Dom 29.05.2011
turismo

SANTIAGO DEL ESTERO. LAS TERMAS DE RíO HONDO

Agua que alivia

Un viaje a las Termas de Río Hondo para conocer algunos de sus mejores spa, descubrir las virtudes del agua y al mismo tiempo internarse en la cotidianidad de la vida de campo santiagueña con una recorrida por el pueblo de Sotelo y su curiosa iglesia rodeada por un cementerio. La historia de la ciudad y su museo arqueológico.

› Por Julián Varsavsky

Quien piensa en aguas termales, suele imaginar una fuente de agua que brota del centro de la tierra, en algún lugar entre las rocas, al pie de una montaña volcánica. Pero éste no es el caso de las Termas de Río Hondo, que están en una planicie y no surgen de una fuente en particular sino por todos lados en la ciudad. Son directamente las napas de agua las que están mineralizadas. De hecho, la ciudad entera está sobre un vasto lago subterráneo de 2500 metros de profundidad, del cual brota agua a 45 grados por más de 4 mil pozos artificiales. Es decir que todas las casas tienen aguas termales que salen por las canillas. Por eso uno de los primeros pasos al construir una casa es cavar el pozo de agua, y prácticamente ninguna tiene calefón.

La ciudad misma de Termas de Río Hondo surgió a raíz de las fuentes termales, que son hasta hoy su principal medio de vida o, mejor dicho, una industria casi exclusiva. Pero la historia es más antigua, ya que los aborígenes de la zona fueron los primeros en descubrir las cualidades del agua local, y en el Museo Histórico hay documentos de 1886 certificando que ya por esa época venían enfermos a buscar algún tipo de alivio gracias al agua caliente. En el siglo XIX, claro, no había hoteles, ni existía siquiera el pueblo. Lo que se hacía era cavar un pozo, armar un rancho precario de madera o instalar una especie de carpa. Allí se bañaba la gente, que en muchos casos llegaba en el tren que unía Buenos Aires con Tucumán, bajándose en La Banda para hacer el último tramo en carreta.

Con el tiempo fue creciendo un pueblo, y en la década del ’40 surgieron los grandes hoteles (siempre de una planta, para comodidad de los usuarios mayores), el casino y el mercado. En un principio, Río Hondo fue uno de los tantos reductos que la oligarquía porteña abandonaría en la medida en que irrumpía el turismo masivo en tiempos del peronismo. La familia Anchorena, por ejemplo, tuvo su casa aquí. Esta historia de la ciudad está muy bien relatada a través de las fotografías de época que se exponen en el interesante Museo Histórico de Termas de Río Hondo.

UNA EXTRAÑA IGLESIA Un paseo muy singular para tener en cuenta desde Termas de Río Hondo, aunque pocos lo hagan, es al pueblo de Sotelo y su antigua iglesia de adobe levantada en medio de un cementerio. Como el camino no está señalizado y hay que meterse realmente campo adentro por un camino de ripio (en buen estado), lo ideal es contratar un guía en la Oficina de Turismo municipal.

A los costados de la RP 93 todo es pasto bajo y algarrobos solitarios que sobresalen en la planicie. Cada tanto aparecen casas desperdigadas –puede haber kilómetros entre una y otra– que desde hace un tiempo ya no son de adobe: ésta es la única manera de erradicar la vinchuca. De todas formas se pasa por una ladrillera donde se fabrican ladrillos de adobe, un material todavía muy usado en la zona.

Todas las casas son perfectamente rectangulares, sin mucha gracia, y alrededor tienen estacionados caballos y camionetas viejísimas. Los tendales son alambres entre un árbol y otro, y de ellos cuelgan, entre la ropa, las vísceras de los cabritos recién carneados con las que se prepara la chanfaina para acompañar las comidas. Cada tanto aparece alguna plantación de tuna o de maíz. Y antes que iglesias católicas, lo que se ve al borde de la ruta son iglesias evangélicas. Muchos se pasan las tardes tejiendo cestas con paja brava. Como don Brígido Cajal, un anciano tejedor con la cara ajada por el sol y la sequedad, que transcurre las tardes a la sombra de un algarrobo, ejerciendo su oficio con su esposa, ambos sentados junto a un sulky abandonado y un horno de barro con forma de iglú.

Ya en el pueblo de Sotelo –santiagueño hasta la médula, donde se juega a la taba, se organizan riñas de gallos y se baila chacarera sobre suelo de tierra– se puede ir a la casa de Isidro Juárez para pedirle las llaves de la iglesia. A un costado de su casa hay un fragmento de camino abandonado por donde pasaban las carretas rumbo al Alto Perú.

Un angosto camino de 600 metros que nace en la ruta, conduce hasta el cementerio. Su perímetro rectangular está demarcado por una cerca a medio caer, cuyos postes son viejas cruces de madera carcomida pertenecientes a las tumbas abandonadas.

Entre los sepulcros invadidos por la maleza se descubren algunos bastante suntuosos, hechos con mármol de Carrara. Hay tumbas del 1800 y el guía cuenta que la ritualidad mortuoria tiene sus singularidades en este cementerio perdido en medio de la nada. Por un lado, las tumbas suelen tener vasitos de agua para que los muertos no sufran sed en el ardiente verano santiagueño. Y hay que andar con cuidado, porque en los nichos suele haber panales de abejas.

La gran fiesta anual del cementerio dura dos días y se realiza entre el 1º y el 2 de noviembre –días de los Todos Santos y de los Muertos, respectivamente–, cuando se colocan en las tumbas coloridos ornatos de flores. Para la ocasión se instalan puestitos de comida alrededor del perímetro del cementerio, y Sotelo se reúne a conmemorar sus muertos con música toda la noche. El ambiente es como el de una feria y se prenden miles de velas. Incluso se baila, siempre del lado de afuera de la cerca. Pero lo más curioso del cementerio es su iglesia, justo en el centro, que no tiene explicación conocida. Se supone que en realidad primero surgió la iglesia, y luego se instalaron las tumbas.

Las paredes de adobe de la iglesia, recubiertas con cemento, tienen un grosor de 80 centímetros y sostienen un techo de caña hueca trenzada con tientos, atravesado por vigas de quebracho colorado. Sus postes son los originales de hace dos siglos. Entre las singularidades, hay una puerta de madera sin bisagra empotrada en la pared, un piso de baldosones de barro cocido y una imagen de terracota de Nuestra Señora del Rosario. Una vez por mes se acerca un párroco a dar misa.

La iglesia está alejada y le da la espalda al pueblo de Sotelo, ya que fue levantada por los franciscanos frente a un poblado diaguita que existía junto al río. Se calcula que el edificio tiene, como mínimo, 250 años. Y en sus alrededores viven personas ensimismadas en un complejo mundo bastante al margen de toda globalización –el quechua se hablaba aquí hasta hace unos años– y donde la idea del porteñismo equivale a una abismal lejanía tanto física como cultural, que lleva a preguntarse sobre la curiosa laxitud de la palabra argentino.

La piscina al lado del Resort-Spa Yacu Rupaj.

SPA TERMAL “Cuando alguien te dice que te va a curar, miralo con ojos críticos”, dice Amalia Acevedo, bioquímica y directora del spa Yacu Rupaj (“agua que cura” en quechua), en funcionamiento desde hace 36 años a orillas del lago del Dique Frontal. Desde las habitaciones se suelen ver las elegantes garzas sobrevolando las aguas.

“El agua no cura, así que nosotros aquí en el spa no curamos nada; lo que hacemos es aliviar ciertas dolencias y ayudar a disminuir una enfermedad muy importante de nuestro tiempo, que el estrés”, agrega Acevedo sin terminología marketinera, casi con frialdad científica. Y explica que al estar clorobicarbonatadas, las aguas favorecen una buena digestión. Al mismo tiempo, por estar sulfatadas, actúan sobre la vesícula biliar, ayudando a digerir mejor las grasas. Y el hecho de estar silicatadas –eso se nota en las manos mojadas, que parecen levemente enjabonadas o cremosas– opera como un suavizante de la piel. La temperatura, por su parte, tiene una función miorrelajante que reduce los niveles de estrés, además de aliviar algunas lesiones musculares y la artrosis (no la artritis).

El agua de las napas de Yacu Rupaj fue analizada en laboratorios especializados en Cuba y España, y se determinó que también se la puede beber. De hecho, el spa la embotella y la sirve en las comidas y los cuartos. Además de las inmersiones en la pileta –que tiene un barcito con asientos dentro mismo del agua– se aplican a los huéspedes “máscaras de agua”, con gasas húmedas y papel tisú.

El predio de Yacu Rupaj mide 22 hectáreas y hay un circuito de 500 metros de caminata por un bosque nativo con bebederos, donde se recomienda tomar mucha agua para producir un lavado renal. La caminata es por una tupida reserva forestal llamada Paseo de los Algarrobos, con ejemplares de retamas, algarrobos blanco y negro, quebrachos colorados, talas y ceibos.

Entre las alternativas del spa hay un “ataque al sobrepeso” (“que no es un plan antiobesidad”, aclara Acevedo) en el que se hacen ejercicios con aparatos y se utiliza una máquina llamada termo-slim para suministrar ondas infrarrojas que, por calentamiento y fricción, remueven las células grasas. Esto se combina con ultrasonido y una “bota de presoterapia” para lograr un drenaje linfático. Además ofrecen en el spa terapias complementarias –no “alternativas”, según aclaran, ya que complementan los tratamientos médicos– con fangos y algas marinas. El paso siguiente es la masoterapia, que incluye cinco tipos de duchas relajantes dirigidas a diferentes partes del cuerpo.

Para que quede claro el perfil del spa, la licenciada Acevedo lo define por la negativa: “Este no es un lugar para entretenerse; no hay juegos, ni baile. Nosotros optamos por un termalismo terapéutico y no lúdico, utilizando nuestro entorno natural para el descanso”.

El camino por el monte que lleva de Sotelo al cementerio.

LA TABA EN EL BARRIO En un barrio popular en las afueras de Termas de Río Hondo, un grupo de gente se ve reunida en el patio de un rancho. “Están jugando a la taba”, explica el conductor que, adivinando nuestras intenciones, aclara que para poder acercarse tiene que bajar un local y pedir autorización. El trámite resulta sencillo, pero no sin que los jugadores pregunten –bromeando en serio, una de las formas de la diplomacia en el interior– si acaso somos de la policía. Ocurre que el juego de la taba es ilegal en la provincia, igual que la riña de gallos, pero se hace a la vista de todos sin el menor disimulo. Incluso los organizadores de las partidas a veces contratan policías en prevención de las usuales peleas, que fácilmente pueden terminar a las cuchilladas.

Cuesta creer –pero existen antiguas esculturas que lo certifican– que este juego que tanto apasiona a los paisanos del barrio ya se practicaba en la antigua Grecia como un juego de azar. Y aquí radica una de las grandes discusiones en torno de la taba: ¿juego de habilidad o de azar? El debate es insoluble desde la lógica cartesiana; por supuesto, los jugadores consideran que no ganan por los designios del azar sino por saber jugar.

La cancha para jugar a la taba es angosta y mide unos 14 metros de largo, divididos en dos mitades. De un lado y del otro se ubican los contrincantes, que llevan a cabo partidas individuales hasta que uno elimina al otro si su tiro cae “suerte”, con la parte plana del astrágalo de vaca hacia arriba. Pero también es posible autoeliminarse si el desafortunado tiro cae “culo”, con la parte cóncava hacia arriba (cuando alguien gana “de puro culo” es porque lo hizo por falencia del otro antes que por mérito propio). El que pierde, sale para dar lugar a otro, y el ganador continúa. En el medio está el canchero, que oficia de árbitro y controla las apuestas, recibiendo a cambio una comisión (la coima). Alrededor de la cancha están los apostadores. “Apuesto $ 20 al tirador”, dice uno. Y otro le retruca: “Van los 20”.

A la taba se juega en los diferentes niveles sociales de la provincia, aunque las clases altas organizan partidas algo más intimistas donde tranquilamente se juegan $ 1200 en cinco minutos. Pero en los barrios populares las partidas pueden ser interminables, extendiéndose a veces hasta las seis de la mañana, con mucho vino en tetra-brik y baile de cumbia y chacarera

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