Domingo, 12 de diciembre de 2010 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. PARíS COMO “MEMORIA COLECTIVA”
El italiano Italo Calvino, autor de Las ciudades invisibles, dio una entrevista en 1974 a la televisión de la Suiza italiana donde hablaba de París, una ciudad de la que se había apropiado a través de la literatura. Ese mismo año la entrevista fue publicada con el título de “Ermitaño en París”, todo un homenaje a la capital más literaria del mundo.
Por Italo Calvino *
Desde hace unos años tengo una casa en París y allí paso una parte del año pero, hasta ahora, esta ciudad no aparece nunca en las cosas que escribo. A lo mejor para poder escribir sobre París debería alejarme de ella, si es cierto que siempre se escribe partiendo de una carencia, de una ausencia. O bien, estar más dentro de ella, pero para eso debería haber vivido en ella desde mi juventud, si es cierto que son los escenarios de los primeros años de nuestra vida los que dan forma a nuestro mundo imaginario y no los lugares de la madurez. Diré más: es necesario que un lugar llegue a ser un paisaje interior para que la imaginación empiece a habitar ese lugar, a hacer de él su teatro. Ahora bien, París ya ha sido el paisaje interior de gran parte de la literatura mundial y de muchos libros que todos hemos leído que tanto han contado en nuestras vidas. Antes que una ciudad del mundo real, París, para mí como para millones de otras personas de todos los países, ha sido una ciudad imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo. (...) Cuando venía como turista, todavía ése era el París que visitaba; era una imagen ya conocida la que reconocía, una imagen a la que yo no podía añadir nada. Ahora, los avatares de la vida me han traído a París con una casa, una familia. Si lo queremos así, aún soy un turista porque mi actividad y mis intereses de trabajo siguen estando en Italia pero, en suma, el modo de estar en la ciudad es distinto, determinado por los cien pequeños problemas prácticos de la vida familiar. Quizá, al identificarse con mi peripecia particular, con la vida cotidiana, al perder esa aureola que es el reflejo cultural y literario de su imagen, París podría llegar a ser una ciudad interior y me sería posible escribir sobre ella. Ya no sería la ciudad de la que todo ya está dicho, sino una ciudad cualquiera en la que estoy viviendo, una ciudad sin nombre.
Entonces podría decir que París –veamos qué es París– es una gigantesca obra de consulta, una ciudad que se consulta como una enciclopedia; se abre una página y te da toda una serie de informaciones de una riqueza como ninguna otra ciudad. Tomemos las tiendas, que constituyen el discurso más abierto, más comunicativo que una ciudad expresa. Todos nosotros leemos una ciudad, una calle, un tramo de acera siguiendo la fila de las tiendas. Hay tiendas que son capítulos de un tratado, tiendas que son voces de una enciclopedia, tiendas que son páginas de periódico. En París hay tiendas de quesos donde se exponen cientos de quesos todos distintos, cada uno etiquetado con su nombre: quesos envueltos en ceniza, quesos con nueces; una especie de museo, de Louvre de los quesos.
Son aspectos de una civilización que ha permitido la supervivencia de formas diferenciadas a escala lo suficientemente amplia como para hacer que su producción sea económicamente rentable, aun manteniendo siempre su razón de ser al presuponer una posibilidad de elección, un sistema del que forman parte, un lenguaje de los quesos. Pero sobre todo es también el triunfo del espíritu de la clasificación, de la nomenclatura. Así que si mañana me pongo a escribir de quesos, puedo salir a consultar París como una gran enciclopedia de los quesos. O bien a consultar ciertos ultramarinos en los que se reconoce aún lo que era el exotismo del siglo pasado, un exotismo mercantil del primer colonialismo, digamos un espíritu de exposición universal.
Hay un tipo de tienda en que se siente que ésta es la ciudad que dio forma a ese particular modo de considerar la civilización que es el museo. Y el museo, a su vez, ha dado su forma a las más variadas actividades de la vida cotidiana, de modo que no hay solución de continuidad entre las salas del Louvre y los escaparates de las tiendas. Digamos que en la calle todo está listo para pasar al museo o que el museo está listo para englobar a la calle. No es casualidad que el museo que más me gusta sea el dedicado a la vida y a la historia de París: el Musée Carnavalet.
Esta idea de la ciudad como discurso enciclopédico, como memoria colectiva, tiene toda una tradición. Pensemos en las catedrales góticas en las que todo detalle arquitectónico u ornamental, todo lugar y elemento se remitía a cogniciones de un saber global y era una señal que hallaba su correspondencia en otros contextos. Del mismo modo, podemos “leer” la ciudad como una obra de consulta, como “leemos” Notre Dame (a pesar de la restauración de Viollet-le-Duc), capitel a capital, gárgola a gárgola. Y al mismo tiempo podemos leer la ciudad como inconsciente colectivo: el inconsciente colectivo es un gran catálogo, un gran bestiario. Podemos interpretar París como un libro de los sueños, como un álbum de nuestro inconsciente, como un catálogo de monstruos. Así, en mis itinerarios de padre, de acompañante de mi hijita, París se abre a mis consultas con los bestiarios del Jardin des Plantes, los terrarios donde se regodean iguanas y camaleones, una fauna de eras prehistóricas y, al mismo tiempo, la gruta de los dragones que nuestra civilización arrastra tras de sí.
Los monstruos y los fantasmas del inconsciente visibles fuera de nosotros son una vieja especialidad de esta ciudad que no por nada fue la capital del surrealismo. Porque París, aun antes de Breton, contenía todo lo que luego sería la materia prima de la visión surrealista. Y, además, el surrealismo ha dejado su impronta, su huella, que se reconoce a través de toda la ciudad aunque sólo sea por cierto un modo de valorar la sugestión de las imágenes, como en las librerías de gusto surrealista o en ciertos pequeños cines, como por ejemplo Le Styx, especializado en películas de terror.
También el cine en París es museo o enciclopedia de consulta, no sólo por la cantidad de films de la Cinématheque, sino por toda la red de studios del Barrio Latino; esas salas estrechitas y malolientes donde se puede ver la última película del nuevo director brasileño o polaco, así como las viejas cintas del cine mudo o de la Segunda Guerra Mundial. Con un poco de atención y un poco de suerte todo espectador puede reconstruir la historia del cine pieza a pieza. Yo, por ejemplo, tengo debilidad por las películas de los años treinta porque son los años en que el cine era todo un mundo para mí y en ese aspecto puedo darme grandes satisfacciones, digamos en el sentido de búsqueda del tiempo perdido: volver a ver películas de mi infancia o recobrar películas que en mi infancia había perdido y que creía perdidas para siempre, mientras en París siempre puedes esperar encontrar lo que creías perdido, el propio pasado o el de los demás. He aquí, pues, otro modo más de ver esta ciudad: como un gigantesco departamento de objetos perdidos, un poco como la Luna en el Orlando furioso, donde se recoge todo lo que se había perdido en el mundo.
Y entonces entramos en el ilimitado París de los coleccionistas, esta ciudad que invita a coleccionar todo porque acumula, clasifica y redistribuye, en la que se puede buscar como en un terreno de excavación arqueológica. La del coleccionista todavía puede ser una aventura existencial, una búsqueda de sí mismo a través de los objetos, una exploración del mundo que también es realización de sí. Pero yo no puedo decir que tenga espíritu de coleccionista; o sea, que este espíritu se me despierta sólo con cosas impalpables como las imágenes de los viejos films, colección de recuerdos, de sombras en blanco y negro.
Debo sacar la conclusión de que mi París es la ciudad de la madurez, en el sentido de que ya no la veo con el espíritu de descubrimiento del mundo que es la aventura de la juventud. En mis relaciones con el mundo he pasado de la exploración a la consulta; es decir, el mundo es un conjunto de datos que está ahí, independientemente de mí, datos que puedo comprobar, combinar y transmitir, tal vez de cuando en cuando, moderadamente, y disfrutar de ellos pero siempre un poco desde fuera. Por debajo de mi casa pasa una vieja línea ferroviaria de circunvalación urbana, la Paris-Ceinture, casi fuera de servicio, pero dos veces al día aún pasa un trencito y entonces yo recuerdo unos versos de Laforgue que dicen: “Je n’aurai jamais d’aventures / Qu’il est petit, dans la Nature / Le chemin d’fer Paris-Ceinture!”z
* Ermitaño en París. Siruela, 1990.
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