Viernes, 17 de julio de 2009 | Hoy
ENTREVISTA > CARLOS MOREIRA
Carlos Moreira es poeta, ensayista, dramaturgo, narrador. Es pintor y albañil, se las arregla bien con el oficio y se reconoce como eterno activista por los derechos GLTBI. Publicó hace poco un extraño libro de relatos, saludado por grandes escritores argentinos, El pueblo de los ratones. Excelente conversador, hace de sus recuerdos una obra minuciosa, una caja de herramientas que abre con buen timing y con generosidad.
Por Alejandro Modarelli
–Josefina la cantora o el pueblo de los ratones es el último cuento de Kafka, donde en realidad hace una crítica sobre su oficio de escritor. Josefina es una cantante, y canta mal, ella lo sabe, pero se hace la que no. Y el pueblo, que no la quiere desilusionar, también simula que no se da cuenta y la aplaude. A mí se me ocurrió usar algo de Kafka pensando en un mundo que podrías imaginar de seres humanos, pero que supuestamente son ratones, aunque no haya una referencia directa a eso, salvo el título, y que los habitantes deben estar siempre alertas a la amenaza de una fumigación. Estos ratones se enamoran, se desilusionan, sufren por aquello que sufre cualquiera. Pero a diferencia de otros, tienen encima que soportar los palos, el odio, esconderse. Para poder sobrevivir, para no enloquecer, también se ven obligados a poner en suspenso la amenaza de su exterminio. Mientras pueden, juegan a que no se dan cuenta. En este relato estoy en realidad hablando de los gays, las lesbianas, las travestis. Cuando se presentó el texto –se actuó en un escenario– pedí que el único detalle que debía cumplirse fuera que los personajes tuvieran apenas unas orejitas de ratón, es decir, llevaran la metáfora impresa en sus cuerpos.
–Ese relato que mencionás, Viendo las estrellas, tuvo dos detonantes, dos figuras cruzadas. Por un lado, me puse a pensar en lo curioso y contradictorio que resulta la expresión “ver las estrellas” cuando algo te produce dolor, y que también se la use para denotar felicidad o libertad. El otro disparador es un verso de Alfonsina que al principio me impresionó mucho, que es muy complejo: Es una tira de asado todo el cuerpo mío... algo así. Una metáfora terrible, que en Alfonsina la creo y en Lugones no. A mí ella siempre me pareció muy valiosa; se juega por el feminismo, por una independencia de género que para la época era muy valiente sostener. Como ves, dos ideas que me vienen de pronto y uso para hablar de la tortura. La tira de asado, o el cuerpo sometido a la picana. Un viaje por las estrellas, o una liberación que te sustrae del dolor. Siempre me atormentó la imagen de los torturados, el terror de esas noches esperando algo que quizá les resultara todavía más insoportable que la idea de la muerte en sí. Yo quería trabajar sobre la tortura en un nivel no obvio; hasta me dio vergüenza poner en el título “tira de asado” y lo cambié. Porque vos querés escribir una ficción sobre la tortura, y no se puede sin una metáfora. ¿Cómo puedo yo ponerme a reflejar en forma realista el sufrimiento de amigos míos desaparecidos? Está muy bien para los artículos, los ensayos políticos, pero la literatura es otra cosa. La literatura está al costado de la vida, que es un flujo, y vos usás esa herramienta para capturarlo por un instante.
–En los años setenta, como todos, ya militaba en alguna causa. Estaba en Bellas Artes y era delegado. Tuve que rajar de golpe, días después me fueron a buscar. Así llego a Barcelona, una ciudad libertaria que ni Franco pudo oscurecer. España estaba llena de argentinos, mucha gente de la JP que ni siquiera se había comprometido con la lucha armada. Se encuentran con un país en ebullición donde se estaban debatiendo otras cuestiones que ya no tenían que ver con la toma del poder. Se hablaba ahí de temas de género, feminismo, privacidad, derechos de minorías sexuales. Para los machos argentinos acostumbrados a los discursos del Che o de Fidel, el panorama filosófico era desolador. Además, esto es una digresión, imaginate cómo sonaría en la Barcelona del deshielo el Che incitando a las mujeres a recibir a sus maridos revolucionarios con la comida servida. En aquel contexto los gays, o las mujeres, contábamos con ventaja a la hora de vislumbrar un nuevo campo de activismo. En los partidos de izquierda españoles ya se entendía por dónde iban los cambios, y hacían suyos nuestros reclamos, públicamente.
–Yo venía de un país donde el Frente de Liberación Homosexual (FLH) mantenía una relación frustrante con la izquierda revolucionaria; a los maricones no nos dejaban subir al tren de la Historia. Era un amor no correspondido. Me acuerdo de la marcha de 1973 en Buenos Aires, contra el golpe a Allende. Los activistas del FLH estaban en medio de la manifestación, pero en la más absoluta soledad. Alrededor del grupo se había trazado una especie de cordón sanitario, un vacío que nadie disputaba. En cambio, en Barcelona la izquierda protestaba del brazo de un personaje como la Ocaña, un transformista muy conocido que hacía performances callejeras en pelotas, cuando todavía vivía Franco. Y muere poco después en un carnaval andaluz disfrazado de sol, se le quema no se cómo el traje, eso al menos fue lo que circuló. Ver personajes así en Buenos Aires, codo a codo con la izquierda, era entonces impensable.
–La frustración y las contradicciones eran evidentes. Perlongher, que venía del trotskismo, decía que el Hombre Nuevo era en realidad el Macho Nuevo. A comienzo de los setenta ya se confirman las noticias de los campos de internación para homosexuales, el gran caldo de toda una política represiva. ¡Qué bajón, era obra del Comandante! Una revolución que iba a traer al mundo niños saludables, la Cuba emblemática, había legislado contra los homosexuales, expresamente, como habían hecho antes Stalin y Hitler. Los gays no podían representar al país en el exterior. Se les prohibía ejercer la docencia, una injusticia que a la izquierda de acá le parecía lógica. No entendían cuál era el problema. No se podía tener todo. Si nos quejábamos, éramos culpables de “dar armas al enemigo”. Pero resulta que el enemigo también era homofóbico. Eso era imperialismo heterosexual, colonizaba a izquierda y derecha. Un militante de Bolivia, homosexual, me dijo que, si era necesario, se sacrificaría por la revolución exiliándose cuando triunfara. Prefería el martirio a complicarles la vida con su sexualidad.
–Eran comunistas, sí, pero con otra tradición. El PC español había roto hacía tiempo con la Unión Soviética, y no tenían como objetivo principal la toma del poder. Eso los vuelve muy manga ancha; bregaban por la libre agremiación, la libertad de prensa, el respeto a la privacidad, asuntos con los que se cruzan con la socialdemocracia y no con Cuba.
–Milk sería ahora lo que se llama un autoconvocado, ¿no? Tiene la ventaja de ser neoyorquino y de haberse mudado a San Francisco, que seguía bajo el clima del hippismo, la libertad sexual, la igualdad de género, el pacifismo. Sin formación política, el tipo viene de abajo. Propone una agenda propia de derechos civiles que tomarán más tarde movimientos de otros lados. Una agenda vinculada con el reformismo, ya no a esa revolución que iba a ser buena para todos, menos para los maricones. El vuelco al reformismo marca una ruptura histórica, creo. Se ve claramente que la alianza debía ser con las mujeres. Yo creo que la causa gay es un efecto colateral de las luchas feministas. Eso Perlongher también lo tenía claro. En Barcelona conozco a unos chicos de San Francisco, grandes activistas, que tenían un pensamiento político muy diferente al latinoamericano. Pero veían en Harvey Milk a un oportunista que se rebajaba a numeritos de política vecinal, como el asunto de la caca de perro. Sin embargo, habían conseguido separar la ideología gay del manual revolucionario. Formaban cooperativas, eran furiosamente voluntaristas y solidarios. Hacían de la visibilidad una política imprescindible para la liberación. Esa clase de pensamiento independiente californiano empieza a influir en los objetivos de muchos otros colectivos GLTBI, que irán tomando la misma estrategia.
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