NOTA DE TAPA
Un itinerario día por día para recorrer Tucumán en una semana. En la ruta, antes de llegar a San Miguel, un alto en la feria de Simoca, que funciona desde el tiempo de la colonia. En la capital de la provincia, la ineludible visita a la histórica Casa donde se declaró la Independencia. Excursiones al cerro San Javier y a la selva de Las Yungas y una travesía por los paisajes montañosos de Tafí del Valle y por los Valles Calchaquíes hasta la fortaleza de los
indios quilmes.
› Por Julián Varsavsky
Los hermosos paisajes y la riqueza cultural del Noroeste argentino justifican varios viajes de al menos una semana por cada una de las provincias que lo componen. Y si se empieza por Tucumán, siete días es el mínimo recomendable para conocer sus principales destinos con un ritmo razonable, evitando llegar a casa con más estrés que el de la partida.
Desde Buenos Aires son 1310 kilómetros hasta Tucumán –por ruta, unas 15 horas en promedio–, así que si se viaja con vehículo propio lo normal es pasar una noche en la ciudad de Córdoba. En la segunda jornada, si el cansancio no abruma y el calendario marca día sábado, se puede visitar primero el pueblo de Simoca y su histórica feria de campo (al sur de San Miguel de Tucumán).
El mercado de Simoca es teóricamente el más antiguo del país, ya que su origen se remonta al tiempo de la colonia, cuando en el siglo XVII el mismo espacio físico que ocupa ahora era una feria semanal donde había una posta de caballos y se comerciaba con la ley del trueque (que en algunos casos todavía se aplica, entre amigos). Este mercado a cielo abierto funciona todos los sábados desde hace ya más de 300 años, y gran parte de las personas que vienen a hacer las compras para la semana llega en coloridos sulkies que a veces suman más de un centenar estacionados en las calles de alrededor.
En la feria de Simoca históricamente se han vendido productos de y para el campo –y así sigue ocurriendo–, aunque con los años se ha ampliado mucho la oferta. Por un lado hay productos clásicos de talabartería: monturas, fustas, estribos, botas de cuero. También hay ponchos, alpargatas, cintos, mates y cigarros en chala. En otros puestos –entremezclados sin ningún orden muy coherente– se venden comestibles que incluyen toda clase de cortes de chancho, especias como orégano, comino y azafrán, y una variedad de verduras entre las que se destacan los zapallos gigantes de más de 7 kilos que se exhiben ocupando la caja entera de una camioneta, ajíes, pimentones, repollos y frutas.
Los puestos de talabartería, alimentos y ponchos ocupan en general una especie de corredor central que, con varias excepciones, parece reservado a la feria más autóctona y artesanal. A su derecha están los quinchos con restaurancitos al paso y a la izquierda hay un segundo corredor donde están los puestos del “nuevo” mercado, con un precario techo de lona de plástico, llamado en la zona la “feria boliviana”, no muy aceptada por los antiguos puesteros. En estos puestos se vende literalmente de todo: bombachas, estuches para celulares, barriletes, ungüentos curativos, pelotas y toda clase de juguetes y baratijas de plástico fabricadas por trabajadores del Oriente asiático, y que ahora son ofrecidos por un paisano tranquilo con sombrero de paño y casi los mismos ojos rasgados que esos hombres que están en la otra punta de la cadena y también del planeta.
A la feria no se viene solamente a comprar sino también a almorzar y a pasar la tarde del sábado en una suerte de evento social bastante animado. Allí se entremezclan el humo de las parrillas, el olor a bosta de caballo, el aroma de las especias exhibidas en montañitas cónicas, y músicas diversas que van del cuarteto cordobés a una zamba tucumana.
La de Simoca es una feria auténtica donde se ven pocos turistas, ya que allí se venden mercancías de utilidad práctica antes que adornos o souvenires. Por eso la feria sigue cambiando y ofrece lo que la gente necesita en el día a día, aunque eso implique perder algunos rasgos de supuesta autenticidad. Y no solamente cambia la feria sino también los medios de llegar a ella. Los sulkies están lejos todavía de desaparecer, pero actualmente el número de motos estacionadas supera levemente a esos hermosos carros tirados a caballo, los únicos que, por ejemplo, pueden transitar sin problema las embarradas calles de tierra del pueblo en días de lluvia. A dos cuadras del mercado hay todavía un herrero que fabrica sulkies, quien vive más de la reparación de los que existen que de los pocos que hace por encargo, a veces para el exterior. Un sulky cuesta alrededor de 5 mil pesos, así que los jóvenes optan por alternativas más prácticas y económicas como las motos. Quienes manejan los sulkies son por lo general gente mayor, quienes superan a veces los 80 años.
Es la provincia más pequeña del país –22.524 kilómetros cuadrados–, pero en el imaginario social argentino ocupa un lugar primordial por remitir a ese mito de origen surgido de un cuarto de la Casa de Tucumán, el 9 de Julio de 1816. El poder simbólico de ese icono tan famoso –cuyas columnas y pórtico con las trazas ondulantes del barroco español fueron dibujadas hasta el cansancio por todo niño argentino– despierta en muchos una extraña nostalgia por esa casita idealizada, quizá no tanto por el significado patrio sino por el deseo de ver el modelo real de aquel dibujo infantil. Por eso en algún momento de la edad adulta tantos cumplen el postergado peregrinaje a esa casa a la que, como una metáfora de la historia argentina, se le remozó la fachada completa sin mucho criterio, se la sumió en un decadente abandono, luego se la demolió –salvo el Salón de la Jura–, y finalmente se la reconstruyó con rejas y cristales al estilo francés, acorde con los aires de la Belle Epoque. En 1916 se expropiaron unos fondos de la casa para ampliar el patio trasero hasta que, en 1941, la trajinada casita recuperó la que habría sido su fachada original.
Hoy en día la Casa de Tucumán se visita de día –cuando irradia un blanco resplandor de pureza patria–, y en la noche se asiste en penumbras a un espectáculo de luz y sonido donde rondan los fantasmas de Laprida, Godoy Cruz, Paso... Y se oye el rasguido de la pluma con que los próceres firman el Acta de la Independencia.
Una vez instalados en la capital tucumana se puede dedicar la tercera jornada de viaje a unos paseos tranquilos. Por ejemplo, subir por la Ruta Provincial 340 a las laderas del cerro San Javier para observar el panorama completo de la ciudad y llegar a la pintoresca Villa Nogués, un reducto natural con residencias de fin de semana. Y en el camino se puede hacer un vuelo en parapente biplaza desde una plataforma llamada Loma Bola. Este circuito también ofrece un acercamiento al bioma de Las Yungas, una nuboselva típica del Noroeste argentino. En la noche, una alternativa es asistir el espectáculo de luz y sonido en la Casa Histórica de Tucumán.
El día cuatro se puede dedicar a hacer la excursión hasta el mirador de Cochuna, ubicado a unos 140 kilómetros de la capital tucumana. En el primer tramo –por la autopista Tucumán-Faimallá y luego por la Ruta Nacional 38– se atraviesan pueblitos azucareros, plantaciones e ingenios que polucionan el ambiente. En la ciudad de Concepción se toma la Ruta 365 hacia el oeste hasta el pueblo de Alpachiri, donde hay un desvío hacia la entrada del Parque Nacional Los Alisos. Como el camino es muy malo, casi nadie visita el parque en sí, sino que se realiza un rodeo hasta el mirador de Cochuna, por una zona muy similar al del parque. La ruta se convierte de a poco en un camino de cornisa –de ripio en muy buen estado, transitable con auto común–, por un relicto de la selva de Las Yungas en muy buen estado. A los pocos kilómetros aparece el complejo turístico Samai Cochuna, donde se puede hacer una caminata por la selva, poblada de grandes árboles como el laurel y el cedro, cañaverales de bambú y helechos arborescentes. Desde el mirador del Cochuna se ve la selva desde arriba y las cumbres nevadas de las sierras del Aconquija. Después se puede optar por emprender el regreso o seguir un poco más hasta el poblado catamarqueño de Las Estancias.
La travesía tucumana quedaría muy incompleta si no se recorre Tafí del Valle y se visitan las ruinas de los indios quilmes, excursiones a las que se pueden dedicar los dos últimos días de estadía en la provincia.
El trayecto desde San Miguel a Tafí del Valle asciende por un camino de cornisa a través de las montañas del “monte tucumano”, entre cañaverales y cascadas que brotan de manantiales en las alturas. Cada tanto aparece algún lapacho florecido de color fucsia y la vegetación se hace cada vez más tupida, hasta que el verdor estalla en una profusión de helechos, lianas y árboles de gran porte con plantas colgantes.
Al acercarse a los 2 mil metros de altura sobre el nivel del mar, la vegetación decae. Ya casi no hay árboles, pero toman la posta los cardones, esos cactus gigantes que se elevan hacia el cielo como dedos acusadores. Alrededor de la ruta se levantan grandes montañas cubiertas por un suave manto verde y cada tanto se ven bajar baqueanos a caballo desde las alturas de los cerros.
El Valle de Tafí aparece de pronto, tras una curva, donde el sol cae a pleno sobre el agua del embalse La Angostura. Los aborígenes calchaquíes denominaban Taktillakta (pueblo de entrada espléndida) al antiguo Tafí. En Tafí, algunos cardones crecen entre las casas, superándolas en altura, y pocos autos circulan por las calles. También se ven caballos pastando a una cuadra del centro, llamas en los patios de algunas casas, y se oye el canto de los gallos... después, todo es silencio y tranquilidad.
A una hora de Tafí del Valle están las ruinas de la ciudad de los indios quilmes, una serie de terrazas escalonadas sobre los faldeos del cerro Alto Rey. El segmento restaurado es apenas una parte de lo que fue una “gran ciudad” indígena que llegó a albergar a 3 mil personas. Basta con internarse un poco en la maleza para toparse con infinidad de montículos de piedra que alguna vez conformaron las gruesas paredes de las casas indígenas.
La ciudad de los quilmes fue uno de los asentamientos prehispánicos más importantes del país. Solamente la base de las casas fue reconstruida, utilizando las mismas piedras que yacían amontonadas en el sitio. Vista desde las alturas del cerro, la ciudad se asemeja a un complejo laberinto de cuadrículas de hasta 70 metros de largo, que servían de andenes de cultivo, depósitos y corrales para las llamas. Hay también numerosas casas de estructura circular que originalmente estaban techadas con paja. Se calcula que el lugar comenzó a poblarse alrededor del siglo IX d.C., y a mediados del siglo XVII unas 10 mil personas vivían en los territorios de los alrededores.
La ciudad era una verdadera fortaleza. Aun quedan restos de piedra laja clavados en la tierra, que formaban parapetos a 120 metros de altura, infranqueables a cualquier ataque. Los quilmes, entrenados en el arte de la guerra debido a los conflictos con las tribus vecinas, fueron el hueso más duro de roer para los españoles en el Norte argentino. Tenían un ejército de 400 indígenas que resistió el asedio español durante 130 años. Sus “hermanos de armas” eran los cafayates, y no solamente resistieron en su ciudad fortificada sino que también salían de ella en malón a destruir las que iban fundando los españoles.
Pasada la fiebre del oro en América, la conquista codiciaba a los quilmes como fuerza de trabajo. Para someterlos, los españoles llevaron a cabo una política sistemática de destrucción de sus cultivos, y finalmente lograron rendirlos en 1666, no por la fuerza –ya que la ciudad era indoblegable– sino por hambre y sed. A los sobrevivientes –unas 200 familias– se les fijó como lugar de residencia la zona de la provincia de Buenos Aires que hoy se conoce como Partido de Quilmes, a donde debieron llegar caminando bajo custodia militar. Allí vivieron hasta 1812 en la Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes –que funcionó como Encomienda Real–, donde los indios pagaban tributo a la corona con su trabajo.
En la actualidad, comunidades aborígenes de los alrededores de las ruinas reclaman la recuperación del sitio, ya que en la década del ‘90 las ruinas fueron concesionadas a un particular, quien levantó un hotel con piscina prácticamente adentro del sitio arqueológico, provocando un impacto visual que llama la atención de todos los visitantes. Además, el concesionario cobra una entrada para ingresar a las ruinas, como si fuesen un patrimonio privado.
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