Domingo, 4 de marzo de 2007 | Hoy
SANTA FE > UNA VISITA A LA NUEVA ROSARIO
A lo largo de tres lustros de trabajo urbanístico, la ciudad de Rosario ha ido recuperando los espacios públicos de cara al río, las islas y sus playas. La reapertura del legendario bar El Cairo, el nuevo Museo de Arte Contemporáneo (Macro) y el renovado teatro El Círculo son parte de la nueva Rosario, que puede sorprender a más de un viajero de fin de semana.
Por Julián Varsavsky
Si uno se toma en serio la visión algo fanática, algo futbolera, que muchos rosarinos tienen de sí mismos como habitantes de una especie de ciudad-estado independiente –que ni siquiera se reconoce como santafesina–, viajar a Rosario desde cualquier punto del país equivaldría a un viaje al exterior. Fronteras adentro se descubre que la habitan dos razas irreconciliables condenadas a defender los mismos bastiones de la ciudad: leprosos y canallas. Pero por suerte nadie obliga al visitante a tomar partido por ninguno de los dos equipos, aunque los hinchas no escamotean retórica a la hora de explicar por qué el suyo es el mejor. Así que una visita a la tercera ciudad más grande del país puede ser una interesante experiencia.
Después de haber tocado fondo con la crisis y saqueos de 1989, “la nueva Rosario” –como le dicen algunos– fue premiada en 2003 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), al evaluarla como la dueña de la mejor calidad de vida en América latina y el Caribe. Esa distinción se basó en gran medida en la recuperación del espacio público de cara al río, de sus islas y playas, y de sus enormes espacios verdes.
El Monumento a la Bandera no es hoy por hoy el lugar más representativo de Rosario ni de los rosarinos, pero acaso por una mera cuestión de imponencia, de tamaño, sigue siendo reconocido como el icono que todos quieren ver. Así que se suele empezar por allí.
El monumento fue inaugurado con superlativa pompa el 20 de junio de 1957. En sus líneas rectas con placas de mármol travertino y piedra de los Andes, el nacionalismo patriota está subrayado tanto en los detalles decorativos como en la estructura general del complejo, cuyo punto central es una barca que avanza entre las tempestades hacia la victoria.
Frente a la nave, una gran “escalinata cívica” con reminiscencias de teatro griego conduce al Propileo triunfal, un grandioso edificio cuya columnata lo convierte en el calco casi perfecto del templo de Atenea en la Acrópolis. Allí flamea la “Llama de la argentinidad” –que nunca se apaga, por supuesto– y en una urna funeraria están depositadas las cenizas mortuorias de unos granaderos caídos en el combate de San Lorenzo. Un ascensor lleva a la torre central donde está la Cripta de Manuel Belgrano. Adentro, cincelada en el mármol, una sentencia: “La bandera que alzóse en el Rosario del Argentino, es gloria o es sudario”. Y afuera, justo a la salida, otra sentencia poco escuchada: “Cuán execrable es el ultrajar la dignidad de los pueblos, violando su Constitución”.
A lo largo de la costa del Paraná, los responsables de la planificación urbana resolvieron muy bien la relación que debía tener el río con la ciudad. Allí donde todo era paredones y galpones abandonados, se abrió una serie de balcones al río que transformaron a Rosario en una ciudad abierta al Paraná. En la parte central de la costa están los paradores de playa, paseos como la Rambla Catalunya I y II, y obras como “El paseo del caminante”, un pasaje peatonal de 600 metros que ingresa en el río y ofrece una vista increíble del extenso Puente Rosario–Victoria, inaugurado en 2003 para conectar Santa Fe y Entre Ríos.
Construido en la década del ’40, La Florida es el balneario tradicional de la mayoría de los rosarinos –una suerte de Bristol del Paraná–, donde todos los veranos sus arenas blancas se pueblan con las centenares de sombrillas que dan sombra a los turistas locales y foráneos. Y desde varios puntos y clubes náuticos de la costa parten las lanchas y barquitos que se internan en las islas del río Paraná –en tierras en verdad entrerrianas–, que son una suerte de Delta del Tigre, pero más virgen.
Las calles de Rosario tienen un trazado en damero y todas desembocan en diagonal al río. Sus dos arterias principales son el boulevard Oroño y la avenida Carlos Pellegrini. Oroño es distinguida, con un cantero peatonal arbolado con palmeras en el centro y, a los costados, viejas mansiones señoriales. Pellegrini, en cambio, es más automovilística, con restaurantes y centros comerciales modernos.
Un recorrido céntrico comienza en la Avenida Corrientes para observar las fachadas y cúpulas del patrimonio arquitectónico clásico de Rosario: La Inmobiliaria (1914), de estilo neobarroco francés; La Agrícola y la Bolsa de Comercio, en la esquina de Corrientes y Córdoba; y el Palacio Minetti (1928), un fiel exponente del art déco. En la esquina de Córdoba y Oroño comienza el Paseo del Siglo, que se extiende hacia el Este hasta la calle Corrientes. En toda la zona hay un eclecticismo que incluye las líneas ondulantes del viejo art nouveau, pero también el estilo art déco –de moda en París en 1925–, que se ve tanto en las fachadas como en los mobiliarios interiores. Este estilo tan geométrico hizo eclosión en Rosario en la década del ’30, cuando los arquitectos locales reaccionaron contra la ya anquilosada arquitectura clásica, ya fuera grecorromana, afrancesada o barroca. En la zona céntrica también está el teatro El Círculo (1916), una especie de Teatro Colón rosarino por donde pasaron Richard Strauss, Igor Stravinsky y Enrico Caruso.
Uno de los barrios más visitados es el Pichincha, que hace bastante más de un siglo era la zona de burdeles, tanto para marineros de puerto como para parroquianos locales, donde estaba la casa de Madame Safó, un lupanar histórico al que llegaban clientes de todo el país, incluyendo senadores, diputados, jefes de policía y grandes empresarios. Fue también la época de oro de los grandes capomafias “Chicho Grande” (Juan Galiffi) y “Chicho Chico” (Alí Ben Amar de Sharpe), cuyas vidas contribuyeron a que Rosario se la conociera como la Chicago argentina. También por aquellos tiempos forjó su fama Rita la Salvaje, una prostituta que llegó a convertirse en mito popular. Hoy en día el barrio Pichincha es el favorito de los arquitectos y decoradores, y los viejos conventillos reciclados se cotizan a altísimos precios en paralelo con el boom de la soja, que ha reactivado la economía rosarina.
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