Domingo, 2 de septiembre de 2007 | Hoy
ITALIA > LA PENíNSULA DE LOS PLACERES
Italia es un destino donde se funden los placeres más exquisitos. De Florencia a Capri, de Nápoles a Sicilia, un recorrido por bellísimos lugares de la península. Un país donde la gastronomía y la arquitectura también forman parte del arte de vivir.
Por Frances Mayes *
Italia es el mejor lugar de vacaciones desde que los hombres de la Edad de Piedra, sus barbas llenas de hilos de nieve, emprendieron su camino a través de las montañas en busca del sol. La gente me dice: “Italia es un país fantástico para ir de vacaciones, pero el próximo año lo serán Marruecos o Turquía”.
No, no lo serán, me digo a mí misma. Italia es una tierra de infinitos placeres. ¿Existe algún otro país que tenga tal mezcla de sensaciones y serenos paisajes y tesoros artísticos, historia y exquisita cocina y música sublime y gente hospitalaria, y, y, y? Todo ello en una península alargada cuya espina dorsal es una gran cadena montañosa, con multitud de dialectos y grandes cocineros y Renacimiento y ciudades construidas sobre colinas y cine y ruinas y castillos y mosaicos y campanarios y pueblos y playas, y, y, y. (...)
Tal vez sea la historia, desde la Edad Media hasta el Renacimiento, lo que produjo la idea de que éste es el lugar. El resplandor de la gloria del Humanismo todavía nos atrae. Tal vez sea, también, el gran sol del Mediterráneo lo que nos seduce.
Teniendo en cuenta el gran crecimiento del turismo, ¿cuál es el mejor lugar para visitar? Cualquiera, en el momento adecuado.
La mejor época para visitar Florencia es en enero y febrero. En invierno se pueden visitar las iglesias y las galerías, disfrutar del arte a solas o casi, y en los días fríos y lluviosos parece que la arquitectura recobra de nuevo su protagonismo. Los guardias de seguridad echan una cabezadita al calor del radiador de las salas. Sus habitantes recuperan la ciudad cuando pasean al atardecer por las calles pedregosas con sus trajes de chaqueta de tweed y sus abrigos de piel, y se saludan unos a otros. En las trattorie, los cocineros preparan salchichas a la plancha y pichones asados. También sirven conejo frito con fennel, cazuela de ribollita y pasta con carne de jabalí. Al amanecer y tras tomar un croissant recién hecho en una de las panaderías que acaban de abrir, resulta conmovedor contemplar la Florencia de Dante desde uno de los puentes del Arno y ver cómo las primeras luces del día se proyectan en el agua. Es la época del chocolate espeso y caliente que preparan en las elegantes pastelerías o en las cafeterías; la época del té de la tarde con sandwiches de trufa. Florencia en invierno... me hace pensar en una Florencia que es impensable en verano.
Roma, Venecia, siempre eternas. Son dos ciudades (mucho más agradables fuera de temporada) que hay que visitar alguna vez en la vida. Pero vayamos a otros lugares más desconocidos. Desde hace dieciocho años, cuando compré y restauré Bramasole, una casa abandonada en la Toscana, mi marido y yo hemos hecho cientos de viajes por toda Italia, algunos de un día y otros de un mes. Aparte de las tres grandes, Florencia, Venecia y Roma, tengo que reconocer que, entre las ciudades más importantes, Nápoles es mi favorita. ¿En qué otro lugar apetece bailar un tango en medio de la calle? ¿En qué otro lugar te toman de la mano y te meten en la cocina para probar lo que están cocinando? ¿Dónde una familia de cuatro personas y el perro montados en una Vespa puede conducir zumbando por las calles bulliciosas? En Nápoles, donde la gente es escandalosa y hospitalaria; el caos, una especie de arte; conducir, un deporte sangriento; comer, una celebración; y la vida en la calle es siempre un teatro. En los últimos años, Nápoles está haciendo un gran esfuerzo para conseguir que las cosas cambien, y si continúan así creo que en un par de décadas será el mejor lugar de Europa para vivir. Pero, sobre todo, Nápoles es extraordinariamente hermosa: protegida por el Vesubio –impresionante y amenazador–, la forma de su bahía, el cielo de color azul intenso, es el paisaje que atrajo a los antiguos que construyeron fabulosas mansiones para estar lo más cerca posible del paraíso.
En Nápoles, una de mis actividades favoritas es recorrer la ciudad a pie, y de vez en cuando me gusta montar en el funicular que sube a la parte alta de la ciudad. Una visita al Museo Nacional de Arqueología es comparable con un viaje a Pompeya. Mucho de lo que se pudo salvar de las cenizas está allí expuesto. Se ponen los pelos de punta al ver las cazuelas de cocinar, las copas de vino y los moldes para verduras. De alguna manera, esos asombrosos objetos invitan a imaginar la vida como la vivieron. Un paseo por Spaccanapoli (Split Nápoles) despierta todos los sentidos: calles con palacios medio derrumbados de una belleza decadente que quita el aliento. Entran ganas de llorar de alegría al ver la plaza Bellini. Sobre todo me gustan esos pequeños santuarios donde la gente a menudo deja velas y notas a la Virgen. A mi marido, Ed, le encanta algo más mundano, el sfogliatelle, un pastel con capas de hojaldre relleno de queso ricotta dulce. Es uno de los mejores pasteles del mundo, sobre todo si se toma con una taza de café expreso napolitano, el mejor del mundo, aunque puede que con la excepción del de Palermo.
Otra de las joyas que están cerca de Nápoles es Capri. No conozco otra isla en el mundo que tenga la belleza de Capri. Es un lugar muy frecuentado por personajes famosos que, radiantes, se dejan ver por la plaza. Resulta maravilloso explorarla a pie, disfrutar de las vistas de su mar color lapislázuli, de las buganvillas que trepan por las paredes de las casas y de los jardines salvajes repletos de chumberas, romeros, granados, mirtos y lentiscos. Capri es la quintaesencia de las islas del Mediterráneo. Me encantaría pasar un mes de octubre entero leyendo y escribiendo en una tranquila habitación frente al mar en alguna de esas casas que tienen su nombre en un azulejo en la puerta: Casa del l’Aranceto (“Casa del naranjo”), Casa Solatia (“Casa soleada”) o Casa Amore e Musica (“Casa del amor y la música”).
Mis mejores viajes siempre han sido a lugares únicos. Las ciudades pequeñas permiten disfrutar mejor del ocio de un país. Además es más fácil relacionarse con la gente, y en Italia eso es una ventaja, ya que por lo general a la gente le gusta conversar. Para sorpresa de los norteamericanos, a los italianos les gusta estar con otras personas. Creo que los italianos son generosos y hospitalarios con los extranjeros. Cuando mi vecina de Cortona se encuentra en la ciudad con turistas, les invita algunas veces a cenar. Una vez monté en un autobús en el que no había nadie y a continuación subió una señora que prefirió sentarse a mi lado antes que en cualquiera de los asientos vacíos.
En Bagno Vignoni, en la Toscana, un manantial fluye ladera abajo por un canal de piedra travertina. Por la mañana temprano es el mejor momento para acercarse y poner los pies a remojo. En la ciudad, una piscina de agua termal ocupa el lugar de la típica plaza y uno se puede imaginar a Lorenzo el Magnífico tomando las aguas. Al atardecer llegan muchos italianos dispuestos a beneficiarse de las propiedades minerales del agua caliente y reponerse de un día de trabajo agotador. Se recogen la falda o los pantalones, introducen los pies y la sensación es entonces de alivio.
En Isola Maggiore, una isla del lago Trasimeno en Umbria, un paseo a medianoche te traslada a una época pasada en la que en la ciudad vivían los pescadores y al castillo monasterio donde se alojó San Francisco durante una visita. Aún se pueden ver en la calle principal las redes secarse. Detrás de una ventana vemos a una mujer que hace encaje bajo la luz de una lámpara. Es un lugar en el que no se permiten los coches, por lo que la presencia de un mayor número de personas está asegurada. También se puede dar un paseo en silencio por la noche para observar el resplandor de las estrellas en el agua. (...)
* De El País Semanal.
Traducción de Virginia Solans.
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