Domingo, 12 de julio de 2009 | Hoy
NOROESTE > CRóNICA DE UN VIAJE POR LA PUNA CATAMARQUEñA
Antofagasta de la Sierra y sus alrededores: tierra de volcanes, de lagunas de altura, de vicuñas y quebradas lunares. Una de las regiones menos contaminadas del mundo, de colores contrastantes y una vida adaptada a las condiciones extremas.
Por Graciela Cutuli
El oasis de El Peñón, a 60 kilómetros de Antofagasta de la Sierra, acaba de quedar atrás. Atrás quedaron sus callecitas silenciosas, sus casas de adobe, el campo de pastoreo comunitario donde se alimentan los animales sobre una vega bordeada de álamos, y la vista extraordinaria desde el mirador que da hacia las formaciones volcánicas de los valles circundantes. La vista parece no tener fin: y aquí mismo, en esta calma y soledad extraordinarias, se levanta el cementerio del pueblo, apenas un cuadrado rodeado de ladrillos de adobe donde el cielo parece más cerca que en cualquier otra parte de la Tierra.
Poco a poco, la ruta desierta vigilada por la silueta de decenas de volcanes que dibujan en el horizonte manchas violáceas, grises y rojizas nos lleva al pie del volcán Antofagasta. Lo rodea un impresionante campo de lava partida en millones de piedras que tapizan el pie del cono y las laderas: apenas unas matas tímidas de rica-rica, casi doradas entre tanta negrura, brotan entre las piedras. Esta planta típica de la Puna es una de las que se usan, en infusión, para combatir el mal de altura, y sus devotos aseguran que es más efectiva que las también tradicionales hojas de coca. Sobre el flanco del volcán se abre una huella, como una cicatriz ondulante, blanquecina sobre el paisaje oscuro: es la que hay que seguir para llegar hasta la cima, desde donde se divisan la laguna de la Alumbrera, los salares y el vastísimo desierto. Parte del grupo sube, esforzadamente, impulsado por las ganas de descubrir esa vista; otros quedamos al pie del volcán disfrutando del aire purísimo y un sol que atenúa el frío de la altura y el viento. Al bajar, mientras los más audaces retoman el aliento para volver a cruzar el campo de lava, nuestro guía sigue contando leyendas y tradiciones de la Puna: y en un alto del camino, todo el grupo se detiene para hacer una ofrenda en una apacheta, acumulando piedra sobre piedra como homenaje a la Pacha Mama, la generosa tierra que desde tiempos ancestrales brinda sus frutos a pesar de la lejanía y el clima inhóspito.
MEDIODIA EN ANTOFAGASTA Algunos kilómetros más adelante, el clásico cartel verde y blanco de Vialidad anuncia la llegada a Antofagasta de la Sierra, uno de los principales centros de servicios de la Puna catamarqueña, y punto de partida para descubrir una región tan remota como extraordinaria. La primera vista es sobre la Laguna de Antofagasta, un refugio de vida entre la aridez, donde las llamas apenas dan vuelta la cabeza para ver pasar el vehículo y luego vuelven, tranquilas, a su rutina de pastoreo y agua. Luego, la llegada al pueblo: en Antofagasta es mediodía, y el sol ya ilumina con una fuerza que hasta parece dar brillo a las opacas paredes de adobe de las casas alineadas en torno de las calles silenciosas y tranquilas. Es una hora de descanso, ideal para hacer un alto con empanadas y una “sopa a la antigua” en el comedor de doña Eloísa –una casona con patio y jardín donde rápidamente se arman las mesas para disfrutar del aire libre y el cielo de la Puna–. Y al terminar, nos despedimos con un corto paseo por las calles desiertas, donde sólo de vez en cuando se adivina una conversación detrás de las ventanas. Cuando Antofagasta quede atrás, será otra vez el tiempo de la aventura, esta vez para explorar los cañadones donde alguna vez los pueblos originarios dejaron su testimonio de arte y pintura.
QUEBRADA SECA A fuerza de doble tracción, avanzamos a más de 4000 metros de altura entre este paisaje digno de un planeta desconocido. Sólo las vicuñas, que viven en estas alturas extremas, observan con atención el paso del grupo, gráciles y abrigadas por una capa de su valiosísimo pelo. Y de pronto, cuando se aquieta el polvo que levantan los vehículos, el terreno se abre en una profunda grieta a pocos metros de la ruta. Es la Quebrada Seca, y aunque las paredes áridas bien le valen el nombre, al fondo discurre el agua de la vida, que la convirtió en refugio de los pueblos cazadores-recolectores miles de años atrás.
A 4300 metros de altura, la quebrada de arenisca es uno de los sitios arqueológicos más antiguos de la Argentina, de valor no sólo histórico sino también paisajístico y geológico, ya que aquí se pueden apreciar los distintos niveles de erupción que tuvo el volcán Galán, el gigante de la Puna catamarqueña, cuya intensa actividad marcó para siempre los relieves de la región. Con precisión, los guías ayudan a identificar las distintas capas: la primera revela una de las erupciones más antiguas del Galán, hace diez millones de años; le siguen otros estratos más rojizos de unos cinco y dos millones y medio de años respectivamente. Esa última erupción, en forma de ceniza con nubes ardientes, fue la que modeló gran parte del paisaje que estamos viendo hoy: “La ceniza corría a favor de la pendiente, como una colada, a grandes velocidades, arrasando todo a su paso. Una erupción así puede llegar a velocidades de 800 kilómetros por hora, como si fuera una bomba atómica”. La fuerza de la comparación revela la intensidad de aquel fenómeno ahora fijado en el tiempo con la solidez del mineral. Nuestro guía sigue: “Esas nubes ardientes, o flujo piroclástico, con la presión se acumula a veces en quebradas como ésta, de esa roca que llamamos toba. Aquí estamos a unos 30 kilómetros de la caldera del volcán Galán, pero las rocas de la colada llegan a unos 60 kilómetros. Y eso es sólo lo que va corriendo por la superficie, ya que lo que fue expulsado hacia arriba entra en la estratosfera y da la vuelta al planeta”. El Galán alcanza hoy unos 5100 metros de altura, pero antiguamente era un cerro mucho más alto, gigante entre los gigantes de una región donde las dimensiones pierden la escala humana y se calculan en miles y miles de metros: fue el vaciamiento de la cámara magmática, con la presión de la montaña arriba, lo que fue causando su hundimiento dentro de la cámara y su consecuente “achicamiento”. “Lo que quedó el cráter de hoy es prácticamente sólo la punta”; “era un auténtico gigante, como permite adivinar todavía su base de 42 kilómetros de largo, y su caldera volcánica, una de las más grandes del mundo”, cuentan los guías, como si las palabras no alcanzaran para describir tanta inmensidad.
Mientras tanto, en la vega del fondo de la quebrada, los animales bajan a tomar agua. Aquí no hay un solo camino hecho por el hombre: todos los senderos fueron trazados por el paso ágil, liviano y repetido de las vicuñas. Y aquí vivían también, hace miles de años, los pueblos de cazadores-recolectores que desafiaron la altura y dejaron su testimonio en los aleros y paredes de la quebrada.
PINTURAS RUPESTRES Avanzando un poco sobre el flanco de las paredes, no tardan en aparecer las pinturas: y aunque esperadas, no pueden dejar de provocar emoción al pensar en los hombres que las plasmaron, trazando líneas, puntos y círculos, con pigmentos y pinceles improvisados con sus propios dedos. La intensidad del color permite arriesgar la antigüedad: allí donde los trazos casi se confunden en el color arenoso de la roca se calculan al menos unos 4000 años; en las partes más recientes, que conservan mejor el tono rojizo, se puede hablar de unos 500 años. Como en un pizarrón gigantesco, van apareciendo las siluetas de las vicuñas, el suri y las llamas que poblaban sus vidas cotidianas, pero al mismo tiempo aparecen en las pinturas rupestres de la región animales como el mono y la serpiente, ajenos a la Puna, que revelan los movimientos de los pueblos en el tiempo y el espacio. También se ven figuras humanas con máscaras, líneas que se cree que indican los campos de cultivo y los canales de riego, y puntos que tal vez sirvieran como un modo de contabilizar el ganado. Son sólo conjeturas, las mismas que se suscitan ante los farallones de piedra de Peñas Coloradas, a pocos kilómetros de distancia, donde manos desconocidas tallaron petroglifos con figuras humanas y animales. Explorándolas, poco a poco cae la noche. El frío, que se hace sentir apenas el sol se oculta tras los volcanes, impulsa a regresar a los vehículos para recorrer nuevamente los kilómetros que nos separan de El Peñón, atesorando recuerdos e imágenes de una Catamarca tan imponente como remota y solitaria.
Llevar, como para toda excursión en la Puna, buen abrigo, anteojos de sol y calzado de trekking. Si se viaja en vehículo propio, asesorarse en El Peñón y Antofagasta para saber hasta dónde se puede llegar y contratar guías.
Excursiones a Quebrada Seca, Peñas Coloradas y el Salar de Antofalla (requiere otro día completo): Socompa Expediciones. Tel.: 0387-4169130. E-mail: [email protected] / www.socompa.com
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