Dom 26.12.2010
turismo

COLOMBIA. IMáGENES DEL AMAZONAS

La serpiente de agua

Dos fotógrafos de Página/12 participaron en un taller de fotoperiodismo de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano, dirigida por Gabriel García Márquez, que buscó transmitir en imágenes la biodiversidad del Amazonas colombiano. Partiendo de Leticia, recorrieron comunidades que conservan su modo de vida tradicional en una región donde el potencial turístico enfrenta el desafío de la conservación.

› Por Graciela Cutuli

Dos horas de vuelo separan a Bogotá de Leticia, la capital del departamento del Amazonas, en el sur colombiano. Dos horas que alcanzan para cambiar radicalmente de atmósfera, apenas se desembarca en esta ciudad alejada del resto del país –del resto del mundo– que forma parte de la “triple frontera” Colombia-Perú-Brasil. Aquí se desarrolló, durante dos días, la primera parte del taller de Fotoperiodismo sobre Biodiversidad en el Amazonas organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano y del que participaron, por Página/12, Carolina Camps y Leandro Teysseire. Las primeras imágenes del paisaje, antes incluso de bajar del avión, fueron una promesa de lo que vendría: ya lejos del trazado geométrico de las parcelas cultivadas comenzó a mostrarse el infinito verde de la selva, la selva que abraza y que da vida junto con el río más caudaloso del mundo.

Al puerto flotante de Leticia llegan las distintas comunidades para comerciar sus productos.

EN EL CORAZON DE LA SELVA “Cuando bajás del avión en Leticia ves todo verde y el río que serpentea. Hace mucho calor y está muy húmedo, pero no brilla el sol, sino que el cielo se mantiene empañado. Enfrente, en Brasil pero como formando una sola ciudad, está Tabatinga”, recuerda Carolina. Metida en la selva, la ciudad es el hábitat de una población creciente y mestiza, con una alta proporción de indígenas –huitotos, tucanos, ticunas– adaptados a una vida urbana. Se respira aquí el ambiente comercial típico de una triple frontera, con un puerto flotante sobre el río al que llegan las distintas comunidades para comerciar sus productos; todo muy rústico pero a la vez muy activo.

Leticia es, además, el punto de partida para llegar al Parque Nacional Amacayacu, una reserva natural que está entre los principales destinos del ecoturismo colombiano, y que sería también el ámbito de la segunda parte del taller. Amacayacu, o “río de los hamacas” en la lengua originaria, fue establecido como Parque Nacional en los años ’70 con el objetivo de proteger la exuberante naturaleza del lugar, pero al mismo tiempo dar a conocer su riqueza entre los visitantes. Por eso, además de su importancia científica, está preparado para recibir a los turistas –aunque con una capacidad limitada– y tiene una red de senderos por donde realizar caminatas de ecoturismo.

A dos horas de lancha de Leticia, en Amacayacu también la actividad de intercambio empieza muy temprano, en torno de las cinco o seis de la mañana. Cuenta Leandro: “Sobre el río, las comunidades se dedican a la pesca y los cultivos sustentables, como la yuca y plátanos. También hacen artesanías en una madera rojiza llamada palo sangre, con la que realizan tallas pero instrumentos utilitarios, como remos para sus canoas. Hay que pensar que es un lugar sin almacenes, donde no hay dónde aprovisionarse... la gente vende plátanos, frutas, gallinas, cítricos; el agua disponible es agua de lluvia filtrada y puede escasear en períodos de sequía”.

Aventura en la selva. Una subida al puente colgante instalado sobre la copa de los árboles.

EL SENDERO DEL DOSEL Cinco plataformas, levantadas a diez metros de altura en las cabeceras de los principales ríos que rodean el Amacayacu, permiten recorrer el parque acompañados de un intérprete local. Una de ellas, el Puente del Dosel, invita a una de las aventuras naturales más interesantes del lugar, situados sobre un puente colgante de 60 metros instalado sobre la copa de los árboles, a 30 metros de altura. “Se va subiendo el cuerpo gracias a una roldana, tirando de la cuerda, hasta llegar a la plataforma de un árbol, llamado ceiba, que era venerado por algunas antiguas etnias locales –dice Carolina, que eligió este tema para los talleres–. Una vez arriba se baja en rapel hasta el puente colgante, pasando de árbol en árbol. Es muy esforzado, pero también está la opción de subir al árbol a través de una escalerilla paralela al tronco.”

Esta es, sin duda, una de las formas ideales de ver un tema que fue especialmente tratado en el taller: la relación entre el turista y la biodiversidad. Porque en el Amacayacu hay una increíble riqueza biológica: aquí se pueden ver especies en peligro de extinción como el jaguar, el pequeñísimo mono llamado “tití leoncito”, el delfín rosado y decenas de especies de aves, sin contar los insectos, que abundan en cantidad y tamaño. Aquí, en el techo de la selva, se ve por ejemplo una especie de lagartija muy difícil de encontrar, que no se puede avistar en otro lado. A la hora de caminar en la selva, sin embargo, hay que recordar algunas precauciones, como las que indica Leandro: “Siempre con botas. Se circula en parte por unos senderos de madera que están elevados, a unos dos metros de altura, y el resto del tiempo directamente sobre la tierra. Se recomienda por ejemplo no tocar las barandas precisamente por la presencia de insectos. Y mucho menos orinar en el río, no sólo por conservación sino porque hay unos peces que pueden entrar por el conducto urinario. Fue una de las primeras advertencias de los guardaparques”.

En las “chagras” o plantaciones de consumo propio y comunitario se trabaja duro con el machete.

VIDA DE PESCADOR Dos temas atrajeron la atención de Leandro Teysseire: la pesca y la cacería, como medio de supervivencia directo más que de comercialización, en las comunidades de Macedonia y Mocagua; y la formación de guardias indígenas como forma de defender los modos de vida tradicionales, en Macedonia. José, un pescador de 20 años de Mocagua, todo un experto en arponear, sobre todo un pez llamado “pirarucu”, que puede pesar hasta 150 kilos. Desde la inestable canoa, fue su guía en la primera de las experiencias, mientras Heriberto y Lucio fueron los encargados de introducirlo en las costumbres de la guardia ticuna. Y aunque hace falta tiempo para hablar de sus historias, para ganarse la confianza y entrar en los misterios del lugar –se habla, por ejemplo, de legendarios peces gigantes con pelo sumergidos en el fondo del río– también hay espacio para conocer tradiciones y formas diferentes de administrar justicia. Cuenta Leandro: “Al autor de un delito grave se le dan dos opciones: o 15 años de cárcel en Leticia, o cinco minutos atado al árbol llamado tangarana. La segunda no parece muy dura, si no fuera porque el árbol alberga las hormigas del mismo nombre, tan pequeñas como ambarinas y molestas, cuyas dolorosas picaduras causan fiebres altas y pueden provocar hasta la muerte”.

“Ticuna –agrega–, significa ‘hombres de negro’: se debe a la antigua costumbre de embadurnarse con una semilla llamada ‘wito’, cuya tintura negra les servía como medio de identificación pero también como repelente. Tradiciones y hábitos que permanecen, aunque a veces debajo de un barniz aportado por la llegada de misioneros evangélicos al lugar: a varios de los participantes del taller no les dejó de llamar la atención, por ejemplo, la ausencia de ritos religiosos originarios, reemplazados por formas de cristianismo. También están desapareciendo los chamanes –ahora más escasos y conocidos como ‘yerbateros’, cultores de la medicina tradicional– ya que periódicamente llegan a la selva los médicos enviados por el gobierno colombiano. Asimismo cambió el uso de las ‘malocas’, las grandes chozas donde antiguamente vivían en grupos, que ahora tiene una utilización ceremonial: es allí donde reside el ‘maloquero’, o jefe de la comunidad, que es también el responsable de recibir a los visitantes y dirigir sus pasos durante una estadía con la gente del lugar.”

El ceiba, un gigante de la selva amazónica, era un árbol venerado por antiguas etnias locales.

LAS CHAGRAS Carolina Camps también trabajó sobre otro de los temas propuestos en el taller, las “chagras” o plantaciones de consumo propio y comunitario: “Es un sistema de cultivo indígena, que utilizan para sí mismos y que tiene su propio orden. Cada plantación es de una familia, pero son ayudados en el proceso por gente de la comunidad”. Todo está regido por las épocas: los terrenos tienen una vida útil y luego se dejan durante cierto tiempo, de modo que a veces hay que internarse cada vez más selva adentro –a veces hasta una hora de caminata– para llegar a las chagras más nuevas. Las etapas del proceso son el talado de los árboles; el desmalezamiento y recogida de ramas; la siembra de árboles pequeños; el período de crecimiento y, finalmente, la cosecha. Allí se dio la posibilidad de acompañar a los pobladores en el trabajo, asistidos por la dueña del cultivo, que llevaba la chicha en una cazuelita para convidar a todos los trabajadores. Y al volver, llegaba la hora de cocinar, y comer y jugar, todos juntos, a una suerte de dominó.

“Todo es selva y agua; todo es enorme, grandilocuente”, concluyen Leandro y Carolina, confrontados a un mundo donde “hay otros nombres para los verdes, donde uno se siente un analfabeto de la naturaleza”, esa naturaleza que se deja visitar y fotografiar, pero que es al fin y al cabo la única dueña de las extensas orillas del Amazonasz

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