Viernes, 15 de enero de 2016 | Hoy
Por Peter Pank
Bowie será por siempre eso: la ambigüedad y la androginia extraterrestre, el vampiro eternamente vanguardista, el rockstar luminoso y brillante, que te hacía sentir que todos los momentos podrían ser mágicos y que valdría la pena vivirlos, y al mismo tiempo poder cambiar, ser otro, en una versión mejorada de nosotros mismos. Ni bien descubrí que Bowie existía en mi adolescencia supe que quería ser como él, pero Bowie es único y muchos a la vez. Probé todas las tinturas existentes en el mercado para lograr ese pelo rojo furioso, pero ninguna irradiaba como la suya. Me quemé los ojos mirando el maquillaje en las fotos, tratando de lograr pintarme ese círculo perfecto en la frente y llegué a afeitarme las cejas para tener mirada de alienígena. Imité esa pose ambigua, bisexual, desfachatada y hasta me calcé botas rojas y glamorosos atuendos ajustados al cuerpo con los que salté al escenario y me puse a cantar. Reconozco y agradezco su influencia que, como el gurú de la religión del Glam, me ayudó a descubrir quién soy, a brillar por mí mismo. Entonces, él me bañó con su luz de purpurina y me enseñó que si bien su versatilidad y su talento no pueden imitarse, me estaba dando un mensaje oculto en las letras de sus canciones: todos somos héroes porque todos tenemos una estrella negra que resplandece. Cuando creí aprenderlo, partió montado en su rayo. Siempre supe que él no era de este planeta y que un día iba a dejarnos, pero ya nos había transformado para siempre.
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