› Por Esteban Paredes
Yo era bastante destrozón. Autos, camiones, motitos y hasta una autobomba con sirena sucumbieron a ese afán descuartizador. Yo quería ser bioquímico, pero ésa es otra historia. El punto es que los únicos juguetes que nunca rompí y cuya colección conservo hasta hoy son los muñequitos de He-Man. Unos personajitos musculosos (a excepción de Orco y Battle Cat, el tigre miedoso que se convertía en fiera indomable por el poder de Grayskul) que tanto mi primo José como yo atesorábamos como reliquias. ¿Pero qué decir de esas revisaciones que les realizaba a las muñecas de mi prima Andrea, temiendo que alguno de mis tíos me pescara con las manos en la masa? Había un mundo entre esas ganas de acunar al Bebé de Yolibel y el maltrato al que sometía a mis juguetes más chongos. Pero me las rebuscaba. Me las rebuscaba pintándoles los labios a mis muñequitos con un lápiz labial que le había robado a mi madre. Mientras, me contaba una historia de amor que siempre terminaba con un beso en la boca. El galán era He-Man, obviamente. O por lo menos lo fue hasta que mi madre un día entró a mi cuarto sin golpear y me vio con los labios pintados. A He-Man, marcado por los besos, y a mí, con el rouge todo corrido.
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