Domingo, 11 de marzo de 2007 | Hoy
PATAGONIA CRóNICAS DE VIAJEROS
Durante su largo viaje por Sudamérica, el naturalista y explorador William H. Hudson llevó un diario donde describió cautivantes experiencias de su encuentro con la impactante naturaleza del sur argentino. A continuación, un fragmento de su libro Días de ocio en la Patagonia.
Por William H. Hudson *
Nunca me pareció la Patagonia tan sobria ni tan tristemente gris como esa tarde en la que galopamos rápidamente a lo largo de la costa norte. El suelo, exceptuando los lugares tapizados por el pasto de invierno, había adquirido un color marrón, acentuado por efecto de la lluvia infiltrada; en las boscosas tierras altas, el gris era profundo, mientras el cielo se ponía tormentoso y oscuro. Pero luego comenzó a brillar el sol por el oeste, asomándose justamente detrás de nosotros por entre los claros que le dejaban las nubes; al mismo tiempo apareció ante nuestros ojos un espléndido arco iris de colores tan vivos que prorrumpimos en exclamaciones de júbilo. Cabalgamos cerca de una hora admirando esta visión de gloria; a la derecha había bosques y más bosques de sauces deshojados, que mostraban sus oscuras cortezas; a la izquierda, loma tras loma de grises espinos. Grandes bandadas de avutardas se elevaban continuamente delante de nosotros, emitiendo penetrantes silbidos y profundos y solemnes graznidos. El arco de fuego y agua seguía allí, palideciendo a ratos hasta casi desaparecer, para brillar luego con mayor intensidad y esplendor, pues adquiría más claridad a medida que el sol se hundía en el horizonte.
Quizá los colores no fueran más fuertes que los de muchos otros arco iris que antes había visto, pero el contraste con el gris universal de la tierra y el cielo, en aquel invierno gris y en esa región donde el panorama es tan pobre en matices, hacía resaltar poderosamente su hermosura, de manera que el espectáculo nos embriagaba como el vino. Dice Bacon que agrada más a los ojos un bordado brillante sobre un fondo oscuro. En efecto, lo comprobamos observando el magnífico arco verde y violeta sobre el inmenso telón gris pizarra. Porque la naturaleza es demasiado sabia como “para segar el éxtasis de un placer poco frecuente”.
Un día de gloria y esplendor sobrenatural aparece solamente después de muchos otros monótonos y sombríos. Se lo espera y desea, y su llegada es recibida con fiestas y regocijos; así el día en que se hizo la paz, en que retornó nuestro amor o cuando nos llegó un hijo. Tales visiones son como ciertos sonidos, que no sólo nos deleitan con su pureza y calidad, sino que despiertan en nosotros sentimientos imposibles de escudriñar y analizar; resultan familiares y, sin embargo, extraños, con una belleza que no pertenece a la tierra; como si un amigo muy querido, muerto hace tiempo, transfigurado, inesperadamente nos mirara desde el cielo. Curiosamente, por lo que hasta el momento se sabe, han sido los incas los únicos adoradores del arco iris.
Una tarde de otoño presencié, cerca del pueblo, una extraordinaria y magnífica puesta de sol. En el cielo, casi totalmente despejado, se destacaban algunas nubes hacia el oeste, que se pintaron con colores vivos y brillantes después que el sol desapareció, y el horizonte, antes pálido, empezó a iluminarse con un haz de rayos rojos, como si fuera un enorme abanico de fuego. Estaba yo de pie cerca de la costa, mirando hacia occidente por sobre el río, y observé que de pronto el agua cambiaba su tono verde por un rojo intenso, que se extendía a ambos lados hasta donde abarcaba mi vista. El agua corría, y en el centro, la superficie encrespada formaba olas que temblaban y centelleaban como una llama; en la orilla opuesta, donde las filas de altos álamos de Lombardía se reflejaban en el agua, el río tomaba un delicado matiz violeta. Tal espectáculo duró cinco o seis minutos, pues luego los colores fueron oscureciéndose gradualmente, hasta desaparecer.
Había leído y oído hablar con frecuencia de este fenómeno y muchas personas me habían asegurado que lo vieron “con sus propios ojos”. Pero uno no sabe qué es lo que los otros han observado. Contemplé a menudo, en la superficie del océano, de un lago o de un río, la tonalidad rosada del crepúsculo; pero fue rara suerte para mí ver en ese momento el agua convertirse en sangre y fuego, después de la puesta del sol, y prolongarse esta visión maravillosa hasta el anochecer, haciendo que la tierra y los árboles, por contraste, parecieran negros. No he tenido ocasión de observarlo nuevamente desde aquel día, y creo que si en el globo terrestre existiera algún río que adquiriese semejante aspecto con frecuencia, sería ya famoso y atraería continuamente turistas de tierras lejanas, como sucede con el Chimborazo y las cataratas del Niágara.
Entre el pueblo y el mar, a lo largo de unos treinta kilómetros, el valle está en su mayor parte sobre el lado sur del río; en la orilla norte, la corriente de agua se acerca mucho y en algunos lugares lame la barranca. Recorrí su curso por ambas márgenes, cabalgando por la costa. La orilla norte era arenosa, estaba respaldada por bajas dunas que se extendían a lo lejos hasta perderse en el infinito; pero por la margen sur, más allá del valle, un inmenso y escarpado precipicio miraba hacia el océano. Una corta aventura con un cóndor, el único que encontré en la Patagonia, puede dar una idea de la altura de esta pared rocosa. Ibamos a caballo con un amigo, a lo largo del acantilado, cuando apareció el majestuoso pájaro, que, descolgándose del cenit, llegó a revolotear a unos quince metros sobre nuestras cabezas. Mi compañero levantó su escopeta e hizo fuego y oímos resonar el tiro en las plumas duras de las amplias alas inmóviles. No cabía duda de que alguna de las municiones habla penetrado en su carne, pues cayó rápidamente hasta la orilla del precipicio, desapareciendo de nuestra vista. Desmontamos y nos acercamos con cautela al borde del terrible murallón, pero, aunque miramos detenidamente hacia abajo, no descubrimos nada. De nuevo a caballo, avanzamos poco más de mil metros, para llegar adonde terminaba la roca escarpada y galopar luego en sentido contrario al pie del acantilado, sobre una estrecha franja de playa que dejaba en seco la marea baja. Cuando arribamos al lugar buscado, en el cual suponíamos hallar al cóndor muerto, lo vimos de nuevo, posado en la boca de una pequeña cavidad abierta entre la piedra, cerca de la cúspide, y su tamaño parecía a esa distancia no mayor que el de un buaro. Estaba a salvo, fuera del alcance de nuestras armas y, si la herida no era mortal, podría volar sobre esa costa desolada para pelear, por medio siglo aún, con los cuervos y las águilas, disputándose los restos de focas y pescados.
* William H. Hudson. Días de ocio en la Patagonia. Diario de un naturalista (1893). Ediciones Continente, 2007.
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