migré evitar en Piel naranja el happy end, una idea que al autor al principio no le gustó mucho. “Yo pensaba que había que dar vuelta la telenovela, que había que mostrar otra cosa, sacarse de encima los lugares comunes. Después de todo, ¿por qué en las novelas tiene que haber un final feliz, si son los finales no felices los que más se recuerdan?”
Pero el rol de galán (¡y cuántas veces lo hemos oído quejarse por el encasillamiento padecido durante tantos años!) siempre le resultó limitado en su línea discursiva. “Después de las novelas de Migré, yo me fui a Venezuela y a Puerto Rico a hacer un tipo de televisión contra el que despotricaba, porque eran telenovelas malas en donde todo era exagerado y las relaciones no eran para nada creíbles, y que gracias a Dios nunca nadie las repitió en la Argentina. Pero, bueno, en ese momento me vino bien el cambio, irme. Y que en aquel entonces llamaran a un actor para trabajar afuera era algo halagador y poco frecuente. Cuando volví, Raúl Lecouna me ofreció hacer Amo y señor, y ahí sentí que existía la posibilidad de hacer algo nuevo. Ya no el típico galán romántico, el galán tristón y sufriente (porque antes los galanes lloraban: si la mujer lloraba un litro, el galán lloraba medio litro). Mi personaje en Amo y señor era un tipo fuerte, machista, peleador; un tipo que si necesitaba darle una cachetada a una mina se la daba, y para quien se hacía lo que él decía.
–Cuando arrancamos con Amo y señor, hacía muy poco que había vuelto al país la democracia, y la televisión venía de años de tocar temas, ya no digamos “rosas” sino directamente “blancos”. Había censura, no se podía hablar de ciertos temas. En las telenovelas casi no existían los triángulos amorosos; y si había alguno, era entre noviecitos. No se podía plantear una situación de infidelidad en el matrimonio. No se podía hablar de drogas. No se podía hablar de violaciones. Nada transcurría en una novela que tuviera que ver con asuntos como ésos. Y cuando empezamos a trabajar con Amo y señor en 1984, la apertura en la televisión ya estaba en marcha. Por entonces, Raúl Lecouna se atrevió a poner chicas en minifalda bailando arriba de una barra y con la cámara debajo. ¿Vos te pensás que en la época de los militares un galán iba a poder cachetear a una mina?
Pero André dice no haber recibido nunca un reclamo de ninguna agrupación feminista por fomentar la violencia de género. Aunque sí reconoce haberse cruzado con muchas mujeres que le pedían que las cacheteara (“En joda, pero me lo pedían”). Y si bien dice que en la Argentina es donde conoció a las mujeres más lanzadas, es fuera del país donde supo ser menos vergonzoso. “En otros países me atrevía a todo, hasta a cantar, cosa que acá no hubiera hecho nunca. En Venezuela, por ejemplo, llegué a grabar un disco. Bailé tap y canté ante dos mil personas en un teatro en Miami. Canté con mariachis en México. Y a veces, para divertir a mis amigos, les pongo los tapes y nos morirnos de risa viendo cómo bailaba. Pero acá es diferente. Decime si en la Argentina hay algún actor o actriz (y no me digas Natalia Oreiro, porque tampoco) que haya logrado pasar la barrera de su profesión y convertirse en cantante. ¡Ni uno! ¡No te lo perdonan! A lo sumo aceptan que hagas comedia musical, porque ahí sí se necesita que cantes y bailes. Pero, ¿dar un recital? ¿Grabar un disco? ‘Es poco serio’, piensan todos enseguida.”
A esas formas menos serias de eludirle al galán (menos serias porque nunca soñó con convertirse en cantante) se les agregaron otras que le permitieron incursionar, en 1993, como actor de comedia en Gerente de familia. Admite que durante mucho tiempo sintió envidia al ver cómo otros actores hacían cine o eran convocados para programas de televisión en los que él no calificaba (El niño pez, de Lucía Puenzo, que puede verse en el Bafici por estos días, es la primera película que se estrena de los tres largometrajes en los que Arnaldo actuó en los últimos años).“Yo padecí muchísimo sentirme encasillado como galán, pero esa televisión fue muy generosa conmigo. Era una persona querida y todavía hoy sigo recogiendo los frutos de ese trabajo. Y la paga era muy buena. Pocos actores eran recompensados económicamente como yo. Y por eso digo que en la persistencia del galán el dinero fue un factor de peso. Pero no porque yo quisiera acumular fortuna, o para competir con otros colegas para ver quién ganaba más, sino porque tenía compromisos familiares asumidos desde chico. Y es hasta el día de hoy que sigue siendo importante saber que a mi familia no le falta nada. Fue así desde los once años, cuando murió mi padre. A esa edad empecé a trabajar como cartero en mi pueblo. A la mañana iba a la escuela y por la tarde era cartero. Aunque tampoco era que me pasaba el día entero trabajando: de las cartas que llegaban al pueblo, eran cinco o seis apenas las que repartía por día. En dos horas hacía el reparto y, como me sobraba tiempo, me quedaba cebándole tereré al jefe de correos. Ahora estoy escribiendo un guión cinematográfico sobre ese momento de mi vida. Luego fui asistente de mecánico, dependiente de almacén y, cuando nos mudamos a Asunción, hice un curso de radiofonía y a los 16 años ya era locutor de radio. Llegué a trabajar en tres radios a la vez y con parte de la plata que ganaba ayudaba a mi familia. Y tal vez fue ese rol de padre que asumí siendo tan chico lo que me permitió no sentir frustración de grande por no haber tenido hijos.”
Para André, el amor era el verdadero protagonista de aquellas telenovelas en que para hablar del estado de ánimo de un personaje se ensayaban metáforas y hasta se podía llegar a citar a algún poeta. Y así como antes la pareja protagónica jamás se besaba al principio y su beso era sumamente esperado, Arnaldo –quizás un poco chapado a la antigua– es de los que adhieren al fatalismo romántico que piensa que se ama una sola vez en la vida. “Yo no me he enamorado tantas veces como hubiera deseado. En realidad, soy de los que creen, de los que sienten, más bien, que uno tiene que enamorarse una sola vez en la vida. Y aunque te cueste creerlo, de todas las experiencias que tuve, en ningún caso me tocó a mí decidir los finales. Cuando mi papá murió, mi mamá tenía cuarenta años y usó luto los diez años siguientes. Nunca se volvió a casar, ni miró a otro hombre. Nosotros le hacíamos bromas, la cargábamos con algún conocido, le decíamos que tal o cual era un buen candidato, y a ella no le hacía ninguna gracia. Mi mamá murió siendo viuda de Pacuá. Y si bien no me parece un ejemplo a seguir, en el fondo la entiendo. Aunque con esto tampoco quiero sugerir que porque mi mamá fue así yo pienso que el amor sucede una sola vez en la vida. No. Pero lo que sí sé es que soy un hombre de compromiso. Y así como me comprometo en el amor, me comprometo en todo.” Y acto seguido agrega, agravando la voz y sesgando la mirada, de abajo hacia arriba, poniendo cara de malo: “Y ya no es necesario seguir hablando de esto”.
Pero seguimos. De una u otra forma seguimos hablando de eso. De lo que prefiere no hablar, más allá de que Arnaldo André lo asume como un tópico casi forzoso, parte de los gajes del oficio. De ahí que no lo tome por sorpresa la pregunta sobre si alguna vez le hizo caso al reclamo de la prensa del corazón de conocerle una novia. Dicho lo cual, contesta: “Muy al principio de mi carrera, cuando todavía tenía algunas ideas no del todo claras, de pronto me pedían hacer unas fotos con fulanita y yo me prestaba sin ningún problema. Incluso no tenía inconveniente en hacerle caso al fotógrafo cuando me pedía que la abrazara de tal o cual forma. Por eso no me sorprendía después, al cabo de una semana, cuando veía que en la nota publicada se me atribuía un romance con la tal fulanita. Se podría decir que yo me hacía el boludo. Pero al poco tiempo empecé a dejar de lado esas trivialidades. No me interesó más hacer ese tipo de notas y empecé a cultivar una imagen que es, hasta el día de hoy, la de un actor que sólo habla de su trabajo”.
–La otra vez alguien me preguntaba si tenía ganas de ir a ver a Liza Minnelli, y yo le decía que no, que no me interesaba, porque no tiene misterio la vida de esa mujer. Viene acá y va a lo de Susana, y todos sabemos quién es porque nunca tuvo empacho en que sus intimidades se ventilaran. En cambio, Madonna, con todo ese aparato que tiene a su alrededor y de quien se sabe tan poco, aunque creamos que sabemos mucho... bueno, ese misterio que la rodea es muy atrayente. Yo siempre pensé que alrededor de un actor debe existir eso. Yo jamás hago notas en mi casa. Odio esa cosa de andar diciendo: “Esta es mi cocina, este es mi baño, este es mi placard, este es mi living”. ¡Nada! Ni el frente de mi casa siquiera. En general, los periodistas han sido respetuosos con los temas que yo quería tocar en una charla. Y así como te dije que nunca dejaría que fotografiaran la piscina de mi casa, nunca permitiría que invadieran mi vida privada. Ni con quién vivo, ni con quién me acuesto, ni de cuántos miembros se compone mi familia, nada. Eso no debe interesar en absoluto. Y a esta altura tampoco tengo por qué decirte que no hablemos de este tema. La gente no sabe nada de mí y prefiero que no sepa nada. Es una fórmula que me ha dado resultado. El misterio, el misterio...
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