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Hace un par de semanas algunos medios de comunicación dieron a conocer una nueva “victoria” obtenida en el campo de los derechos humanos —y, en particular, en el campo del derecho humano a la identidad—. Es la historia de una niña correntina de cuatro años quien, tras una “larga lucha”, obtuvo su documento nacional de identidad. El sexo que consiga ese documento es, “finalmente”, femenino.
Según las informaciones, la niña habría sido asignada al sexo masculino al nacer, el tamaño de su clítoris habría sido tan grande que fue confundido con un pene, lo que llevó a considerarla un niño. Luego se descubrió que tenía ovarios, que tenía útero y que, por lo tanto, debía ser reasignada e intervenida quirúrgicamente con “urgencia”. Y, por supuesto, sin su consentimiento. ¿Por qué? ¿Cuál era la “urgencia”? ¿Se trataba, por ejemplo, de una urgencia médica? ¿Era necesario operarla para salvarle la vida, acaso? No. La única urgencia del caso era la violación encarnada de su derecho humano a la identidad. ¿A qué identidad? Obviamente, a la identidad obligatoria entre “sexo femenino” y “clítoris de tamaño promedio”.
Para decirlo claramente: sólo porque durante esos cuatro primeros años su existencia pareció tener lugar en ese intervalo entre la femineidad, al que llaman “intersexualidad”, es que una cirugía destinada a cortarle el clítoris puede justificarse en nombre de sus derechos humanos. Sólo porque su existencia pareció tener lugar en esa tierra de nadie de la diferencia sexual es que esa intervención no sólo no fue públicamente reputada como condenable sino que, además, fue valorada como deseable. Buscada. Defendida como un derecho. Finalmente, celebrada. Y es que desde la perspectiva cultural que persiste en identificar lo humano con cuerpos femeninos o masculinos promedio, se trata de intervenciones destinadas a humanizarnos. La historia de la niña intersex de Corrientes fue relatada, invariablemente, como una gesta heroica que, contra todos los contratiempos, logró asegurarle su derecho humano a la identidad. Una Defensoría de Pobres y Ausentes, un hospital público, un tribunal, el Estado, en suma, apareció una y otra vez comprometido en esa historia. Narrada, una vez más, en los términos de los derechos humanos; se trata, una vez más, de una historia de horror. Las variaciones corporales, la distancia entre los genitales de una niña o un niño particular y el ideal sexuado de nuestra cultura, los distintos modos en los que la diversidad se encarna, nada de eso, en sí mismo, deshumaniza; la violencia quirúrgica sí, e instala el trato inhumano en el centro mismo de la experiencia de devenir un ser humano sexuado.
¿Qué hacer para detener este horror? ¿Qué hacer para revertir el orden que lo justifica? Visibilizar y celebrar la diversidad corporal tal vez ayude, pero también es necesario hacer visible esa otra diferencia, la verdadera, la que no reside entre nuestras piernas. Esa que se produce y se instala cuando, en nombre de la diferencia sexual, invocando ciertos derechos de lo humano y de lo idéntico y movido por las mejores intenciones, alguien dice: hay que cortar. Y corta.
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