TAPA
En la más tierna infancia, cuando la identidad y la diversidad empiezan a aflorar con entusiasmo y con cierto candor, el mundo de los adultos se esmera en marcar límites estrictos en nombre de la normalidad.
Mañana de invierno en un jardín de infantes. “Señorita, le quería contar algo. Me voy a casar con Martín.” La declaración es un clásico de la literatura romántica infantil, alentada por tanto príncipe y princesa que encuentra final feliz comiendo perdices. Pero, ¡oh!, el que acaba de pronunciarla es Sebastián, que quiere casarse con su mejor amigo, y se lo está contando en voz alta a la persona en quien más confía. En este caso, la respuesta es bastante atípica. Julieta, docente de nivel inicial, y la primera en enterarse del asunto, nos cuenta que reaccionó con absoluta calma: “Ah, bueno, le dije. Y los demás chicos se mataron de la risa, pero no pasó de eso. No hubo ningún tipo de estigma ni de señalamiento, menos aún una verbalización de esa diferencia”. Sebastián tuvo la suerte de manifestar esta ocurrencia en salita de tres, donde a veces se tolera este tipo de irrupciones “disparatadas” porque se las ve como parte de la pulsión experimental de todo infante. Y de encontrarse con una maestra abierta a ese tipo de exploraciones. “Yo siempre entendí la cosa ‘afeminada’ de Sebastián como algo exploratorio, propio de su edad”, aclara Julieta.
Aun en el marco de una lectura bien intencionada, la mirada de la maestra registra dos casilleros, que todos seguimos reproduciendo como excluyentes: femenino-masculino. Quien no cumpla con todos los puntos de uno se ubicará parcialmente en el otro. Así, “afeminado” y “machona”, aun cuando se acepten como tales, son subgrupos de los que a su vez quedan excluidos infinidad de matices, estilos, futuros, potencias. Cuando esta etapa preescolar, en la que la estimulación es prioridad, sea remplazada por la siguiente en la que los contenidos curriculares (letras y números) marcan el ingreso a un mundo que se cree más ordenado cuantas menos categorías tenga, las cosas cambiarán. Pobre de Sebastián si llega a insistir con su amor por algún compañero en la escuela primaria. En realidad tampoco necesita llegar a eso. Si muestra desinterés por los deportes, si prefiere la lectura antes que el fútbol, si llora muy seguido cuando tiene miedo, si no es violento, si quiere ser bailarín o jugar con muñecas se verá sometido a toda una serie de lecciones, sintetizadas en una máxima fatal: “Mirá como hacen los otros nenes y aprendé”. Sus compañeros y compañeras ejecutarán la ley del género que sus padres les han inculcado. Se burlarán, tendrán tácita vía libre para ignorarlo, pegarle y hasta para bajarle los pantalones como parte de los innumerables ritos que forman y refuerzan la masculinidad. En el límite, estas prácticas convocarán una cobertura mediática que las englobará bajo un nombre importado (bullying), para luego dormirse en la almohada de las conciencias bienpensantes. Los nuevos tiempos pedagógicos incluirán consultas con padres y psicopedagogos, cruce de acusaciones, negaciones, manifestaciones de temor, según cada caso. Este disciplinamiento suele ser más doloroso para niños y niñas que serán gays y lesbianas en el futuro, pero esto no significa que los demás estén librados de la violencia que supone. La mayoría lo olvida, esa es la diferencia.
“Todos los años hay nenes que quieren ir al baño de nenas, a los que no podemos hacerles entender que tienen que hacer pis en el baño de varones”, relata Marta, maestra en una escuela municipal de la Capital. “Ellos lo que dicen muchas veces es que se sienten amenazados por los demás varones, que los cargan o los molestan cuando están cerca del inodoro. A mí lo que me parece es que los asusta cierta brutalidad que tienen los varones cuando son chicos. Otros dicen que quieren ir al baño de nenas porque ahí hay espejo, y les gusta arreglarse. (¿Por qué no hay espejos en los baños de varones?) La situación es difícil. Yo trato de acompañarlos y comprenderlos pero las nenas a la vez se quejan, porque ellas lo ven como un varón y se sienten invadidas. Y ni hablar de los padres de las nenas, que vienen a hablar a la escuela porque ellas les cuentan que hay un varón que usa su baño. La dirección obviamente nos explica que tenemos que obligarlos a ir al baño que les corresponde, y que los mandemos a firmar el libro tantas veces como sea necesario si no obedecen. La verdad, no puedo pensar en ninguna solución que deje contentas a todas las partes.”
No es de extrañar, dado que no hay ningún protocolo que les indique a los docentes, y a los directivos, qué cosas pueden, no pueden, deben o no deben hacer ante estos casos. En octubre de 2006 se sancionó la Ley Nacional de Educación Sexual Responsable, que establece como obligación del Estado la protección de los derechos de niños, niñas y adolescentes en esta materia. No se ha implementado ni reglamentado todavía.
Matías tiene 30 años y trabaja como diseñador gráfico. Se acuerda de esta anécdota “como si fuera ayer”. Su abuelo le había regalado un álbum de Frutillitas (¿ignoraba su contenido? ¿actuó como cómplice? Matías se lo pregunta hoy; desafortunadamente su abuelo ya no está para contestarle). Lo cierto es que a los siete años se moría por los vestidos de las distintas frutitas, la profusión de flores y animalitos rosas, el aroma a chicle globo del “raspá y olé”, el final de las historias con el triunfo del bien coronado siempre por una “lluvia de corazones”. El día en que el álbum tendría su debut escolar, Matías se despertó cargado de entusiasmo. La expectativa se terminó en el primer recreo. Salió al patio radiante, los bolsillos llenos de figuritas listas para ser cambiadas, el álbum bajo el brazo derecho. En seguida, una compañerita se encargó de proclamar la anomalía: “¿Qué hacés con eso? ¿No sabés que Frutillitas es de nenas?” A partir de ahí las imágenes se suceden desordenadas: el álbum volando por el aire, las risas endiabladas de sus compañeros, la socialización forzada de todas las figuritas de su colección entre las “nenas” del curso, el gesto indescifrable de la maestra, que aprobaba el ajuste de cuentas con cierto aire distraído. No movió un dedo para detener lo que parecía obra de la naturaleza: la justa corrección de un desvío. “Era como si ella en ese momento estuviera viendo el Animal Planet, como si los golpes y los gritos formaran parte de un paisaje africano. Los chicos eran las hienas y yo una gacela, o algo así.” La cosa no se detuvo ahí. Una vez concluido el ataque, la maestra lo llamó para explicarle que él tenía que tratar de jugar con los otros varones y de coleccionar esas figuritas de fútbol o de autos que ostentaban sus compañeritos. Matías apenas se había secado las lágrimas y tenía el guardapolvo lleno de barro, pero eso no era tan importante. Después de todo, es a los golpes que se hacen los hombres, ¿no? El proceso siguió con un reglamentario llamado a la madre. Señora, tenga cuidado con lo que le compra al nene porque en el aula se generan problemas. Los otros chicos se alteran y esto dificulta la convivencia escolar. Por favor esté más atenta a lo que hace su hijo. En los próximos meses la madre redoblaría las dosis de autitos y de fútbol por TV.
Lo que se observa en todos estos casos de violencia entre pares es que los maestros y las maestras en general no intervienen o intervienen correctivamente, para ratificar la ideología de género y, llegado el caso, sólo hacerse cargo de la agresividad física que desordena la clase. Actúan desde el más puro sentido común, o desde su intuición, que a veces puede ser sumamente reaccionaria, o no colaborar en nada para llevar a buen puerto estas situaciones. Esto es lo que sostienen especialistas como Juan Péchin, investigador del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Géneros de la UBA y del Conicet, activista del Area Queer de la UBA y secretario de Educación de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (Falgbt).
A pesar de que nadie se reconoce apto para dar educación sexual, a pesar de que la ley de educación es tan discutida y que su ejecución quema en las manos de maestros, maestras y directivos, los y las docentes funcionan como guardianes de un orden de género que se reproduce día a día en los gestos más mínimos. En esta suerte de “educación sexual invisible” los y las docentes transmiten sus propias perspectivas, ideas, emociones y prejuicios acerca de la sexualidad a través de las relaciones que establecen con sus alumnos y alumnas. Lo hacen cuando alientan comportamientos diferenciados para varones y para mujeres, cuando pasan por alto situaciones de abuso o cuando no quieren hablar de sexo y hacen de ese tema un tabú. Según Péchin, “es preocupante que no haya un soporte institucional que alerte a los y las docentes sobre el uso irrestricto de su sentido común. No deberían poder usar su sentido común como un dogma. En general, ese sentido común implica una serie de normas que no son las del chico o la chica, que se está rigiendo por otras. En general lo que impera es el binarismo que conocemos, en el cual lo femenino nombra a la mujer y lo masculino al varón. Y eso se les inculca a los niños y la niñas desde muy temprano. Por eso, yo creo que lo que debería discutirse son los lugares de género y su construcción, que funcionan naturalizadamente como indicadores de la orientación sexual. El Inadi nos convocó para pensar estos temas e intervenir de a poco. Por ejemplo, se trabaja con editoriales de libros y manuales escolares para evitar que se reproduzcan en sus páginas formas normativas y esencializadoras de entender los géneros. Hay también un proyecto para producir un material que se le pedirá al Ministerio de Educación que haga circular y que serviría para trabajar géneros e identidades en el aula. Son pequeños pasos”.
Claro, hay que enfrentarse a esta otra realidad: “Es muy difícil para los y las activistas meterse entre los maestros, los padres y los niños. En un contexto en el cual la idea de patria potestad prima sobre la posible libertad del niño o de la niña podés ser denunciado como corruptor de menores, sin ir más lejos. En este sentido, los padres son los guardianes más férreos de la identidad de género de los niños y de las niñas”. Se sabe: la escuela no funciona en un vacío de sentido. Forma un dispositivo reproductor de las normas de género junto con la familia y los medios de comunicación. Aun cuando se cuenta con docentes como Julieta, que saben alentar sin miedos las diferencias, la vuelta al orden está asegurada por los temores de padres madres y las ideas convencionales sobre los géneros que sostenemos entre todos. En el camino lo que se castiga no es meramente una supuesta elección sexual precoz. Se restringe también la libertad de explorar y ensayar formas nuevas de expandir las identidades de género, formas que florecen más allá de los controles y que no cesan de desdibujar esas dos únicas maneras de ser: hombre o mujer.
A pesar de la apertura que el siglo XXI promete en los medios, en el dictado de leyes y en un reconocimiento a fuerza de consumo, la tierna infancia sigue siendo un terreno fuertemente vigilado. Lo curioso es que el control violento que se ejerce sobre los más chicos podría desarmarse sin recurrir a nuevas reglamentaciones: basta con una lectura sincera de las que ya están consensuadas. Para empezar, los derechos del niño. Como señala Vidarte en Homografías: “Si todos los niños y niñas deben estar protegidos contra los malos tratos (art. 6 de los Derechos del Niño), eso significa que no se puede ejercer sobre ellos y ellas violencia física, psicológica o simbólica con el único objetivo de promocionar una identificación heterosexual o de castigar actitudes, gustos, opiniones, aficiones, etc., que se quieren interpretar como señales de disconformidad con un modelo de rol de género o con una posible preferencia sexual”.
Hasta entonces, el derecho a la diferencia se hará carne sólo en aquellos que lo enarbolen con obstinación. Las travestis suelen ser ejemplo en este camino de la afirmación sonriente, ejemplo a prueba de acosos y apremios.
Sophia es una transexual que hace años es conocida por ese nombre. Baila y actúa en distintos escenarios porteños sin mayores inconvenientes. Sin embargo, recuerda bien su situación de “niña problema”. “Las maestras insistían en llamarme Alberto, como figura en mi DNI. Yo les explicaba que mi nombre era Sophia y que así debían llamarme, porque yo me siento Sophia desde que tengo uso de razón. Las maestras se negaban y retaban a los pocos compañeritos que me llamaban como yo quería. La solución que encontraron era mandarme una y otra vez a la dirección. Me hacían firmar un libro gordo y negro, que indicaba la falta de conducta. Por supuesto, yo firmaba con mi nombre y todos se escandalizaban aún más. Este chico es incorregible, decían. Y llamaban a mi madre. Pero ella siempre fue una madre ausente así que no podían hacer mucho, y me salí con la mía. Los maestros terminaron por llamarme Sophia, mis compañeros también. Se cansaron de insistir”.
Sophia se salió con la suya, pero esta victoria tiene sabor a poco si pensamos en todos los que terminaron cediendo, corrigiéndose o torturándose para no vivir en la vitrina de los “bichos raros” escolares. Las cosas, por suerte, se van relajando de a poco. Y hoy no es raro ver a nenas jugando al fútbol en el recreo o a nenes que al llegar a séptimo grado aprenden a pintarse los ojos de la mano de sus novias. Las prácticas de los más chicos van erosionando ciertos moldes que para nosotros tenían rigidez de ley. La escuela, algunos docentes al menos, va tomando nota. Y no es descabellado pensar que en unos años niñas como Sophia serán llamadas por su nombre mientras se casan en el patio de la escuela con algún compañerito.
“Yo con mi primer hijo me hice la progre y no me fue muy bien. Ahora no sé qué pensar”, cuenta Adriana, bibliotecaria en una universidad privada y madre de dos, un varón de 7 y una nena de 4. “Roque siempre fue muy lector, muy callado, bastante delicado también. A mí y a mi marido no nos preocupó en lo más mínimo. Tenemos muchos amigos gays y bueno, si él iba a ser gay, que lo fuera. Lo que pasa es que en la escuela la empezó a pasar mal. Los otros compañeros lo tomaron de punto porque no quería jugar al fútbol, porque en el recreo no participaba de la cosa medio grupal. Y las maestras en general me lo marcaron como un problema de socialización de él, ¿entendés? Como que ese estilo diferente que él tenía, bueno, era un problema que teníamos que solucionar. Nosotros nos pusimos mal y lo que hicimos fue mandarlo a fútbol. No con la idea de que entonces se haga más ‘masculino’, pero sí pensando que tal vez antes lo estábamos dejando muy en banda o no incentivándolo a que desarrollara cosas que todos los nenes de esa edad desarrollan. No sé. Fue un tema muy complicado la verdad. Nosotros odiamos el fútbol además. Pero bueno, lo tuvimos que hacer para que él estuviera más integrado, menos solo.”
Patricio acaba de cumplir 15 años y pasa casi todas sus tardes en una galería de la calle Santa Fe. Sale prácticamente corriendo del colegio y se instala en alguno de los locales que venden la música que le gusta o los zapatos con plataforma que hace poco aprendió a llevar: “Me los enseñó a usar mi novia. Es bastante difícil caminar con esto puesto, pero me hacen más alto y me gusta usar lo mismo que usa ella”. El look es claramente “femenino”: shortcito corto negro, medias de red idem, remera ajustada, ojos y labios pintados. Le pregunto cuándo empezó a vestirse así. “Yo me visto así hace mucho, desde que tengo 8 o 9 años. Mi hermana es bastante más grande que yo y en ese momento escuchaba Korn y otros grupos que me encantan. Ahora no sé si es dark, ahora trabaja de secretaria.” Pero en ese momento me pintaba los labios o me hacía ponerme sus polleras. A los 12 la acompañé a un recital y fuimos vestidos prácticamente iguales. Mis viejos nunca dijeron nada, les parece bien. Tuve problemas en la escuela, cuando era chico. Yo a veces iba con una remera larga negra y me pintaba las uñas. Cuando nos sacábamos el guardapolvo para hacer gimnasia me decían que tenía un vestido, y me puteaban sin parar. Yo nunca fui de defenderme mucho. La maestra tampoco. Con lo de la remera y las uñas llamaron a mi vieja varias veces. Ella iba a la escuela y los cagaba a pedos porque les decía que yo me podía vestir como quería. Entonces las maestras me agarraban más bronca, y en general no hacían nada cuando los otros me jodían. Por suerte ahora me puedo defender mejor y además me rodeo de gente que es como yo.”
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