Domingo, 2 de septiembre de 2007 | Hoy
CHILE > SAN PEDRO DE ATACAMA
El pueblo de San Pedro es, literalmente, un oasis en medio de una de las regiones más secas del mundo: el Desierto de Atacama. Inmersa en un remanso alimentado por el río San Pedro, esta pequeña comuna está ubicada en la Segunda Región de Antofagasta, a 2436 msnm y a los pies del mítico volcán Licancabur (5916 msnm), frontera natural entre Chile y Bolivia. Todos los atractivos que la rodean forman un gran libro abierto de geología, con cordilleras, salares, volcanes, parques lunares y espectaculares géiseres.
Por Mariana Lafont
Próximos a llegar a San Pedro de Atacama la pregunta es inevitable: ¿Cómo será vivir unos días en el desierto? ¿Habrá agua suficiente para todos, será muy agobiante el sol y demasiado intenso el calor? En realidad, ¿es posible vivir en un lugar de semejantes condiciones? El Desierto de Atacama es uno de los desiertos más áridos del planeta y se encuentra en la misma latitud que el de Kalahari en Africa y el de Simpson en Australia. Gran parte de su superficie está ocupada por montañas, rocas con alto grado de erosión y extensiones de arenas que remarcan la ausencia de vegetación en la mayor parte del territorio. Las temperaturas son muy extremas entre el día y la noche, el nivel de evaporación es muy elevado y las precipitaciones no superan los 100 mm al año. En un clima y suelo así, la vida es, prácticamente, un elemento exótico que sólo en ocasiones especiales parece salir de su letargo.
Luego de cruzar la impresionante y desolada Puna Atacameña –a través del Paso de Jama viniendo de Argentina– el micro se detiene a un costado de la ruta, frente a la oficina de migraciones donde se realiza un riguroso control. Luego, sólo resta caminar hacia el pueblo. Creyendo que el trayecto es largo nos preparamos mentalmente para cargar por largo rato la mochila bajo el sol. Sin embargo, grata y grande es la sorpresa al ver que al cabo de tres cuadras ya estamos en plena plaza principal. Aunque no es demasiado grande, sorprende el llamativo color verde de los árboles que la rodean. En un lugar tan desolado, esa arboleda equivale a la más exuberante vegetación y es un verdadero descanso para la vista acosada por el fuerte reflejo del sol. Además, la fresca sombra invita a mezclarse entre locales y forasteros para sentarse en alguno de los bancos y descansar del largo viaje.
La llamada “capital arqueológica de Chile” fue el principal centro de la cultura atacameña hasta que los incas la conquistaron en 1450 y la convirtieron en un importante centro administrativo. En 1536, Diego de Almagro “descubrió” el país que los incas llamaban “Chili”. Cuatro años más tarde Pedro de Valdivia prepararía en Atacama la conquista, enfrentando a los nativos en Pucará de Quitor, sitio que actualmente se puede visitar a sólo 3 km del pueblo.
Los atacameños no sólo lograron habitar en el interior del áspero desierto sino que tuvieron la sorprendente capacidad de aprovechar la escasa agua existente para obtener cosechas abundantes y, como sus vecinos quechuas, crearon un sistema de terrazas para sembrar optimizando el uso del exiguo líquido. Además, los atacameños también habitaron en la extinta gobernación de Los Andes –ubicada en la Puna de Atacama y que existió entre 1899 y 1943– y las provincias de Jujuy, Salta y Catamarca.
Su más fiel investigador fue el tenaz sacerdote jesuita Gustavo Le Paige (1903-1980), quien dedicó 25 años de su vida a estudiar en profundidad esta cultura. Combinando la arqueología con su tarea de párroco llegó a reunir una excelente colección de piezas arqueológicas. Con cuatro libros en su haber y numerosos artículos publicados en revistas finalmente logró inaugurar, en 1957, el Museo Arqueológico de San Pedro –cita obligada de todo viajero– con el apoyo de la comunidad y la Universidad Católica de Chile.
En la actualidad las principales actividades de San Pedro de Atacama son la agricultura y la extracción de minerales del Salar de Atacama. Y desde hace unos años, el desarrollo del turismo transformó a este pueblito que sólo frecuentaban mochileros errantes en un reconocido destino internacional.
Cerca del pueblo vale la pena visitar el Valle de la Luna y de la Muerte. Ambos lugares forman parte de “La Cordillera de la Sal”, llamada así porque sus rocas tienen en su superficie gran cantidad de sulfato de calcio, lo que les da el aspecto de estar salpicadas con sal. En la antigüedad era un lago pero su fondo se elevó por los mismos movimientos que originaron la Cordillera de los Andes y el tiempo, la lluvia y el viento terminaron de moldearla tal como se la conoce hoy. Ambos valles albergan todo tipo de esculturas naturales, formaciones lunares y diferentes tipos de estratificaciones y coloraciones según los minerales predominantes. Vale la pena contemplar la puesta de sol en el Valle de la Luna que, a medida que el astro desciende, cambia su color de rojo fuego a negro profundo.
Otra de las maravillas de Atacama es el campo geotérmico El Tatio, conocido como “Los Géiseres del Tatio”, ubicado a 4200 msnm. Además de ser el segundo campo más alto del mundo, tiene 80 fumarolas activas, lo cual lo convierte en el más grande del Hemisferio Sur. Un géiser es un tipo de fuente termal que emerge periódicamente y expulsa una vaporosa columna de agua caliente en el aire. La palabra géiser proviene de Geysir, nombre de una terma en Islandia. Pocos lugares en el mundo poseen las características hidrogeológicas precisas para la formación de estos impresionantes chorros de agua y por esa razón se los considera un fenómeno llamativo y singular. Su actividad –como la de toda fuente termal– es el resultado del contacto entre el agua superficial y las rocas calentadas por el magma que corre subterráneamente.
La mejor hora para admirar este espectáculo natural es entre las 5.30 y las 8.30 de la mañana, cuando las fumarolas comienzan su actividad. Pero el madrugón bien lo vale y aunque los 95 kilómetros que separan el Tatio de San Pedro son de duro ripio y con temperaturas escalofriantes, es posible recuperar algo de sueño hasta llegar a destino. El sol aún no ha asomado y todos esperan ansiosamente ya que la temperatura es de 15 grados bajo cero y dificulta la movilidad. Si bien las fumarolas han comenzado su increíble show, más de uno desea volver a la camioneta con calefacción y verlo desde allí. Entre tanto los guías del paseo preparan un apetitoso desayuno y alegremente cocinan los huevos en los mismos géiseres.
Finalmente, y como una bendición, despuntan los primeros rayos de sol y la temperatura comienza a ascender vertiginosamente trepando a los 15 o 20 grados. La rigidez del frío se aleja de los rostros y todos parecen más distendidos y dispuestos a caminar para ver cada una de las fumarolas. Además, la elegante combinación de luces, sombras y vapor componen una pintura surrealista difícil de olvidar. Y para completar tan excéntrico escenario es conveniente cerrar los ojos y dejarse llevar por los misteriosos sonidos provenientes de lo más hondo de la tierra y sentir el penetrante olor a azufre.
Si bien suena contradictorio, el desierto puede, ocasionalmente, florecer. Cada cierto período de tiempo –que oscila entre 3, 5 o 10 años– llueve más de lo habitual y las duras condiciones climáticas se interrumpen dando paso al afloramiento de bulbos y semillas que, bajo la superficie, han sobrevivido heroicamente a largos períodos de sequía. Una vez que han logrado salir de su adormecido estado latente –a partir de julio y agosto– el despliegue cromático parece no tener fin y transforma el desolado paisaje de piedra y arena en un colorido tapiz. A este bellísimo fenómeno se lo conoce como el “Desierto Florido” y en las últimas décadas se ha repetido en 1991, 1995, 1997, 2000, 2002 y 2004.
El primero en estudiarlo fue un naturalista francés llamado Claudio Gay, quien luego de varios intentos logró contemplar este frágil y efímero ecosistema en 1840. Después comenzaron a llegar visitantes aislados que conocían el extraño prodigio y recién a mediados de los ‘80, tras la publicación en revistas especializadas y periódicos, se transformó en un verdadero atractivo para miles de visitantes. Sin embargo, la popularidad trajo aparejados efectos colaterales no deseables que dañan lugares tan delicados como éste y, lamentablemente, algunas personas utilizan sus vehículos para desplazarse por el mismo desierto florido. Por eso es fundamental circular solamente por los caminos señalizados y, obviamente, no pisar ni cortar las flores ya que ello interrumpe el ciclo normal de desarrollo. Tampoco vale la pena extraer bulbos para su reproducción, ya que la mayoría de las especies florales –cerca de 200– son endémicas, es decir que sólo existen en esta región geográfica y no se desarrollan fuera de ella. Además, ¿no están mejor embelleciendo un desierto que aplastadas en un libro?
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