Domingo, 8 de junio de 2008 | Hoy
USHUAIA > HISTORIAS DE CáRCELES Y NAUFRAGIOS
El recorrido por las salas del museo es como un viaje por la historia de Tierra del Fuego. Objetos, documentos y fotos de los pobladores aborígenes, de las misiones anglicanas, de legendarios naufragios y de famosos presidiarios.
Deslumbrados por los imponentes paisajes fueguinos, muchos viajeros suelen pasar por alto el museo de historia de Ushuaia, llamado Del Fin del Mundo. Y se pierden por eso de conocer las increíbles historias que encierra el último confín.
Al ingresar en la Sala Etnias y Viajeros del museo, lo primero que llama la atención es el imponente mascarón de proa de la nave “Duquesa de Albany” que naufragó en las costas de Tierra del Fuego en 1893. El mascarón está virtuosamente tallado en madera con la cara de la duquesa, esposa del príncipe Leopoldo, octavo hijo de la reina Victoria de Inglaterra.
El velero de tres palos y dos cubiertas “Duquesa de Albany” llevaba bandera británica cuando varó al sudoeste de la Isla Grande de Tierra del Fuego el 13 de julio de 1893. Venía de Río de Janeiro rumbo a Valparaíso, con una tripulación de 27 hombres. El naufragio ocurrió a la madrugada frente a las costas de la Caleta Policarpo por razones desconocidas. Una de las hipótesis es que el “Duquesa de Albany” sería uno de los tantos casos de barcos a vela naufragados a propósito en el finis terrae para cobrar el seguro. A fines del siglo XIX, las compañías marítimas estaban cambiando los barcos a vela por otros a motor, y acostumbraban a comprar un seguro antes de mandarlos a pique en lugares remotos a donde los peritos no podían llegar.
La tripulación del “Duquesa de Albany” sobrevivió completa y el casco del barco aún permanece junto a la costa, con su llamativo mascarón de proa intacto, una pieza que en aquel tiempo tenía un carácter totémico y supersticioso. Allí quedó el buque abandonado en medio de la nada, hasta que en 1969 un estanciero de apellido Lynch se llevó la cabeza del mascarón a su estancia. A mediados de los ‘70 la denuncia judicial de otro estanciero permitió recuperar el mascarón, que finalmente fue entregado al director del Museo del Fin del Mundo. Junto con el mascarón se exhiben en el propao y un ojo de buey del barco.
EL SUEÑO DEL ORO La segunda historia que cuentan los guías del museo es la del rumano judío Julio Popper, quien llegó hasta el “fin del mundo” desde Río de Janeiro atraído por una efímera fiebre del oro que se desató en 1885 después de un pequeño hallazgo en las costas del Cabo Vírgenes. Aquel ambicioso aventurero que se hacía llamar El Rey del Páramo, tenía una oratoria sobresaliente que le permitió ganarse los favores del gobierno argentino y de numerosos accionistas porteños que apostaron a la creación de la Compañía Anónima Lavaderos de Oro del Sud. Una vez en Tierra del Fuego, Julio Popper acuñó sus propias monedas de oro para uso local –con su nombre unas y con el de la compañía otras–, y creó un ejército privado que expulsaba a otros buscadores de aquella zona sin ley, y exterminaba a cualquier aborigen molesto que se les cruzara en el camino. Además Popper diseñó una tecnología propia a la que llamó pomposamente “la cosechadora de oro”, que removía la arena de la costa. Sin embargo, el oro no era tan abundante y su extracción no compensaba los gastos, así que la compañía fue disuelta en 1892 sin que los accionistas recuperaran la inversión.
Además de los retratos del excéntrico Popper, se exhiben en el museo las monedas con su nombre, un viejo horno de fundición de oro, estampillas con la cara de Popper, la patente de “la máquina cosechadora de oro” y las fotografías originales de las expediciones del aventurero, acaso el documento más valioso de las vitrinas referidas a este trotamundo.
La Sala 3 del museo está dedicada a la Colonia Penal al Sur de la República (o Cárcel del Fin del Mundo). Este penal ideado por el Presidente Roca en 1883 surgió de la necesidad de repoblar las inhóspitas tierras patagónicas después de haberlas despoblado de indígenas. Como los voluntarios para venir a Tierra del Fuego escaseaban, se decidió enviar una colonia de presos, quienes por supuesto no tenían la posibilidad de elegir. La iniciativa fue por cierto efectiva, ya que alrededor de la cárcel surgió un poblado que subsistía gracias a la prisión.
Se trataba básicamente de un penal de reincidentes, independientemente de la gravedad de los delitos. Por ello convivían allí un asesino serial de niños como el Petiso Orejudo, con un ladronzuelo de Puerto Madryn que había robado cinco veces una gallina. En el Museo del Fin del Mundo se exhiben uniformes originales de presos y carceleros, y toda clase de artesanías confeccionadas por los condenados, quienes se las vendían a la población del lugar. En las vitrinas hay cigarreras, cortaplumas, bastones, juegos de ajedrez, cartuchos de bala labrados y hasta un insólito fósforo de 3 centímetros que tiene escritas en tinta las estrofas del Himno Nacional, plasmadas allí con un pelo de foca como pincel.
Entre las fotos de algunos presos célebres, está la de Simón Radowitzky, el anarquista que arrojó una bomba al comisario Ramón Falcón. Los guías cuentan que era muy querido dentro del penal por su solidaridad extrema con los demás presos. Radowitzky lideró una huelga para suprimir la tortura, y además donaba el dinero que le mandaban sus compañeros anarquistas para ayudar a los enfermos de la cárcel. Pero la historia más increíble fue la de su fuga de este penal sin muros. El 7 de noviembre de 1918 los diarios del país anunciaron la celebrada noticia: Simón Radowitzky se había fugado de la Cárcel del Fin del Mundo vestido de guardacárcel por el lugar más obvio: la salida. Y lo hizo con la ayuda de algunos compañeros políticos que contrataron a Pascualín Rispoldi, conocido como “el último pirata del Beagle”, dedicado al contrabando de alcohol. Radowitzky se dirigió a la Bahía Golondrina y se embarcó en la goleta “Sokolo”, donde lo esperaban el pirata y sus amigos anarquistas. Así estuvo veintitrés días navegando por los canales del sur de Chile, hasta que la marina de ese país lo capturó a 12 kilómetros de Punta Arenas. El militante ácrata fue el único preso que logró escaparse del penal por cierto tiempo. Hubo otros que también lo hicieron, pero se cree que murieron en el mar, ya que nunca volvieron a aparecer.
MISIONES ANGLICANAS Y SALESIANAS Los primeros hombres blancos que se instalaron en Tierra del Fuego –hoy dividida entre Chile y Argentina– fueron misioneros anglicanos y salesianos. Según el guía, resulta curioso pensar que el sueño de un místico italiano del siglo XIX pueda haber tenido repercusiones tan concretas en el extremo más inhóspito del continente americano. El cura, conocido como Don Bosco, soñó en 1859 con “una región salvaje y totalmente desconocida, que era una inmensa llanura, toda inculta, en la que no se divisaban montes ni colinas, pero en sus confines, lejanísimos, se perfilaban escabrosas montañas, y habitaban turbas de hombres casi desnudos, de una estatura extraordinaria, de aspecto feroz, cabellos ríspidos y largos, de tez bronceada y negruzca, y cubiertos sólo con amplias capas hechas con pieles de animales, que les caían de los hombros”. En su onírico relato, Don Bosco vaticinó que “cuando los misioneros se acercaron para predicar la religión de Jesucristo, los bárbaros, apenas los vieron, con furor diabólico, con un placer infernal, les saltaron encima, los mataron y con inhumana saña los descuartizaron, los cortaron en pedazos y elevaron los trozos en la punta de las lanzas”. A pesar de semejante premonición, los primeros misioneros salesianos se aventuraron en tierras patagónicas muy pronto y en 1883 el Vaticano creó el Vicariato Apostólico de la Patagonia Septentrional. Al igual que políticos, científicos y militares de la época, el objetivo de los salesianos era transformar la naturaleza “salvaje” del indio, sólo que aplicando el método de la evangelización. La primera prefectura salesiana tuvo su sede en la zona de Punta Arenas, en una reducción de trabajo instalada en la isla Dawson, donde habitaban los alacalufes. Sin embargo, en pocos años, los salesianos terminaron asistiendo a la agonía de los pueblos originarios de la Patagonia.
Pueblos originarios Entre los materiales más valiosos del museo hay una completa muestra fotográfica que incluye, por ejemplo, a integrantes del pueblo ona o selknam, a quienes se los ve cubiertos con pieles de guanaco junto con sus mujeres orgullosamente gordas, “síntoma” de que su marido era un buen cazador. Los onas fueron exterminados en gran medida por los buscadores de oro, quienes los mataban para raptarles a las mujeres.
Cuando se apaciguó la “fiebre del oro”, los blancos comenzaron a cercar las tierras donde los aborígenes cazaban guanacos, e instalaron sus ovejas. Entonces los onas se dedicaron a cazar ovejas y los estancieros a cazar onas. Fue tal el exterminio que se ofrecía incluso una recompensa por cada par de orejas onas. De esa forma, la población autóctona, calculada en 2 mil integrantes, se extinguió para siempre.
En las vitrinas se exponen muestras arqueológicas de aquellos pobladores originales del extremo sur del continente, donde se ven reproducciones de canoas y cestería yámana, y otros elementos de la vida cotidiana como pedernales, puntas de flecha, arpones y raspadores. Los yámanas eran uno de los pequeños grupos canoeros de la zona del canal Beagle. Sus pequeñas canoas eran de lenga y navegaban totalmente desnudos, cubiertos con una costra de grasa de lobo marino y pasto. Sobre las canoas colocaban armazones de ramas cubiertas de barro con las que mantenían una fogata permanente adentro mismo de la embarcación. Cada grupo familiar tenía su canoa donde viajaban y cazaban juntos, e incluso transcurrían gran parte de su vida sobre las aguas de los canales fueguinos. Allí pasaban entonces sus días, inmunes al frío, con la mujer atrás remando, los niños en el medio cuidando el fuego, y el hombre al frente cazando con un arpón.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.