Viernes, 24 de enero de 2014 | Hoy
–Soy militante de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans, de la Mesa Nacional por la Igualdad, y legisladora por el Frente para la Victoria en la Ciudad de Buenos Aires. También elegí militar cuando estaba estudiando, en 1995, en una universidad en Estados Unidos, donde se trataba mucho el tema de la sexualidad. Yo vivía en el campus y la directora de residentes era una mujer bisexual que vivía allí con su pareja mujer. Ella trabajaba mucho dentro de la universidad el tema de la discriminación y la homofobia. Entonces asistí a una charla que se promocionaba como “Las etiquetas son para los frascos”. En esa charla, un grupo de Lgbtttiq de la universidad hablaba de la organización y de lo que estaban haciendo, invitaban a otras personas a sumarse y trataban el tema de estar o no en el closet. Y una chica que estaba al lado mío levantó la mano y dijo: “Yo soy lesbiana y quiero decir...”. A mí todo eso me sorprendió, desde el punto de vista de la libertad con la que se hablaba de un tema que yo no había escuchado nunca. Hasta ese momento no se me había ocurrido ni como posibilidad estar con una mujer. Pero estando en esa charla, en otro país, lo vi como algo más cercano, como algo posible. Y creo que en ese momento hice un “clic”, en el sentido de pensar que “por ahí esto es algo que me puede pasar a mí”. Entonces eso me permitió ir un poco para atrás, y empecé a leer los sentimientos que me despertaban algunas mujeres. Ahí empecé una búsqueda personal. Pensé: “Bueno, si yo siento esto, quiero vivirlo, quiero explorarlo”. Al principio pensé que por ahí estaba confundida y que ya se me iban a aclarar las cosas. Yo estaba en un grupo literario en Internet. Estaba aprendiendo a utilizarlo con una cuenta de literatura y me puse a charlar con una chica. Cuando se presentó, después de varias conversaciones, ella se definió como lesbiana. Ahí empezamos a hablar. Le pregunté a qué espacios iba, qué lugares conocía y terminamos teniendo una historia. A medida que fui experimentando lo que sentía y lo que me pasaba con esto, pensé: “Bueno, esto va a ser una doble vida para mí, no se lo puedo decir a mi familia. Yo voy a tener un marido, voy a tener hijxs, así que esto no va a ser parte de mi vida. Y si no, lo voy a tener que vivir a escondidas”.
Cuando volví a la Argentina, lo primero que hice fue encontrarme con una organización para ver qué se estaba haciendo acá, qué podíamos hacer. Y a medida que me acercaba a la militancia, iba leyendo las cosas de otra manera y sintiendo que no tenía por qué ser una doble vida, que había que vivirlo con libertad. Y para vivirlo con libertad había mucho para hacer. Había que comprometerse en todo ese hacer, para cambiar las cosas y que todxs pudiéramos vivirlo con libertad. Así que al poquito tiempo hablé con mi mamá. Al principio se asustó. Me dijo: “Bueno, pero esto te va a hacer sufrir, vas a hacer sufrir a tus hermanxs. No les digas”. Entonces negocié no decirles, pero tampoco ocultarlo. Y cuando una está militando en una organización de diversidad sexual, hay papeles, cosas, y mis hermanxs lo fueron descubriendo. Y la verdad es que ellxs no tuvieron ningún problema. Yo no hablaba con ellxs, pero ya militaba con bastante libertad. Incluso en algunos reclamos me permitía salir en algún medio, como cuando fue la lucha contra los edictos policiales. Entonces, en una reunión familiar, mi hermano me dijo: “Te vi en el diario hoy”. Y yo lo miré, seguramente con cara de terror, porque habría que explicar, debatir, discutir. Y él me dijo: “Pero saliste linda. No te preocupes que saliste linda”. Y eso fue todo. No hubo que aclarar nada. De ahí en más estaba todo claro.
Con mi papá hubo otra historia. Una vez que ya estaba hablado, quiero decir, hablado con mi mamá y mis hermanxs, yo me relajé porque era lo más importante. Con mi papá, como siempre habíamos tenido muchos conflictos por muchas diferencias en un montón de temas, porque él es una persona muy machista, siempre todo fue una gran discusión. Sabía que esto iba a ser una discusión más. Lo tenía asumido. Cuando él se enteró, me citó en un restorán, casualmente cerca de Callao y Santa Fe, que es la zona gay por excelencia en la Ciudad de Buenos Aires, y me dijo que si yo continuaba con esa vida, que no era solamente el ser lesbiana sino el ser militante lesbiana, él no era más mi padre. Que me ofrecía, si yo quería, un departamento, un auto, una parte de su estudio para hacer otra vida. Pero que en esa vida él no era mi padre. Yo le dije que lo lamentaba mucho por él, que él también perdía, pero que yo no iba a tomar una decisión diferente a la que había tomado hasta ese momento. Ahí ya habíamos armado La Fulana, con un grupo de mujeres, con las que hice el Centro Comunitario para Mujeres Lesbianas y Bisexuales. Así que decidí continuar con esa organización, que él llamaba “el antro de perdición”.
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