PORTUGAL > PASEOS DESDE LISBOA
Muy cerca de la capital portuguesa, una visita a tres antiguas edificaciones de Sintra: el Palacio Nacional, el Castelo dos Mouros y el Palacio da Pena. Recorrer sus salones, patios y pasadizos es también un itinerario por el arte, la arquitectura y la historia lusitanas.
› Por Astor Ballada
Sintra es una pequeña villa de casi 30 mil habitantes, en las afueras de Lisboa. No es difícil llegar desde la capital lusitana: sólo hay que tomar un tren desde la estación Rossio y después de unos 40 minutos de viaje se desembarca en esta ciudad-dormitorio, el nombre que dan los europeos a las localidades periféricas habitadas por gente que duerme aquí pero trabaja, compra y sale a divertirse en otro lado.
Cruce de estilos Sin embargo, Sintra es algo más que una mera ciudad-dormitorio, gracias a un pasado de noble linaje. Se lo puede descubrir comenzando el paseo en el casco viejo del poblado, donde se levanta el Palacio Nacional de Sintra, conocido por los lugareños como el Palacio de la Villa. Su sesgo regio se remonta al siglo XVI, cuando se convirtió en la residencia de descanso de la familia real portuguesa.
Pero antes de ser morada veraniega de la nobleza, esta construcción fue ocupada por los moros, por lo que también supo ser el recinto de gerifaltes y alcaldes. Así fue hasta que el rey Alfonso Henriques reconquistó Lisboa, dando inicio a ocho largos siglos de monarquía portuguesa.
A otro rey, Don Manuel, debe este monumento gran parte de su fama. Durante su regencia, entre 1495 y 1521, plasmó una impronta arquitectónica tan distintiva que con el tiempo se llamó “estilo manuelino”, caracterizado por la profusión de ornamentaciones, muchas veces con motivos marítimos. Este palacio es además un exponente del estilo mudéjar, en el que no faltan los azulejos de gran encanto, aquellos que siempre hacen recordar a Granada. Se dio así un cruce de estilos –habrá que sumar el medieval, el gótico y el renacentista, entre otros– que influyó de manera decisiva en la fisonomía actual del edificio: una especie de laberinto en tres dimensiones, en el que salones y habitaciones se comunican a través de una profusión de escaleras verticales y en caracol, y pasillos zigzagueantes que se convierten en pasadizos.
El Palacio Nacional también está rodeado por una exuberante vegetación, otro rasgo distintivo de la zona. Un compendio de bosques húmedos, donde álamos, cedros y robles se alzan hacia el cielo. Vale la pena recorrer los distintos senderos que se abren paso por los caminos de la Sierra de Sintra. Así, avanzando con vocación ascendente y carteles mediante, se descubre que el musgo parece darle pátina de oscura naturaleza vegetal a la piedra, mientras el bosque mantiene su intensidad verde. A los pocos minutos de marcha, el macizo rocoso se transforma en el Castelo dos Mouros, una fortificación de origen decididamente árabe cuya concatenación de torres y paredones de piedra sobre el terreno sinuoso hace que se vea como un microsegmento de la Muralla China.
Por dentro, como comprueba enseguida quien se decide a ingresar en la fortificación, el Castelo dos Mouros no está muy bien conservado. La sensación de herrumbre se impone, pero al mismo tiempo es parte del atractivo. La profusa vegetación también se siente aquí, pero ahora se la ve por debajo, como una inmensa alfombra verde que serpentea con ahínco entre la roca granítica.
En la sierra de Sintra El siguiente destino inexorable de todo visitante de Sintra es el Palacio da Pena (literalmente, “Palacio de la Peña”). Ubicado en lo más alto de la rocosa y exuberante Sierra de Sintra, al Palacio da Pena se llega atravesando un monte: un paseo ideal para los amantes del trekking, que encontrarán en esta visita una razón para amalgamar ejercicio, curiosidad histórica e interés arquitectónico. Y si en el Palacio Nacional había una ecléctica combinación de estilos, aquí lo que salta a la vista es la profusión, mezcla, ensimismamiento y cruce de todos ellos.
Arquitectónicamente hablando, el Palacio da Pena es uno de los lugares más singulares del mundo, que tiene sus admiradores y detractores. A pesar de la impresión que genera a primera vista, no se trata de una edificación antigua. Sus orígenes se remontan a 1836, cuando el entonces príncipe consorte Fernando II de Portugal comenzó a llevar al extremo la costumbre de muchos de sus colegas: traducir caprichos mundanos en pretensiones palaciegas. Caprichos que hablan de un romanticismo de época, con una singular concepción de la naturaleza, la arquitectura y el arte como elementos de evocación.
Desde el siglo XVI y hasta la llegada de Fernando, un príncipe católico de origen alemán casado con la reina María de Portugal, el futuro palacio había sido un convento consagrado a Nossa Senhora da Pena (de ahí el nombre). De espacio religioso a espacio noble: ese fue el comienzo de los vertiginosos cambios arquitectónicos que hoy son su sello, y que tuvieron como alma mater a un arriesgado arquitecto alemán, Ludwig von Eschwege, consagrado a satisfacer los cambiantes deseos del monarca. No es casualidad que Fernando II haya pasado a la historia como el “rey artista”.
Visto de lejos, con la vegetación a sus pies, todo el Palacio da Pena se expresa como un conjunto armónico de una unidad insoslayable, que transmite sensaciones de paz y remanso. Pero las impresiones cambian al ingresar en las salas interiores, donde se confirma que aquella unidad grandilocuente era sólo un espejismo.
El palacio se divide en cuatro áreas: las bases y las murallas exteriores, el convento, el patio de los arcos y la zona palaciega. Y recorrerlas significa descubrir, en clave neo y no siempre en armonía, el agrupamiento de distintos estilos: gótico, islámico, renacentista, colonial, mudéjar, manuelino y hasta rococó. Tampoco hay prejuicios temporales, ya que lo neorrenacentista convive con la capilla del palacio, una obra auténticamente renacentista de Nicolau Chanterenne. Mientras tanto, desentendido de lo religioso, el sensual salón de estilo árabe alterna su excentricidad con la elegante sala de baile donde no faltan los vitrales alemanes..., es que todo vale a la hora de complacer caprichos regios y ejercitar estilos.
La heterogénea diversidad del Palacio da Pena no se refleja sólo en sus numerosas edificaciones superpuestas, sino también en los cientos de disímiles objetos cotidianos que atesora el edificio, por encargo expreso de Fernando II. Desde escobas, jarrones chinos, peines de plata y cántaros hasta inodoros con detalles de madera trabajada, muebles de las más curiosas procedencias y utensilios árabes, en convivencia con otros de origen oriental. Por cierto, estos detalles, ejemplos y curiosidades habrá que atesorarlos en la memoria, ya que en la visita no se permite tomar fotos.
Desde el palacio se divisan, además, vistas inigualables de los jardines inferiores. Tampoco aquí faltó la mano del particular monarca, que además de hacer construir descansos, estanques y fuentes hizo llevar especies vegetales de distintas partes del globo, que todavía crecen y sorprenden, como las tulias gigantes de procedencia desconocida o los rugosos helechos neoceolandeses.
El palacio, con todo su entorno natural, quedó terminado finalmente en 1885: sólo la muerte del infatigable Fernando II pudo poner fin a la obra. Luego, la familia real siguió conservándolo hasta la proclamación de la república de Portugal, en 1910. Desde entonces el Palacio da Pena literalmente descansa, aunque bajo los pasos cotidianos de los visitantes que una y otra vez le recuerdan las luminosas glorias de antaño.
En las cercanías del Palacio Nacional hay una casa donde no se puede entrar, pero que exhibe una placa que invita a ser leída: “Aquí se alojó el escritor de cuentos infantiles del 26 de julio al 8 de agosto de 1866, en su visita a Sintra”. Además de haber pasado buenos momentos con amigos, Andersen dejó una frase que de alguna manera resume los encantos de Sintra: “En este lugar todo extranjero encuentra un pedazo de su patria”. La casa se levanta en la calle Casa do Adro 9, cerca de la Calçada dos Clerigos.
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