Domingo, 4 de mayo de 2008 | Hoy
RUSIA > LA CIUDAD DE BARENTSBURG
Barentsburg es un lugar desolado en el archipiélago de las islas Svalbard, las más septentrionales del planeta. Situada a mil kilómetros de la latitud cero norte, es un enclave estratégico para estudiar los cambios climáticos del planeta.
Por Jose Manuel Abad Liñan*
Que Rusia quiere para sí el Polo Norte es bien sabido desde que plantara allí, a 4261 metros de profundidad, una cápsula de titanio con su bandera. Pero no es tan conocido que la ciudad rusa más cercana a la latitud cero norte, a sólo 1000 kilómetros, se sitúa en realidad en territorio de soberanía noruega, en el archipiélago de las Svalbard, un desierto congelado donde seis de cada 10 kilómetros cuadrados de terreno llevan siglos enterrados bajo glaciares y nieve. Son las islas habitadas más septentrionales del mundo, ocho veces más extensas que las Canarias, aunque acogen a poco más de 2000 personas. Son también una de las puertas al océano Glaciar Artico, que este año ha alcanzado un record: nunca antes se había derretido tanto hielo sobre sus aguas desde que se dispone de registros fiables.
Los rusos levantaron Barentsburg en el año 1932 para arrancar trozos de carbón a una tierra gélida donde los únicos árboles crecen en tiestos dentro de las casas. No hay agua potable. Hay que cruzar al otro lado del Gronfjorden, el fiordo verde, para sacarla de las cumbres nevadas del Hombre Durmiente, una montaña que dora el sol de medianoche. Barentsburg se queda a oscuras totalmente desde el 26 de octubre hasta el 15 de febrero de cada año.
Se ideó para 3000 habitantes, pero hoy apenas viven en ella entre 400 y 600 personas. Otros dicen que 800. En Barentsburg apenas se ve gente, y la que hay está bajo tierra, trabajando en la mina. La ciudad es el poblado fantasma de un imposible western pos-soviético, con sus edificios de madera desvencijados y su piscina de agua salada comida por el verdín. (...)
Y si en Barentsburg apenas hay gente, tampoco hay listas de espera en su hospital, con tres plantas, dos enfermeras y cuatro médicos. El director, Oleg Dubóvik, tiene 25 años y ha llegado desde Moscú para tres meses. Muestra con orgullo las instalaciones; anticuadas, pero impolutas. Todo parece en su sitio, pero ¿dónde están los pacientes? “Tenemos un único ingresado y le hemos cogido mucho aprecio.” ¿Por qué está aquí? Tarda un poco en contestar: “Sufre depresión”. (...)
Para los vikingos, Svalbard era “la costa fría”, y de ahí se deriva su nombre. Barentsburg debe el suyo a un marinero holandés que jamás pisó esta tierra, Willem Barents. Atisbó la costa de Svalbard hacia 1596 mientras buscaba, sin éxito, el ansiado paso noroeste del Atlántico al Pacífico. Curiosamente, aunque los rusos bautizaron la ciudad con el nombre del holandés, defienden que los primeros asentamientos fueron de cazadores de ballenas rusos.
Ingleses, daneses, noruegos y rusos se disputaron durante tres años esta costa por las ballenas y la hegemonía sobre las islas. A finales del siglo XIX, los estadounidenses se interesaron por este inhóspito lugar al haberse descubierto minas de carbón. El tratado de Svalbard de 1920 reconoció la soberanía limitada de Noruega sobre el territorio y puso paz en el asunto al permitir la explotación minera a compañías extranjeras. Ahora se abre de nuevo el capítulo de las reivindicaciones territoriales sobre las aguas del Artico. De la codicia por las ballenas y el carbón al ansia por los hidrocarburos.
Ajenos a la trifulca, a los tímidos mineros con dentaduras de oro de Svalbard no les interesa el pasado de una ciudad en la que sólo pasarán unos años. Viven en el último enclave ruso en las islas. En la época dorada de la minería del carbón, el optimismo soviético campaba a sus anchas en otros asentamientos, como Grúmant o Pyramiden, pero Grúmant cerró en 1961 y Pyramiden fue abandonada en 2000. Son ciudades fantasmas comidas por el hielo.
¿Creen los habitantes que Barentsburg correrá la misma suerte que los otros enclaves? “Aquí no va a pasar, nos han prometido que Moscú limpiará la ciudad el año que viene”, dice Oleg, el guía local. En esa esperanza está su futuro. Durante el verano pasea a un puñado de turistas que pagan 150 euros de trayecto en ferry por visitar durante una hora y media la ciudad. Oleg se atreve a hablar de revitalizar la zona con el turismo si las temperaturas siguen subiendo. Cada año, la nieve se derrite en Barentsburg un poco antes. En 2007, en junio. “Antes era imposible que en un día de invierno hiciera más de diez grados bajo cero, y ahora es normal.”
Pero quizás en la carrera por la conquista del Polo Norte se encuentre la clave del futuro. Rusia no se permitirá perder este asentamiento, aunque las minas noruegas produzcan mucho más que las de Barentsburg. Las explota el monopolio público ruso, Arcticugol, cuyo director recibe a los forasteros en calidad de sheriff local. Los directores de la mina son, junto con el cónsul, la máxima autoridad en este fósil de la guerra fría en época de calentamiento global.
Boris Nagáyuk es un hombre corpulento y hosco que 36 de sus 50 años de vida los ha pasado en una mina. Habla mirando al suelo. Sus manos están manchadas de carbonilla. Su mayor temor es que se repita el incendio que en 1997 acabó con la vida de 24 mineros. Pero habla de su mina con jactancia: “Tenemos 33 kilómetros de galerías, una a 560 metros de profundidad; extraemos carbón 24 horas al día en turnos de seis horas”. El carbón sale para Múrmansk y Rostov, pero también para Italia, Portugal y España. ¿Es rentable esta mina en comparación con las noruegas? “Por supuesto. Obtenemos 120.000 toneladas al año. Aquí no va a pasar como en Pyramiden, tenemos mina hasta 2020 por lo menos”, dice.
Otra empresa fantasma se esconde en el taller textil nacido al calor de la mina, donde ya no se tejen uniformes de minero como antaño, sino tradicionales vestidos infantiles noruegos para la exportación. Los cosen 10 mujeres, esposas de mineros, reciclando cortinas viejas.
Barentsburg está casi aislado del resto del mundo. Y del resto de su propia isla. No hay carretera entre la ciudad y Longyearbyen, que con sus 1800 habitantes es la sede del gobernador de Noruega. Las calles de la ciudad semejan una maqueta gigante de Lego, una localización ártica para nuevos capítulos de Doctor en Alaska, una reserva climatizada y aséptica para mineros noruegos que ganan diez veces lo que sus colegas rusos y funcionarios que no pueden pasar aquí más de seis años antes de ser obligados a poner pie en la metrópoli. Es la cara europea de Svalbard, con sus tiendas de regalos sin IVA y sus restaurantes para que los recién casados de Oslo o Bergen se gasten las coronas en cenas a base de carne de ballena o cecina de foca.
La vecindad de rusos y noruegos se aprecia de manera distinta a un lado y otro de la isla. “Nosotros no somos ni rusos ni noruegos, todos somos polárniks, polares”, afirma orgulloso Oleg.
Los rusos, por ejemplo, aseguran que ambas comunidades se llevan bien. Incluso se hacen competiciones deportivas. “Jugamos al fútbol..., aunque siempre ganan los noruegos”, afirma un joven. En la oficina del gobernador de Longyearbyen se muestran más que parcos al valorar las relaciones vecinales: “Los vigilamos para que no emitan más CO2 del permitido. Bueno, también nos preocupamos porque tengan medicamentos y ropa para el invierno”, afirma la funcionaria. Aunque al menos ahora les dejan pisar la ciudad noruega. La guerra fría lo fue más en este lugar helado; cuenta Mijaíl, un minero veterano, que la única manera de que un ruso pudiera pisar Longyearbyen era acompañado de un agente del KGB.
Siempre hubo muchos más rusos que noruegos en Svalbard. Hoy, cuando se le insinúa que Barentsburg está en decadencia frente a Longyearbyen, Oleg manda abrir la tienda de recuerdos, Estrella Polar, donde, además de gorros militares con falsas insignias soviéticas o matrioskas con la cara de Putin, se puede comprar un libro de fotografías sobre la historia de la ciudad. Pero nada de lo que reflejan existe ya. Eso sí, el libro da a conocer un aspecto discreto de las islas, el interés científico que Svalbard ha suscitado durante años a los exploradores de la Academia Rusa de Ciencias: geólogos, arqueólogos, meteorólogos, glaciólogos, etcétera.
En la sede de la Academia, apenas hay diez científicos. Entre ellos, uno de los expertos en glaciares más veteranos del mundo, el profesor Evgény Zínger. Para entrar en la sede de la Academia obligan a descalzarse y a andar por un suelo empapado en agua helada. Zínger está en su despacho-dormitorio, con paredes forradas de recortes de periódico que reseñan expediciones como la primera que realizó para descubrir el porcentaje de hielo que cubre las islas. Adora Svalbard: “Todos los tipos de glaciares están aquí representados, incluso en el noreste (de las islas) los hay de tipo antártico”. Desde mucho antes de que alguien escribiera las palabras “cambio climático”, desde hace 42 años, el profesor lleva observando si los glaciares crecen o se reducen: “No nos cabe duda de que se están reduciendo. De un año para otro, ya se nota”. Pero Zínger no parece amigo de alarmismos: “Una cosa es el cambio climático global y otra el cambio local”, afirma junto a una ventana que da al fiordo. “Mire ahí. Estamos muy cerca del estrecho de Fram, el paso más profundo del Atlántico al Artico. Por aquí entran en el Artico las corrientes de agua cálidas del Caribe y salen las frías. Este lugar es clave para entender el clima de nuestro planeta.” z
* El País Semanal.
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