Viernes, 20 de abril de 2012 | Hoy
El pornoterrorismo no pasa por la universidad ni las instituciones artísticas ni los ismos políticos para validarse.
Se trata de un nueva máquina de guerra, poderosa y potente: arma eficiente que cuenta con manifiesta potencia de destrucción y creación propia de las bestias. Es el fruto desviado, el vástago confeso, del cruce de una noche de juerga entre 20 años de telediarios mal digeridos y represión sexual, las películas gore de serie Z de los ’80, el arte de Annie Sprinkle, las voces de Lydia Lunch, Wendy O Williams, Virginie Despentes, Beatriz Preciado y la pospornografía, entre otras muchas cosas. Fruto regado con los flujos de muchxs perrxs anónimxs, mucho alcohol y sustancias variadas, muchas orgías entre amigxs y muchas bacanales...
Este concepto como tal no tiene dueñx porque una potencia de esta magnitud debe poder ser invocada por cualquier cuerpo que se disponga a pelear contra el imperio en términos de desobediencia sexual. Debe poder ser usado por todxs. Esto plantea la diferencia entre quien se va a la guerra y quien quiere vivir del arte, diferencia por otro lado irrelevante dado que la práctica del pornoterrorismo como expresión artística es de principio a fin una batalla. Por ello, el pornoterrorismo no alardea de autorxs, pero sí respeta y se alía con quienes gustan de producirlo, utilizarlo, implementarlo. Tiene muchos nombres tras de sí y todos ellos son merecedores de ser nombrados y reconocidos como partes integrantes del pornoterrorismo. Usa licencias y software libre para poder defender sus ideas frente al enemigo acaparador-capitalista y sus máquinas de replicar.
Un nombre no puede ser nunca una marca registrada, a pesar de que sea pegadizo. El pornoterrorismo entiende la identidad como una viscosidad variable, moldeable y en permanente cambio, jamás como algo excluyente. Las identidades son móviles y las podemos construir y destruir a nuestro antojo... El pornoterrorismo puede (o no) tratarse de una forma de representación artística, un arma política, una carrera personal, una terapia –de choque–, una herramienta de difusión de ideas, una forma de follar, un fetiche, una tocadura de pelotas, una venganza, un juguete para locxs y mil cosas más.
Etimológicamente viene de porné (en griego, prostituta pobre o esclava) y terror de la onomatopeya “trrr”, propia de una persona con escalofríos que designa un estado superior del miedo, que surge inicialmente como respuesta eficaz, pero que no comporta la desorganización provocada por el pánico, que incapacita al sujeto y rompe la jerarquía de las funciones reactivas.
Fragmento del “Manifiesto Pronoterrorista”.
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