¿Qué sucede cuando una travesti aparece asesinada? Prácticamente nada, apenas unas líneas en la sección de policiales y el guión del “crimen pasional” para explicarlo. ¿Y si es al revés, si se trata de un hombre asesinado por un travesti? Vale la pena hacer el ejercicio que proponen estas preguntas para entender cuánto pesa el estigma en la vida y la muerte de las personas travestis. En los últimos diez años se calcula que han muerto 800 travestis por causas evitables. Andrea Pérez es el último nombre de esa lista inmensa. Era trabajadora, buena amiga, sostén económico de su familia. Estaba enamorada. La mataron a golpes, todavía no hay culpables.
› Por Marta Dillon
El cráneo aplastado, un ojo destruido, la mandíbula completamente fuera de lugar. Así encontró Carmen el cuerpo de su amiga Andrea Pérez el 29 de mayo, después de no saber nada de ella durante dos días. Carmen tiene 75, Andrea tenía 40. Las unía una relación de madre e hija, una relación que ellas construyeron a contrapelo de la biología y de la ley; así es como las travestis suelen afianzar sus vínculos y lealtades, sus amores, su familia. Violentamente, con una saña en la que se pueden buscar los rastros de un odio que excede los nombres y apellidos, Andrea fue asesinada dentro de su propia casa. “Y esto –dice Lohana Berkins– sólo puede enmarcarse dentro del travesticidio, una palabra que deberíamos empezar a usar porque a las travestis se las mata por odio, al amparo de la indiferencia social, del descrédito de la víctima, porque saben que las únicas voces que se van a levantar son las de sus compañeras travestis. Alcanza para comprobarlo con hacer un ejercicio: ¿qué hubiera pasado si la víctima hubiera sido el victimario? Hubiéramos tenido a Crónica en directo, mostrando las perversiones de que es capaz una travesti.” “Un travesti”, hubiera dicho Crónica, se podría agregar, porque esa violencia de ignorar la identidad usando el masculino para quien se planta desde lo femenino ante la vida es la primera huella de un camino que, como en este caso, puede terminar en la muerte.
La muerte de Andrea fue y es un golpe durísimo para sus compañeras de la Cooperativa de Trabajo Nadia Echazú, que en tres años ya han enterrado a otras tres compañeras, aunque en los dos casos anteriores no haya habido marcas tan explícitas de violencia. Sin embargo, la negación de derechos básicos como a la identidad y el camino único de la prostitución para quien decide ser a pesar de todo son eslabones en una cadena que aprieta y asfixia otros derechos como el acceso a la salud, al trabajo, a la vivienda. “Todavía no hemos podido sentarnos a reflexionar, a llorar juntas, a abrir esa caja de Pandora que significa este duelo –agrega Lohana–; entre otras cosas porque tenemos miedo de reafirmar ese ‘esto nos pasa por...’ como si estuviéramos condenadas desde el vamos a un destino único. Nosotras venimos haciendo un camino como comunidad, buscando la forma de insertarnos en el trabajo, de quitarnos de encima la obligatoriedad de vivir a oscuras. Pero el odio es muy fuerte y siempre aparecen ‘vengadores de la normalidad’, como en este caso, que creen que lo anormal debe ser extirpado.”
Andrea Pérez iba cada lunes, miércoles y viernes a trabajar a la sede de la Cooperativa. No había podido dejar la prostitución, ella era el sostén de su familia biológica y también de esa madre de la vida que fue Carmen, para quien Andrea había construido una casita en el mismo terreno que la suya. A la Cooperativa, sin embargo, se había sumado con entusiasmo desde el primer momento, aun cuando nunca había participado en reuniones o en otros emprendimientos militantes. “Este verano viajó a Uruguay. Allí conoció a un chico que la deslumbró con palabras de amor. Ella lo trajo para acá y nos contó que iba a vender su casa en Villa Madero, que tenía la ilusión de empezar de nuevo. En la Cooperativa le dijimos que no lo haga, que espere, que no se deje llevar por palabras de amor.” En el relato de Lohana se cuela la pena por lo irremediable y también porque sabe que en esta historia hay un guión largamente representado. “Entre ellos ya se había dado el círculo de la violencia. Carmen nos cuenta que fue un viernes el día en que Andrea le dijo que ya no aguantaba más al chongo”, dice y aclara, como si fuera necesario, que está utilizando “terminología travesti”. “Pero él volvió con sus disculpas y su romance, y esa noche los tres comieron pizza y tomaron cerveza.” Fue la última vez que Carmen vio a su amiga/hija. Al día siguiente, sábado, una mujer que la ayudaba con las cosas de la casa tocó la puerta de Andrea. No tuvo respuesta y tampoco le contestó sus mensajes de texto. La mujer tomó mate en la casa de Carmen a la espera de alguna noticia pero, sigue contando Lohana, “suponían que se habían acostado tarde”, que tal vez la “reconciliación” extendía sus horas en las de la mañana. El domingo, cuando ya habían pasado dos días desde la última vez que Carmen y Andrea se vieron, la mayor decidió usar su llave para sacar a los perritos a pasear un rato. “Y entonces apareció lo siniestro: Andrea en el piso en bombacha y corpiño, desfigurada, con sus perritos custodiándola, como si quisieran darle calor con sus cuerpos.”
Del “chongo” no había rastros. El auto de Andrea, sin embargo, se encontró prácticamente en la puerta de la dársena de salida de Buquebús, por lo que se supone que está en Uruguay, de donde era oriundo.
“Andrea era muy linda, no sólo físicamente: era una linda persona. Nosotras, ahora que tenemos personería jurídica, nos vamos a presentar como querellantes en la causa que investiga su homicidio. Esto es lo que los medios suelen llamar ‘crimen pasional’, así se encubren la mayoría de los homicidios de travestis, igual que los de tantas mujeres, con la diferencia de que nosotras no logramos hacer trascender estos crímenes más allá de nuestra comunidad. Es como si la muerte tuviera sus propias exigencias para que alguien pueda ser considerada una víctima: si es joven o madura, si estaba en prostitución, si estaba enferma... Después de la investigación de nuestro último libro –Cumbia, copeteo y lágrimas–, creemos que en los últimos diez años han muerto cerca de 800 travestis por distintas razones, y siempre son causas evitables. Estos hechos están tan naturalizados que nos cuesta a nosotras mismas tomar conciencia. Pero hay un momento en que es necesario decir basta y accionar.” Este homicidio, este travesticidio, para Lohana y muchas de sus compañeras abre preguntas que están dispuestas a contestar y que, aunque nombran el caso concreto, se abren como símbolo de muchas otras muertes, de muchas otras formas de violencia: “¿Andrea va a terminar siendo el símbolo del dolor que traspase la propia comunidad travesti? ¿O cuáles serán las cuestiones que deberíamos plantear para que sea una bandera común en lugar de un recuerdo pesado que nosotras tenemos que arrastrar y llevar constantemente?”. Las respuestas, claro está, deberían empezar a incubarse en la boca de todos y de todas.
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