Domingo, 3 de octubre de 2010 | Hoy
COLOMBIA. LAS CALLES DE CARTAGENA
Un recorrido por Cartagena de Indias, sobre el Caribe colombiano, siguiendo la historia del nombre de sus calles, que remiten a episodios de la Inquisición, a cuentos de aparecidos y a escenas de realismo mágico, algunas de ellas protagonizadas por el mismísimo Gabriel García Márquez.
Por Julián Varsavsky
La realidad de la anécdota –contada in situ por Jaime García Márquez, hermano del escritor– no le quita cierta magia: “Al doblar por la calle de El Santísimo descubrimos un tramo de 40 metros tapizado por naranjas del mismo color y tamaño, ordenadas de tal manera que era imposible imaginar que fuera producto del azar. En esa ocasión Gabo conducía el automóvil y pasó por encima entre los chasquidos y las explosiones de las naranjas. Nos dio la sensación de que estábamos suspendidos en un espacio de levedad menos denso que el aire. Gabito soltó el timón, me miró sin dejar de apretar el acelerador y exclamó: ‘¡Cuéntalo tú, porque si lo hago yo con seguridad dirán que me lo inventé!’”.
Escenas como la anterior y otras aún más increíbles se vienen sucediendo desde hace 477 años en las calles de la encantada Cartagena de Indias, cuya legendaria muralla colonial nunca pudo ser traspasada por el tiempo. Por algún extraño sortilegio de magia negra, a las puertas de la ciudad quedaron esperando los siglos XIX, el XX y el XXI, mientras adentro sobrevive e incluso florece una estructura arquitectónica colonial casi tan intacta como en los antiguos tiempos de esplendor esclavista.
El trazado de Cartagena escapa un poco a la concepción renacentista de calles rectilíneas que sí tuvieron sus hermanas contemporáneas como La Habana y Ciudad de Panamá. Abundan entonces los callejones no del todo regulares, de los que resultan manzanas asimétricas, y los cruces de calles no resueltos en ángulos rectos. Esa irregularidad le agrega encanto a una ciudad que amalgama edificios y casas con estilos colonial americano, barroco, renacentista, neoclásico y mudéjar andaluz.
En su origen, los nombres de las calles correspondían todos a santas y vírgenes, indicados en cada esquina con carteles de barro cocido que más tarde fueron reemplazados por las placas de mármol pulido con letras floridas que duran hasta hoy. Lo curioso es que el nombre de cada calle fue cambiando varias veces a lo largo de los siglos, según ocurrían los acontecimientos. Y en esos cambios se pueden rastrear algunas de las historias más fascinantes de todo el Caribe colonial.
DE ANGELES Y DEMONIOS La actual Calle de las Damas se llamó Nuestra Señora de los Angeles hasta la tercera década del siglo XVII, cuando terminaron de levantarse las murallas cartageneras. Según Raúl Porto del Portillo, autor del libro Plazas y calles de Cartagena de Indias, al enterarse el rey de la abultada cuenta que tenía que pagar por el trabajo de amurallar la ciudad, tomó un catalejo para ver si una obra tan cara podía verse desde el otro lado del océano. Como no la vio, Carlos VI al parecer decidió evaluar personalmente la muralla de once kilómetros embarcándose de incógnito con algunos colaboradores, todos vestidos de mujer. En su periplo, el monarca se alojó en una casona de la calle Nuestra Señora de los Angeles. Y alrededor de este hecho se tejieron toda clase de conjeturas, como la que afirmaba justamente que aquellas encopetadas damas que habían aparecido de manera misteriosa, para regresar al poco tiempo a España, eran nada menos que el rey y algunos cortesanos. A partir de entonces, Nuestra Señora de los Angeles pasó a ser la Calle de las Damas.
La historia de la Calle de la Amargura se remonta al 17 de junio de 1626, cuando se realizó el segundo “Acto de Fe” preparado con toda pompa por el tribunal del Santo Oficio. Uno de los condenados por hereje fue Pedro Sánchez Mancera (Fray Ambrosio), quien conducido hacia el tablado donde se leían las sentencias dijo a un compañero: “Amigo, resta muy poco para llegar al lugar del tormento; apenas nos falta andar la callecita que viene, que con el tiempo debería llamarse Ruta de la Amargura”.
De las tres calles bautizadas Santo Domingo que hay en Cartagena, una alberga una leyenda de esas que en su época todos tomaban al pie de la letra. Allí mismo se levanta la fachada neoclásica del Convento Santo Domingo, y se cuenta que apenas fue inaugurado el diablo comenzó a aparecérseles en plena calle a los fieles que iban a misa. Pero según las crónicas de la época, la gente se acostumbró a ver al diablo y dejaron de temerle. Irritado, un día el hombre de cola y cuernos llenó de rocas la calle para obstruir el paso. Y ante el bullicio de la muchedumbre, el cura salió de la iglesia descerrajando una frase mágica: “Lucifer, con Dios tú no puedes”. Al mismo tiempo, con un ademán hizo rodar las rocas estrepitosamente. Al milagro le siguieron una carcajada quejumbrosa y un ventoso aleteo que dejó el aire impregnado de olor a azufre.
La Calle de la Portería de Santa Clara, por su parte, se llama así por la entrada principal del Convento de Santa Clara, donde un joven cronista llamado Gabriel García Márquez asistió a la apertura de la tumba de una niña con cabellos largos, noticia que más tarde daría origen a la novela Del amor y otros demonios. En ese libro –que es pura ficción–, una niña poseída por el demonio es internada en ese convento, hoy convertido en un hotel cinco estrellas. Pero los hechos de la vida real que acontecieron allí en 1621 son casi tan increíbles como los avatares de la pobre Sierva María de todos los Angeles, ya que provocaron la retirada de Dios de la ciudad.
Todo comenzó por un diferendo en apariencia menor en el que se enfrentaron las monjas clarisas de clausura con los frailes franciscanos de Cartagena, de quienes dependían administrativamente. Las profesas de Santa Clara se quejaron ante el obispo Benavides y Piédrola por los malos tratos y la fallida dirección económica que recibían de sus tutores franciscanos. El obispo las apoyó, mientras los seguidores de San Francisco se aliaron a los jesuitas y al gobernador. Las clarisas, considerándose independientes, se atrincheraron en su convento y el bando franciscano intentó invadirlas, acompañado de carpinteros y herreros para abrir las enormes puertas de madera. Ante tamaño conflicto, el obispo declaró la cessatio a divinis, es decir que quedaba suspendida hasta nuevo aviso toda actividad religiosa en Cartagena. De alguna manera esto significaba que Dios estaría ausente de la ciudad hasta que se calmaran las aguas, que sin embargo se agitaron cada vez más. Los franciscanos, enardecidos, atacaron el convento y las clarisas se defendieron como leonas. Avisadas de antemano, las monjas prepararon un espeso caldo hirviente y cuando los invasores se acercaron, las hermanas se mostraron dispuestas a todo en las elevadas ventanas, regadera en mano. Cuando se quedaron sin “municiones”, arrojaron piedras e incluso el contenido de sus retretes. Los vecinos, por su parte, dieron apoyo a las resistentes a tiro de arcabuces desde las terrazas. El enfrentamiento duró alrededor de una hora y ante la imposibilidad de invadir el convento, los franciscanos huyeron en retirada.
ACCIDENTADAS CALLES El nombre en el cartel de cerámica ilustra la historia de esta calle con la contundencia de un título periodístico: Tumbamuertos. Originalmente tenía otro más agradable, Nuestra Señora del Popolo, porque según la leyenda colonial en una casa sobre esa calle habitó Pietro Margoli, un italiano alegre que todas las noches se pasaba de vino y salía al balcón a arengar al popolo. El nombre viró al actual a mediados de 1876, cuando una terrible epidemia de gripe arrasó con familias completas, dejando casas vacías sin herederos. La Calle del Popolo estaba entonces en condiciones lamentables, y al parecer varias de los procesiones fúnebres que pasaban por allí rumbo al cementerio tropezaban con los baches y terminaban con el cajón por el piso. A partir de entonces, en el barrio comenzaron a mencionarla como “la calle donde tumban los muertos”. Y no faltó quien descubriera allí un espíritu burlón que gozaba al ver a los difuntos caer despatarrados en el suelo.
Por su parte, la Calle de la Bomba ha generado no pocos debates entre los historiadores cartageneros, ya que en este caso no existen documentos fidedignos como para explicar el nombre. La lógica suposición de que allí una vez cayó una bomba tiene detractores que se preguntan “¿en qué calle de Cartagena no cayó alguna vez una bomba?”. Y esta pregunta es más lógica que la hipótesis que la genera, porque entre 1544 y 1885 la ciudad sufrió ocho largos sitios, algunos victoriosos y otros fallidos. El más famoso de los asedios fue el del almirante inglés Sir Edward Vernon, quien en 1741 llegó con la intención de arrebatarles la ciudad de los españoles con una armada de 23 mil soldados metidos en 186 barcos. Entre los invasores estaba Lawrence Washington, hermano del futuro prócer norteamericano, mientras que del lado de los defensores había apenas 3 mil hombres. A los ingleses les llevó 16 días de combate tomar el Castillo de Bocachica. Pero fueron derrotados en el intento de invadir el Castillo de San Felipe, al tiempo que la disentería comenzaba a hacer estragos en sus tropas, obligándolos a retirarse.
Es así que solamente durante el asedio de Sir Vernon deben haberse arrojado bombas en cada una de las calles de Cartagena. Por eso es más aceptada la hipótesis según la cual a comienzos del siglo XVII había en esa calle un polvorín conocido como Almacén de Pólvora, que más tarde fue trasladado al Castillo Grande por entrañar un grave peligro para la población.
En el barrio de San Diego existe una casa embrujada que perteneció a un hombre cuyo apellido nombra hoy a la Calle de Quero. La historia cuenta que Miguel Quero había heredado una fortuna en monedas de oro, la cual guardaba con celo y avaricia en un enorme cofre de hierro. Una noche, al creer oír ruidos en el cuarto donde guardaba su tesoro, Don Quero encendió un candil y fue a ver qué pasaba. No encontró nada fuera de lo normal, pero no pudo evitar ponerse a contar su riqueza: y con tanta mala suerte, que mientras tenía la cabeza dentro del cofre la tapa le cayó encima, matándolo de un golpe seco en la nuca. Los vecinos, que echaban de menos al señor Quero, sospecharon lo peor cuando un olor nauseabundo comenzó a salir de la casa. A partir de entonces la morada deshabitada cobró mala fama y no había quien se atreviese a acercarse por allí después de la caída del sol. Hasta que una noche un valiente decidió demostrarles a todos que los miedos eran resultado de la fantasía, y encaró hacia la casa desde la esquina del Parque Fernández de Madrid. Pero antes encendió un cigarrillo, y al llegar frente a la casa un hombre le pidió fuego desde el balcón. Sin darle tiempo a reaccionar, una mano larga y huesuda se extendió desde lo alto y le arrebató al valiente el cigarro de un zarpazo, que le hizo perder el conocimiento por el susto. Otro que se le atrevió a la casona embrujada fue un antioqueño sin hogar que solicitó autorización para irse a vivir allí a pesar de los “peligros”. Antes de instalarse se hizo de un revólver, por precaución, y la primera noche que durmió en el lugar se acostó y comenzó a oír ruidos desde el comedor. El hombre le hizo frente al misterio arma en mano. Al cruzar la puerta una sombra pasó delante de él, que disparó seis tiros sin saber a quién. Pero una voz cavernosa le dijo, arrojándole las balas al piso: “A mí no me hacen daño tus balas; ahí te las devuelvo”. Está de más decir que el bravo paisano salió volando por las escaleras para no volver jamás, perdiendo la cordura por el resto de sus días.
Es así que con el correr de los siglos los edificios de toda la Cartagena colonial van cambiando de aspecto, pero el fenómeno no tiene correlato en las calles. A lo sumo pasan de la tierra al pavimento: de un siglo a otro sólo les muta el nombre, según se acumulan las historias cuyo relato se modifica, también, de generación en generaciónz
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