Domingo, 13 de noviembre de 2011 | Hoy
COLOMBIA. LA ISLA DE PROVIDENCIA
Crónica de un viaje a una isla de 17 kilómetros cuadrados en el Caribe colombiano. Sin resorts de lujo, casinos ni shopping, en Providencia se habla inglés creole y hay simples posadas frente a playas vírgenes bordeadas de palmeras. Mucho relax, buceo y suaves sones de calypso y reggae.
Por Julián Varsavsky
La avioneta para 18 pasajeros enfila hacia el aeropuerto El Embrujo de Providencia y todos creen que vamos a aterrizar en el mar. La isla mide 17 kilómetros cuadrados y la pequeña franja de cemento que sirve de pista está casi sobre la costa. Así que cuando el avión ya esta prácticamente a nivel de tierra, no se ve otra cosa que aguas color turquesa.
Al tocar la pista, lo primero que aparece es el edificio más alto de toda la isla: la torre de control de vuelo. Y cuando desembarcamos en lugar de un aeropuerto en el sentido clásico del término lo que hay es una construcción de madera al típico estilo antillano, en este caso sin puertas, vidrios ni ventanas, sino apenas un techo que cubre de las lluvias tropicales a un ambiente hiperventilado. Es como un aeropuerto en miniatura, casi de juguete, armado con un juego de encastres a cuya sombra revolotean los pajaritos.
En lugar de una cinta transportadora para las valijas hay una simple mesa de madera –no se necesita más– y al salir a la calle se descubre que no hay otro transporte que no sean motos o pickups con la caja techada. Y el único camino es una carretera asfaltada de circunvalación que bordea toda la isla.
RESORTS GO HOME La mejor forma de definir a Providencia es por la negativa: no hay resorts de cadenas hoteleras ni spas, casinos, discotecas, bancos, shoppings o restaurantes de lujo (todo eso está en la vecina San Andrés). Sí hay en cambio agradables posadas donde uno puede atar una hamaca entre dos palmeras frente al mar. Y predominan el sosiego y el silencio, las playas desiertas y una gran barrera de coral de 33 km que es la tercera mayor del mundo después de las de Australia y Belice. Es decir que la isla de la Divina Providencia es un lugar para viajeros solitarios en son de lectura y reposo absoluto, o parejas en viaje de enamorados que no buscan grandes lujos ni vida nocturna sino un paraíso caribeño, así sin más.
Este perfil tan singular de la isla de Providencia –tan lejos al fin y al cabo del paradigma actual de islas del Caribe– no es por casualidad sino por una decisión e incluso una lucha firme de sus habitantes, que le dijeron “no” al modelo de desarrollo turístico global, en pos de mantener la ecología y el modo y la calidad de vida que han alcanzado en los últimos dos siglos los descendientes de los esclavos negros que poblaron el lugar.
Las leyes municipales de Providencia no permiten a ciudadanos no nativos de la isla instalarse allí a emprender ningún tipo de negocio –a menos que tenga un socio local, los únicos autorizados a comprar tierras– y mucho menos se puede levantar un gran resort, shopping o edificio de más de dos pisos. Y no es una cuestión de xenofobia, sino de impedir una superpoblación que genere una sobrecarga ecológica del lugar y que termine contaminando sus aguas con desagües cloacales o produciendo basura que no hay siquiera dónde enterrar (existe incluso una ordenanza que prohíbe el ingreso de botellas de vidrio no reciclables). Ingresarían más dólares seguramente con el desarrollo, pero el placer de pocos podría convertirse en la desgracia de muchos. Así como están –los provindencianos– consideran que están muy bien.
Por eso a Providencia llegan pocos turistas en los cinco vuelos diarios de las avionetas, más algunos que llegan en ferry también desde San Andrés en un viaje de más de cuatro horas.
POR LA ISLA Al salir a recorrer Providencia se descubre que en la isla no hay una sola construcción moderna, sino que casi todas sus casas son edificaciones de madera con dos pisos elevadas sobre pilotes y pintadas con vivos colores. Hay un supermercado, un cajero automático, algunos negocios y no mucho más.
El lugar es bastante singular para ser Colombia. En primer término, en esta isla no existe la violencia política ni de ningún tipo. El idioma oficial es el español, pero todo el mundo habla un inglés creole como el de Jamaica. Los nativos de la isla son en su mayoría de raza negra de origen esclavo, muy robustos, pero lo suficientemente mestizados como para tener algunos una piel color caoba y los ojos verdes como el mar, herencia de algún ancestro europeo. Y la religión que predomina es el protestantismo. La ciudad colombiana más cercana es Cartagena de Indias –a 700 kilómetros–, mientras que Nicaragua está a 125 kilómetros. Y por su ubicación geográfica Providencia está más ligada a las Antillas que a la típica cultura paisa colombiana. Aquí los ritmos musicales no son la salsa y el vallenato sino el calypso y el reggae.
Quizás la mejor forma de recorrer la isla sea alquilando una moto para moverse a gusto por las playas. Una de ellas es Aguadulce, que sería el equivalente al centro turístico de Providencia. Allí están los pocos hoteles instalados hasta ahora y una pequeña playa de aguas azulísimas con transparencia y oleaje de piscina, con sus correspondientes peces de colores que a veces rozan sin querer las piernas de los bañistas. Pero la playa más hermosa es Sudoeste, apenas una franja de arena que se escapa de la densa vegetación tropical donde es impensable la idea de una multitud. Las sombrillas son las palmeras y los pareos sirven de reposera. A la hora del almuerzo la única opción en Sudoeste es un pequeño parador llamado igual que su dueño –Roland’s–, quien parece la reencarnación del mismísimo Bob Marley con sus largas rastas y espíritu alegre con el que sirve deliciosos platos de pescado frito con arroz, plátanos y cangrejos. Además, lo de Roland es el único lugar donde hay cierta movida nocturna, con fogatas y conciertos de reggae.
La playa de Manzanillo es otra de las fundamentales y en ella se saborean algunos de los mejores manjares de la isla, en el quincho de palma y madera llamado El Divino Niño. Allí se sirven enormes bandejas con cangrejos, camarones, langostinos y pescado frito, todo acompañado de arroz con coco, plátano y yuca.
El origen de las islas de este archipiélago es coralino y no volcánico. Por eso las arenas son tan perfectamente blancas y reflejan casi todos los rayos del sol que chocan con ellas. Entonces no queman los pies. Además el mar es tan azul y transparente que las lanchitas atracadas a metros de la costa parecen flotar suspendidas en el aire antes que en las invisibles aguas.
EL SUBMUNDO MARINO No existe visitante en Providencia que se prive de un paseo en barca por el manglar del Parque Nacional McBean Lagoon, donde se hacen caminatas, paseos en kayak o canoas de remo, snok y también playa en el Cayo Cangrejo.
El otro paseo imperdible es un atardecer desde el puente peatonal que lleva a la islita de Santa Catalina, donde no hay calles ni autos sino un camino peatonal pavimentado que bordea la parte habitada. Y donde se termina el camino que atraviesa la islita se levanta una verde montaña, donde una escalinata lleva hasta la cima y permite volver a bajar a una diminuta playa semiescondida entre las rocas sin rastro alguno de civilización. La sensación es como estar en la isla de Lost. Allí, sin ser un experto buceador, uno se puede poner las antiparras de snorkel para curiosear en el paisaje submarino de la gran barrera de coral que rodea la isla.
Providencia atrae a muchos viajeros que se acercan exclusivamente a bucear. Para quienes no sean expertos buceadores, pero quieran hacer un bautismo de buceo fuera de lo común, está el Cayo Cangrejo, a 10 minutos en lancha de la costa.
Para explorar el fondo del mar en Providencia no hace falta haber buceado antes. En primer lugar, las empresas de buceo ofrecen un curso en aguas bajas donde se practica durante medio día hasta ganar confianza (en última instancia sólo se trata de sentirse seguro). Y por la tarde los novatos buceadores se suben a una lancha para lanzarse al mar. La experiencia no está exenta de la adrenalina de la primera vez. Un guía nos acompaña en el agua mientras apretamos el botoncito que nos desinfla el chaleco y en un rato ya estamos en el fondo del mar, a 20 metros de la superficie que se ve como si fuese un cielo debajo del cielo. La nueva dimensión es absoluta: nadamos, pero la sensación es la de flotar en cámara lenta; el único sonido que se oye es el burbujeo al expirar el aire y luego no hay más que un silencio sepulcral. La respiración es lenta y profunda. La percepción de este nuevo mundo se completa con esa sucesión de extrañas formas coralinas que desfilan ante nosotros y una serie de seres que, si no los conociéramos de los documentales, serían verdaderamente monstruosos. El más impresionante es la enorme mantarraya que se acercó a nosotros con indiferencia en un vuelo de platillo volador y se posó en el fondo del mar para mimetizarse con la arena. Lo curioso es que se deja acariciar como un gatito. Un instante después estábamos inmersos en el centro de un cardumen de pececitos de colores que pasaban frente a la máscara como un haz de flechitas veloces. Los protagonistas de esta película surrealista proyectada en la máscara son una serie de peces con sobrenombres muy ilustrativos como el ángel, el globo, el cirujano, el trompeta y la damisela. También están las barracudas, las langostas y las nada agradables morenas.
Providencia tiene apenas 5500 habitantes muy celosos de su islita alejada de todo, casi perdida en el Caribe, un submundo al margen de toda violencia, de la globalización, de la industria masiva del turismo y de casi todo. Allí, si un habitante quiere ir a la playa, sólo tiene que caminar unos metros, si quiere tomarse un agua de coco le alcanza con trepar una palmera, si desea comerse un cangrejo asado se va hasta un arrecife y lo caza, y si quiere un pescado lo pesca. Es decir que unas vacaciones en Providencia se parecen bastante a lo que sería –según nuestra arbitraria concepción del paraíso en la Tierra– algo así como un viaje al mismísimo Edén, pero con pasaje de regreso. Para los providencianos ése es su paraíso y están dispuestos a compartirlo con alguna gente, siempre que no les creen mucho alboroto ni dejen suciedad
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