Domingo, 4 de noviembre de 2007 | Hoy
KIOTO > JAPóN
La vieja ciudad medieval conserva como ninguna otra las tradiciones japonesas. Salvada de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, preserva parques y palacios en estado original.
A la caída de la tarde, cuando las sombras se adueñan de las aguas del Kamogawa, las terrazas de madera levantadas sobre su margen izquierda se iluminan con farolillos que apenas permiten distinguir a los comensales que ocupan los apartados de los exquisitos restaurantes que tienen verandas sobre este río que atraviesa Kioto. Con frecuencia, sin embargo, las penumbras se esclarecen con el brillo de las sedas de los quimonos y de los adornos del tocado de las geishas, empeñadas en deleitar con sus ancestrales artes a quienes pueden permitirse gastarse una pequeña fortuna para contratarlas.
La antigua capital imperial de Japón, hoy convertida en el corazón espiritual del país, tiene todo el hechizo de la belleza, la armonía y el misterio de estas elegantes mujeres –mitad danzarinas y actrices, mitad meretrices– que hicieron de la conversación un arte con el que liberar de sus preocupaciones a los hombres de las altas esferas de la sociedad japonesa.
Kioto es la Roma del Imperio del Sol Naciente. Un entramado de templos y edificios históricos fundido en el tráfico de una ciudad moderna de casi millón y medio de habitantes, a la que dan vida su prestigiosa universidad y la pasión de los japoneses, que acuden por decenas de millones cada año por su patrimonio cultural y por el arte de la jardinería.
Ensimismada en sus tradiciones, Kioto no imaginó jamás que en 1997 saltaría aún más a la fama mundial al prestar su nombre al protocolo con el que Naciones Unidas pretende reducir las emisiones de los gases de efecto invernadero que provocan el calentamiento global y el cambio climático, que amenaza la supervivencia del planeta.
Más de 2000 templos y santuarios salpican la ciudad y las colinas de tupidos bosques que la circundan. Una atmósfera de recogimiento y placidez impregna el conjunto, pese a ser el gran polo de atracción de los turistas japoneses, que viajan a Kioto con la misma fe con que se asiste a una peregrinación y disfrutan de cada una de las explosiones de color que se producen según la estación del año, que concluye cubriendo la ciudad con un manto de inmaculada nieve.
Hay quienes, como Shotaro –de 58 años y profesor de inglés en la vecina Osaka–, sostienen que para entrar con sosiego en la edad madura hace falta empaparse del otoño de Kioto, deleitarse con sus jardines y dejar que el alma se inunde de la furia del rojo y el amarillo, templada en la profundidad de los verdes perennes. Obsesionado por la rebeldía de sus jóvenes alumnos y por la “defensa errónea que los actuales padres japoneses hacen del mal comportamiento de sus hijos”, Shotaro sube con frecuencia a uno de los trenes que comunican las dos ciudades, cierra los ojos, medita y se sorprende vagando hacia la calma de un templo.
Shotaro es sintoísta, practica la religión mayoritaria en Japón, pero su espíritu se aplaca igualmente en la quietud de los ambientes del budismo zen y en la contemplación de sus famosos jardines secos, compuestos tan sólo con grava rastrillada y piedras, y cuya estética comienza a extenderse por Occidente. El más conocido de ellos es el del templo Ryoan, de 1473. Símbolo de la simplicidad absoluta, se trata de un rectángulo con 15 rocas distribuidas en tres conjuntos de siete, cinco y tres, colocadas sobre un mar de grava. Su peculiaridad estriba en que siempre hay una piedra que se escapa a la visión.
Los males de Shotaro afectan a buena parte del profesorado nipón, muchos de cuyos miembros ni entienden a la juventud actual ni logran hacerse respetar, lo que les produce fuertes depresiones. “En el Japón de hoy comenzamos a ver los efectos negativos de la importancia que se concede a la libertad personal y al individuo. Nuestros educadores son incapaces de ejercer el liderazgo o la autoridad. Sería ideal redescubrir las rigurosas normas sociales de la era Edo (1603-1868) y la forma en que se inculcaba a los jóvenes”, afirma el escritor Nakamura Akihiko en el bimensual Cuadernos de Japón.
Nakamura, conforme al despertar nacionalista que vive el país, sostiene que “el pasado de Japón fue superior al presente en muchos sentidos”, y que ha llegado el momento de acabar con la “visión infantil de la historia como un avance hacia el progreso y de comenzar a apreciar el legado del Imperio del Sol Naciente”.
En esta necesidad apremiante de muchos japoneses por volver a la esencia de sus tradiciones, Kioto ocupa un lugar relevante. Todo su esplendor se lo debe a la era Edo, conocida como el shogunato. Fue entonces cuando el emperador se vio sometido a la dictadura de los shogun (señores de la guerra). El primero de ellos fue Tokugawa Ieyasu, que unificó el poder sobre las 4000 islas del archipiélago, estableció su cuartel general en Edo, el actual Tokio, y cerró el Estado y sus puertos a la agresiva presión de Occidente.
Aislada de influencias exteriores perturbadoras, la cultura japonesa encontraba en la capital imperial un impulso en el que fundía sus raíces chinas para desarrollar una creatividad inigualable. Arquitectos, pintores, poetas, músicos, tejedores y los mejores artesanos del imperio se concentraron en Kioto y erigieron la mayoría de los palacios y templos que imprimieron un carácter singular a la ciudad y la convirtieron en una joya única en el mundo.
Afortunadamente, Kioto no sufrió los ataques con bombas incendiarias que destruyeron barrios enteros de Tokio durante la Segunda Guerra Mundial, lo que permitió que la mayoría de las construcciones de la era Edo se conserven. Muchas fueron levantadas sobre las ruinas de otras arrasadas o incendiadas durante el caótico período de guerras anterior a la fundación del shogunato. La Unesco ha declarado patrimonio de la humanidad trece templos budistas, tres santuarios sintoístas y la fortaleza de Nijo, edificados o remodelados en los casi tres siglos de paz transcurridos hasta la restauración Meiji (1868), cuando la capital imperial se trasladó definitivamente a Tokio.
La paz establecida por el shogun Tokugawa propició también el florecimiento de las ideas y la filosofía, el sincretismo de creencias religiosas y la pasión por los jardines como paisajes del interior de uno mismo, cuya contemplación apacigua las almas. El fluir de este refinamiento tuvo un impacto decisivo en el bushido, el código de conducta de los samurais, que a partir de entonces concedieron una gran importancia al cultivo del espíritu.
En estas circunstancias, no extraña que Kioto alumbrara la figura de la geisha, cuya misión tuvo desde el principio un doble objetivo: el descanso y la ilustración del guerrero. La ciudad, planificada en barrios delimitados por el estatus social, estableció los distritos de los placeres –karyukai, literalmente: enclave de la flor y el sauce–, en los que ejercían estas damas del arte de la seducción. Se dice de ellas que han de ser “bellas como una flor y elegantes, flexibles y fuertes como un sauce”.
Gion, en la orilla oriental del río Kamo, sigue siendo el karyukai más famoso de Japón, pero la arquitectura moderna, el tráfico y los nuevos locales nocturnos de recreo han destruido en gran parte su encanto tradicional de casas de madera en las que se criaban y formaban las maiko o aprendices de geisha. En Kioto apenas quedan un centenar de geiko –geisha, en el dialecto local– y unas ochenta maiko. “A medida que iba consolidándome en la profesión, me sentía cada vez más decepcionada por la intolerancia de nuestro arcaico sistema”, cuenta Mineko Iwasaki en su libro Vida de una geisha. Lo publicó en 2002, después de denunciar por “difamación, incumplimiento de contrato y violación de los derechos intelectuales” a Arthur Golden, el estadounidense que escribió Memorias de una geisha. Este espectacular éxito de ventas a escala mundial fue fruto de las revelaciones de Mineko, si bien ésta asegura que Golden se comprometió a no revelar su identidad y no lo cumplió.
Rodada parcialmente en Kioto, el norteamericano Rob Marshall llevó a la gran pantalla en 2005 Memorias de una geisha, protagonizada por la actriz china Zhang Ziyi, desatando una fuerte polémica tanto en Tokio como en Pekín. Los japoneses no entendieron por qué se había elegido a una china para interpretar a una geisha, y la República Popular optó por prohibir el filme argumentando que así se traía a la memoria el horror de las esclavas sexuales utilizadas por el Ejército nipón durante su agresión a China en los años treinta y cuarenta del pasado siglo. En Occidente, sin embargo, el filme fue un éxito clamoroso, lo que tanto chinos como japoneses interpretaron como una muestra más de la superficialidad de los occidentales sobre la complejidad oriental.
El tiempo de deleite de las geishas y de las maiko se mide en minutos, por lo que sólo tienen acceso a ellas los hombres con grandes recursos económicos. Hasta febrero de 2002, ninguna mujer se había adentrado jamás en el mundo exclusivo masculino de las geishas, con la excepción de algunas extranjeras que acompañaron a sus maridos después de que el Imperio del Sol Naciente fuese derrotado y ocupado por Estados Unidos en 1945. Nadie puede acudir a un ochaya, salón de banquetes donde maiko y geishas entretienen a los comensales, si no es introducido por un socio.
La crisis económica que azotó Japón desde principios de la década de los noventa hasta hace apenas un par de años redujo considerablemente el número de clientes de los enclaves de la flor y el sauce. Muchas casas de geishas (okiya), también conocidas como casas de té, cerraron y otras se reciclaron. En Kioto, las geiko permanecen apegadas a la tradición y hay que sentirse afortunado si se logra verlas desde lejos. Pero en abril, cuando la antigua capital vive la explosión de colores que la primavera pinta en el manto de sus incontables jardines, geiko y maiko actúan en público en los festivales de Miyako Odori, o Bailes de los Cerezos. Ataviadas con sus espléndidos quimonos de cola y adornos, que pesan unos veinte kilos, sus vistosas danzas embelesan a quienes tienen la suerte de hacerse con una entrada para el espectáculo.
En Tokio, sin embargo, se impuso el pragmatismo, y la compañía Hato Bus buscó al acervo más exclusivo de la cultura japonesa una salida más acorde con los tiempos que corren. Esta empresa turística llegó a un acuerdo en 2002 con uno de los tres karyukai que aún existen en Tokio e irrumpió con sus turistas en uno de los mundos más misteriosos del país. Japonesas y japoneses de todas las edades y condiciones, además de algunos extranjeros, acuden desde entonces a las cenas que, amenizadas por 10 geishas y maiko, organiza la Casa de los Cerezos del karyukai de Mukoyima. En este distrito del norte de la capital nipona aún viven 140 geishas.
En 2004, a sus 69 años, Senyume, que presumía de haber sido “la geisha más famosa de Tokio”, accedió a darme una de las escasísimas entrevistas que conceden estas damas, y durante una hora, en la que dejó entrever su desconfianza hacia el futuro, me relató los pormenores de su profesión. Llevaba un espléndido quimono de seda cruda con flores en tono verde pálido, pero ya no se emblanquecía la cara con polvos de arroz, ni se decoraba la cabeza. Senyume también había dejado de bailar, “porque la danza de las geishas requiere un enorme esfuerzo muscular”, pero seguía tocando el shomisen, una especie de violín de tres cuerdas, y al cantar, aún moldeaba la voz de manera que la melodía parecía protegerse de cualquier agitación externa.
Las geishas son fruto de la compleja sutileza de la sociedad japonesa, que fija uno de sus cánones de belleza y sensualidad en la longitud y flexibilidad del empolvado cuello de esas exquisitas damas. “Desgraciadamente, nos encontramos en vías de extinción. Para ser geisha se necesita una dedicación, una paciencia, una voluntad y una humildad de las que carecen las jóvenes de hoy día”, afirmó Senyume con cierta melancolía.
En todo Japón ya no quedan más de mil geishas y, según Senyume, “la tradición se extinguirá en unos quince años, porque ya nadie quiere someterse al duro estudio y entrenamiento que requiere su formación”. Nacida en la Casa de los Cerezos, Senyume asegura que instruyó a 10 geishas y que todas abandonaron esa okiya. El pesimismo de la maestra, sin embargo, no era compartido por Kofuku, una maiko de 26 años que estudió ingeniería y amplió estudios en Inglaterra y Estados Unidos. En un inglés fluido y melódico, Kofuku señala que “fue el conocimiento de otros países lo que me hizo valorar la tradición japonesa”.
Pero el atractivo de Kioto reside sobre todo en la riqueza de su arquitectura, cuya creatividad se despliega tanto en los edificios religiosos y civiles como en sus famosos jardines. Su sofisticada estética es la mejor representación de la filosofía japonesa, que se nutre del sincretismo de los distintos credos. “El sintoísmo está profundamente marcado por los principios animistas en torno de los que se cohesionó la sociedad nipona. Los animistas toman sus deidades de la naturaleza; por eso, la deidad que el budismo zen atribuye a la piedra fue aceptada con suma facilidad”, afirma el monje Yoshinori Sogi, de 61 años. Según el máximo responsable del santuario sintoísta de Goko, fundado al sur de Kioto en el siglo VIII, el sintoísmo es un conjunto flexible de creencias populares “encauzadas en una espiritualidad en la que el ritual juega un papel fundamental”.
Divididos entre el amor a sus raíces y los beneficios económicos que deja el turismo, los habitantes de Kioto impulsaron la promulgación, hace dos años, de la ordenanza más estricta de Japón en cuanto a la protección del paisaje urbano. La norma, que entró en vigor el mes pasado y reduce a 15 metros la altura máxima de los edificios en el centro histórico, limpió la ciudad de vallas publicitarias luminosas y eliminó los carteles de neón de los techos de sus edificios.
Así, la vieja ciudad que dio a luz el Protocolo de Kioto se reinventa ecológica y sobre todo respetuosa con el medio ambiente, con su paisaje, su historia, sus monjes, sus templos y sus colores. Con la flor y el sauce del Japón eterno.
Exclusivo de El País Semanal para Página/12.
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