Domingo, 12 de diciembre de 2010 | Hoy
PERU. HUELLAS PREINCAICAS EN LA COSTA NORTE
En el norte de Perú se pueden rastrear las huellas de la civilización mochica, que floreció en tiempos preincaicos. Las huacas, o lugares sagrados, permiten descubrir entierros imponentes como el del Señor de Sipán o la Señora de Cao y testimonios de un arte cuyos rasgos esenciales se prolongan hasta la actualidad.
Por Graciela Cutuli
A unos 20 minutos de Trujillo, la ciudad que marca el comienzo de la “ruta moche” –unos 500 kilómetros al norte de Lima–, una luminosa mañana de noviembre los hermanos García abren la puerta de su taller de cerámica para mostrar a los visitantes los secretos de su arte. Entre moldes y arcilla, entre cacharros e instrumentos musicales que ellos mismos tocan con asombrosa habilidad, una foto muestra en la pared dos rostros casi idénticos. Uno es de Carlos, uno de los doce hermanos; el otro es el que surge de una vasija de cerámica moche modelada, hace cientos de años, por uno de sus ancestrales y anónimos antepasados. “Trabajamos los materiales como ellos, con las técnicas de nuestros abuelos. Esta foto es para explicarles a nuestros vecinos, a nuestros hermanos del país y del mundo, que por más que haya pasado el tiempo, nuestros rasgos, nuestro arte, están presentes”, explican los hermanos. Como si fuera necesario: estos “rostros inconcebibles” –tal el nombre del taller– hablan por sí solos.
En el norte de Perú, junto a la costa del Pacífico, siguiendo el itinerario que va desde Trujillo hasta Chiclayo ésta es la impresión que perdura: el pasado no es cosa del ayer. Es algo vivo y heredado, presente en los sitios sagrados de las culturas preincaicas y en los ritos de sus chamanes, saqueado como las huacas pero también recuperado como los entierros imponentes que de tanto en tanto, como quien halla una perla perdida en el mar, salen a la luz y relucen como el oro desde las entrañas del adobe. Aquí el trabajo minucioso de los arqueólogos permitió recuperar joyas como el ajuar mortuorio del Señor de Sipán y la Señora de Cao, dos emblemas de aquel Perú preincaico que floreció en los primeros siglos de nuestra era. Aquí es oro lo que reluce, y es arena lo que se levanta de la tierra para homenajear a los dioses.
LA HUACA DE LA LUNA Las huellas de la cultura moche están a flor de piel. Esta civilización, que se extendió a lo largo de unos 570 kilómetros por la desértica costa norte de Perú, entre los valles de Piura y Nepeña, dio vida a una sociedad teocrática y militar encabezada por sacerdotes guerreros que dominaban a un pueblo de ceramistas, tejedores, talladores, agricultores y pescadores. Hijos de la tierra, la honraron con una cerámica que está entre las más bellas del antiguo Perú y en la cual representaron no sólo los elementos del sustento cotidiano –el maíz, el pescado, el venado, el lobo marino, las aves del mar y de la tierra–, sino también cada etapa de la vida humana desde la concepción hasta la muerte.
A pocos minutos de Trujillo y del taller, la Huaca de la Luna es el primer sitio a visitar en la ruta moche. Antiguo centro ceremonial dedicado probablemente a Ai Apaec, el dios de las montañas, sus sucesivas capas de ladrillos de adobe se elevan solitarias a poca distancia de la Huaca del Sol, que aún no está abierta para la visita. El trabajo arqueológico se concentra en los sectores ceremoniales, que se están excavando desde 1991 y abrieron al público en 1995. “A esta zona –explica Miguel, el arqueólogo que nos recibe, frente a un grupo de conservadores que rescata con minuciosidad infinita los murales dañados por el tiempo y la fragilidad de los materiales– no ingresaba nadie, sólo los sacerdotes. Los moches, grandes constructores, hicieron sus pirámides truncas, escalonadas, de 20 a 25 metros de altura, con fines religiosos. Aquí solamente la gente escogida tenía acceso: entraban nobles, sacerdotes, asistentes religiosos y las personas que iban a ser sacrificadas. En los años ‘90, arqueólogos canadienses encontraron personas sacrificadas, en rituales privados y en honor al dios de la montaña”. Curiosamente, los moches no pedían a los dioses la llegada de lluvias, sino su freno: es que los fenómenos del Niño, que afectan periódicamente las costas de Perú y que los indígenas atribuían a la ira de los dioses, causaban daños tan grandes como para precipitar el fin de ciudades enteras y la caída en desgracia de sus clases gobernantes.
Junto a la Huaca de la Luna abrió el pasado junio el Museo Huacas de Moche, el más nuevo de esta ruta arqueológica. Su sala de exposición permanente, que evoca las forma de las plataformas moches, exhibe una extensa colección de cerámicas y objetos hallados en los entierros que revelan, vitrina tras vitrina, la complejidad de aquella cultura y el logrado nivel de expresividad de su arte.
CIUDAD DE BARRO La ciudadela de Chan Chan, unos diez minutos al norte de Trujillo, es la más grande ciudad de barro de la América prehispánica. “Posterior a la Huaca de la Luna, fue la capital del reino chimú, los herederos de los moches, que consideraban a la Luna más poderosa que el Sol: sólo ella, en verdad, aparece en el cielo de día y de noche, y es capaz de ejercer un mágico influjo sobre las mareas, algo esencial para esta cultura que vivía del mar”, explica Cristóbal Campana, jefe de la Unidad Ejecutora de Chan Chan, que tiene a su cargo el ingente desafío de proteger a la ciudadela del deterioro causado por el paso del tiempo y los factores ambientales. “Los muros perimetrales son muy altos, de hasta 14 metros de altura, y servían para frenar los daños del viento marino. Tenemos ocho kilómetros y medio de muros restaurados, más del doble de la antigua muralla de Trujillo, en largo y en ancho. Entre las acciones de conservación, se cubrieron miles de kilómetros de grietas ocasionadas por las lluvias, se elevaron muros casi a su altura original, se restauraron los muros del Palacio Tschudi –el único abierto al turismo– y se elaboraron réplicas de los relieves”, agrega Campana.
En el interior del sitio, donde se puede circular por los antiguos patios y pasillos de la cultura chimú, se descubren así exquisitos relieves con diseño de triángulo escalonado, caballitos de totora (las balsas de junco que aún utilizan los pescadores en la vecina ciudad de Huanchaco), pelícanos, cangrejos y aves antropomorfas. Y en todo el recorrido nos acompañan –tal como a los antiguos pobladores de Chan Chan– los gallinazos que sobrevuelan el sitio, y un par de curiosos “perros calatos”, los mansos perros peruanos sin pelo que sorprenden por su piel gris y la elevada temperatura de su cuerpo.
LA SEÑORA DE CAO Siempre con Trujillo como punto de partida, algo más al norte de Chan Chan se encuentra uno de los sitios espectaculares que hacen famosa a la ruta moche y atraen a estudiosos y visitantes de todo el mundo. Kilómetro a kilómetro, a medida que los campos cultivados van dando paso a un paisaje terroso y asombrosamente solitario, el Complejo Arqueológico El Brujo –uno de los más antiguos y relevantes de la costa norte peruana– va tomando forma como salido de lo más profundo de los siglos. En este antiguo centro ceremonial, ocupado desde hace miles de años –desde los tiempos de los cazadores-recolectores nómadas hasta la época colonial– fue encontrada en 2005 la Señora de Cao. El hallazgo de esta momia, en una plataforma intermedia del complejo de cinco pirámides de barro, revolucionó todo lo conocido hasta entonces: se supo así que no sólo los hombres podían ser los dueños y señores del poder en el antiguo Perú.
Denis Vargas, el arqueólogo residente en el sitio, encabeza el recorrido que nos interna en los recovecos del lugar, elevado sobre el paisaje y con vista a las aguas azules del Pacífico: “Sobre el inicio de la era cristiana se construyen dos templos, y entre ellos un sistema complejo de residencia urbana. El lugar fue abandonado en torno del 650, después de un gran fenómeno del Niño, pero años después hubo un movimiento ideológico en la sierra central de Perú que regresó al sitio, recuperó el imaginario, levantó nuevos muros y construyó una gran terraza funeraria. Hemos recuperado casi 500 entierros, lamentablemente casi todos destruidos por el intenso saqueo ejercido desde la época de la colonia”. El fenómeno del “huaqueo”, como lo llaman aquí, es tan antiguo como destructivo: para combatirlo, explica Vargas, se hizo participar a los propios involucrados en el saqueo y a su conocimiento empírico se le sumó capacitación en restauración y conservación: “Ahora ellos están yendo a enseñar a otros en la costa norte de Perú”.
Aquí es posible ver el sitio exacto donde apareció, ante los ojos asombrados de los arqueólogos, el cuerpo impecablemente conservado de la Señora de Cao. A poca distancia, la antigua gobernante mochica –muerta tal vez como consecuencia de una infección posparto en torno del 400 d.C.– tiene un museo que le está especialmente dedicado: aquí se exhiben sus cetros de madera forrados en cobre, su fardo funerario, sus joyas de metales preciosos, lapislázuli y turquesa, sus diademas y hasta su cuerpo, curiosamente tatuado con imágenes de serpientes y de arañas. La momia de la Señora de Cao es la ocupante de la última vitrina del museo: allí se la ve, procedente de la noche de los tiempos, pero lo que se observa no es realmente su cuerpo, colocado más abajo por razones de conservación, sino sólo su misterioso y flotante reflejo en la luna de un espejo.
SEÑORES DE ORO Alrededor de un siglo y medio antes de la muerte de la Señora de Cao, el rey de estas tierras era el Señor de Sipán. Para verlo, recorremos los 200 kilómetros que separan Trujillo de Chiclayo, nuestro nuevo punto de partida hacia el último tramo de la ruta moche. El entierro del “faraón de América”, como lo llamó la prensa cuando fue encontrado en 1987, se considera comparable sólo con la tumba de Tutankamón. El autor del hallazgo, Walter Alva, ya es un mito de la arqueología mundial. Su hijo Ignacio dirige los trabajos de excavación en la Huaca Ventarrón, también cercana a Chiclayo, un antiguo templo primigenio de la cultura Lambayeque, de los tiempos pre-cerámicos, que según explica el arqueólogo “se busca enmarcar en un proyecto de paisaje cultural”. Porque esta huaca “es la más grande, pero no la única”: hasta donde da la vista, cada vez que la tierra se eleva en una masa de adobe es un templo moche, o tal vez un poco anterior o posterior, lo que está clamando por hablar a los descendientes del antiguo pueblo peruano. El año próximo, los visitantes que llegan hasta aquí podrán interpretar el sitio con la ayuda de un nuevo Museo de las Culturas de la Costa Norte.
El sitio del hallazgo del Señor de Sipán es Huaca Rajada, y no está muy lejos de aquí. La historia comenzó en 1987, cuando un grupo de arqueólogos decidió afrontar el violento saqueo del sitio impulsado por los traficantes de piezas halladas en los yacimientos: cuando llegaron, intervención policial mediante, una de las ricas tumbas ya había desaparecido, pero tiempo más tarde se pudieron recuperar algunas piezas de oro. La siguiente sepultura, esta vez salida a la luz en las manos de los expertos comandados por Walter Alva, fue la de aquel guerrero sacerdote que se fue al otro mundo rodeado de joyas, emblemas de su jerarquía semidivina y seres humanos que lo acompañaron a través del sacrificio. Conmueve ver en la huaca el sitio preciso del hallazgo, rodeado de otras tumbas que hoy se encuentran expuestas en el Museo Tumbas Reales de Sipán, a pocos kilómetros de aquí, mientras un nuevo Museo de Sitio inaugurado en 2009 exhibe, en el lugar mismo, la tumba número 14 de Huaca Rajada. Luis Chero, uno de los colaboradores de Alva, explica que “ya hemos encontrado la tumba 15 y 16, que van a ingresar al laboratorio para ser expuestas en el Museo de Sitio a fin de año. Son hallazgos recientes que están completando la élite de la sociedad mochica”.
Mientras tanto espera en el Museo Tumbas Reales la réplica precisa de cómo fue hallado del Señor de Sipán, las fotografías del descubrimiento, todas sus joyas y paramentos funerarios originales, las cerámicas que lo acompañaron a la tumba, sus cetros de oro y plata, los brazaletes de turquesa, las orejeras y cascabeles que indicaban su alto rango. Tras ser enviado a Alemania para estudios en laboratorios especializados, al regresar a Chiclayo en 1993 el cuerpo del antiguo gobernante mochica fue recibido con honores militares y el conmovedor homenaje popular de quienes se sienten sus descendientes. Como lo son también del Viejo Señor, un jefe guerrero y religioso anterior al Señor de Sipán sepultado con una riqueza deslumbrante en un entierro también exhibido en el Museo Tumbas Reales.
Cierra el trío el no menos impresionante Señor de Sicán, gobernante de la cultura que se centró en el bosque de Pomac, exhibido en el Museo Nacional Sicán de Santa Lucía de Ferreñafe. La exposición clara y didáctica del museo, donde nos guía el arqueólogo Víctor Curay, ayuda a la comprensión de esta civilización que floreció entre el 700 y el 1300, cuando cayó bajo el dominio de los chimú. A pesar de todas las maravillas vistas, el Museo vuelve a sorprender por la riqueza y particularidades de las dos tumbas exhibidas, conocidas como Este y Oeste: en la primera se encuentra el cuerpo de un hombre adulto totalmente ataviado, colocado en el centro y en posición invertida. Es el Señor de Sicán, y junto a él –rodeado de joyas y objetos rituales– dos mujeres parecen representar la ancestral escena del nacimiento. La otra tumba, entre tanto, alberga dos personajes masculinos que, según revelaron estudios de ADN, formaron parte probablemente de una dinastía gobernante. Recorrer este museo cierra de algún modo la parte más impactante y lujosa de los entierros moches, pero no cierra la ruta de aquella antigua civilización, que debe concluir con las pirámides de Túcume, al norte de Chiclayo, cuyos edificios muestran huellas de la ocupación moche, la posterior chimú y, finalmente, los sólidos y duraderos muros de piedra de los incas
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