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Domingo, 2 de septiembre de 2007

FRANCIA > TRAS LAS HUELLAS DE DELACROIX

La Vie Romantique

El pintor romántico francés encarnó, a principios del siglo XIX, la ruptura con el arte clásico y académico. Admirado por sus contemporáneos y por la generación impresionista, hoy sus huellas pueden seguirse en París y otros lugares de Francia.

 Por Graciela Cutuli

A fines del año pasado, un importador de cervezas de Massachusetts, en Estados Unidos, se encontró con la sorpresa de que no podía comercializar algunos de sus productos porque el organismo de control del Estado rechazaba las etiquetas: en una de ellas, la correspondiente a la bautizada como “Sans Culottes French Blonde Ale”, se veía la imagen “impropia” –según dijo el organismo de control– de una mujer con el pecho desnudo, enarbolando una bandera francesa sobre algunos cuerpos yacentes. Una imagen que data de 1830, que lleva la firma de un artista capaz de provocar todavía polémicas en el siglo XXI, como lo hizo en su tiempo: el gran romántico francés Eugène Delacroix. La imagen era la de un célebre cuadro hoy conservado en el Museo del Louvre: La libertad guiando al pueblo, tal vez su obra más conocida y emblemática, pero sin duda no la única que causó escozor y enfrentamientos con el academicismo pictórico reinante en aquellos tiempos. La vida y los viajes de Eugène Delacroix, uno de los grandes inspiradores de la renovación artística del siglo XIX, se pueden seguir en París y otras ciudades de Francia, donde dejó una huella imborrable.

Caza de leones, año 1855.

Historia de una vida

Delacroix nació el 26 de abril de 1798 en Charenton-Saint-Maurice. Una habladuría repetida con insistencia asegura que el político y diplomático Charles-Maurice de Talleyrand puede haber sido su verdadero padre: en todo caso, lo protegió durante toda su vida como a un auténtico hijo.

Aunque se formó en la muy tradicional Escuela de Bellas Artes, el joven pintor no tardó en abandonar la tradición académica imperante: el “mal del siglo” acechaba las almas de los jóvenes románticos, con sus contradicciones y angustias, reflejadas en el frenesí de la literatura y las artes. El soplo épico que animaba a los hombres de su tiempo no dejaría de contagiarlo, aunque sólo fuera en términos pictóricos: así, Delacroix da al color un lugar predominante por sobre el dibujo y, atraído por la luz y los matices del mundo oriental y mediterráneo, crea una obra que provoca escándalo: Las masacres de Quíos, una batalla donde los turcos provocaron más de 20 mil muertos, que presentaría en el Salón de Bellas Artes de 1824. Fue la materialización de la escuela romántica, y la consagración de un artista tan admirado por unos como rechazado por otros. De un lado, Delacroix. Del otro, Ingres. Quieran o no, ambos representan desde entonces dos tendencias opuestas en la pintura francesa.

Pocos años después, Delacroix pinta La libertad guiando al pueblo, una representación de la revuelta popular de 1830 contra Carlos X: sobre el gigantesco cuadro, de más de tres metros de largo, domina la figura de la Libertad, flanqueada por un joven blandiendo una pistola: este personaje inspiraría a Victor Hugo, varias décadas después, la figura de Gavroche en Los Miserables. Raro préstamo de la pintura de Delacroix a la literatura, que justamente fue una de sus más habituales fuentes de inspiración.

Autorretrato del artista, en el Museo del Louvre.

Viajes, luces y sombras

De sus muchos viajes, los realizados a Inglaterra y luego a Marruecos, dejarían una marca importante en la concepción del color, las luces y sombras, y el dibujo de Delacroix. Son célebres sus cuadernos de notas, repletos de croquis, anotaciones, esbozos y comentarios, que servirían de apoyo a sus numerosas pinturas posteriores a los viajes. Y si a su alrededor las polémicas no se acallan, no es menos cierto que se convierte en uno de los pintores oficiales del Estado, con numerosos encargos, como el techo de la biblioteca en el Palacio de Luxemburgo, los cuadros sobre la Batalla de Taillebourg y la Entrada de los Cruzados en Constantinopla para el Castillo de Versailles, o la decoración de la Biblioteca de la Cámara de Diputados: todos lugares donde hoy se puede admirar su maestría. También pintó la Capilla de los Santos Angeles, en la iglesia de Saint-Sulpice de París. Y quienes recuerden la antigua moneda francesa recordarán los trazos de su pintura, que ilustraban los billetes de 100 francos.

Eugène Delacroix se muda, a partir de 1857, a la Place Furstenberg de París, que facilita sus desplazamientos y su trabajo. Es un período en el que –cuenta Baudelaire– su único placer “era el trabajo, que no era entonces sólo una pasión, sino que hubiera podido llamarse una furia”. Su casa-atelier, a la sombra de un jardín secreto, fue salvada posteriormente gracias al esfuerzo de un puñado de artistas, entre ellos Paul Signac, y hoy alberga el Museo Eugène Delacroix. Allí se visita la habitación donde murió, el salón donde se exhibe la misteriosa Magdalena en el desierto, la biblioteca con sus acuarelas, y el taller que expone un conocido pastel de Negro con turbante. Es interesante destacar que en la entrada del museo un gran cartel muestra los lugares de París donde puede verse la obra del artista, como la cercana iglesia de Saint-Sulpice, o desde luego el Museo del Louvre, e invita al recorrido pictórico-temático.

Vista de Tánger desde la costa, en el viaje por el norte de Africa que le dejó profundas impresiones.

Paris, Indre y Valmont

Pero hay también otro lugar que conserva el espíritu de los tiempos de Delacroix: es el Museo de la Vie Romantique de París, instalado en el corazón de la “Nueva Atenas”, un barrio muy de moda en el siglo XIX. Al fondo de una calle casi provinciana se levanta la casa de Ary Scheffer, un pintor popular y retratista de moda entre 1830 y 1850, hoy casi olvidado: en su casa, que fue centro de reunión de los románticos de su tiempo –George Sand y Chopin, Flaubert, Rossini, Liszt– funciona este museo acompañado de un jardín, donde se sirve el té en la temporada veraniega. Se visitan los dos antiguos talleres, y una colección de objetos y recuerdos de George Sand legados por los descendientes de la escritora.

Saliendo de París, el recorrido tras las huellas de Delacroix sigue en la casa de George Sand en Nohant (Indre), que guarda muebles, recuerdos y sobre todo fantasmas de otros tiempos: el del Delacroix, por supuesto, pero también el de Turguéniev, Balzac, y tantos otros escritores y músicos que acompañaron su itinerario artístico. Contaba George Sand que en Nohant Delacroix estudiaba las flores con verdadero afán: “Lo sorprendí en éxtasis de maravilla frente a un lirio amarillo cuya hermosa arquitectura acababa de comprender... y se apresuraba a pintarlo, viendo su modelo a cada instante, cumpliendo en el agua su total florecimiento, cambiando de tono y de actitud”. Siempre en Indre, el Centro Internacional George Sand y el Romanticismo, inaugurado hace una década cerca de la casa de la escritora, ilustra el extraordinario empuje artístico de esta época que renovó en sus raíces el arte y la literatura de Europa.

Place Furstenberg, donde vivió Delacroix en sus últimos años.

Finalmente, se puede concluir el viaje en la Abadía de Valmont (Seine Maritime), situada en esa Normandía que Delacroix amaba visitar junto a su familia, que vivía en Rouen. La abadía se levanta entre Fécamp y Dieppe. El pintor pasó mucho tiempo en Valmont después de regresar de su inspirador viaje a Marruecos. Entre una y otra etapa, se alza desde luego el imponente Museo del Louvre, donde se encuentran algunas de sus obras principales, en un sitio de honor entre aquellos que lo precedieron –y también lo rechazaron– y quienes lo siguieron, admirando la renovación aportada por su arte.

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