Domingo, 4 de marzo de 2012 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. SIERRA DE LA VENTANA Y TANDIL EN EL SIGLO XIX
El inglés William Mac Cann llegó a Buenos Aires en 1842, en tiempos de Rosas, en busca de buenas oportunidades comerciales: la turbulencia de los tiempos hizo fracasar sus negocios, pero no le impidió hacer una cabalgata para recorrer el interior. El resultado fue su libro Viaje a caballo por las provincias argentinas, un retrato de paisajes y costumbres relatadas con la mirada curiosa del extranjero llegado a un exótico país en formación.
Por William Mac Cann*
La Sierra de la Ventana, una extensión montañosa que se desarrolla en dirección al sur, ha sido así descripta por el naturalista Carlos Darwin, que la visitó en 1832: “Esta montaña, la Sierra de la Ventana, puede verse desde que se echa el ancla en Bahía Blanca. El capitán Fitz Roy calcula su altura en 3500 pies, elevación ésta digna de notarse, tratándose de la parte oriental del continente. No sé de ningún extranjero que haya subido a ella, antes que yo. En realidad, muy pocos eran los soldados de Bahía Blanca que la conocían medianamente. Sin embargo, lejos del lugar yo había oído hablar de yacimientos de carbón, de minas de oro y plata, de cavernas y selvas: todo esto me había despertado mucha curiosidad que se convirtió muy luego en desengaño. Al llegar al pie de la sierra principal se nos hizo dificultoso encontrar agua, aunque después encontramos un poco, buscándola mejor entre la montaña. No creo que la naturaleza haya dispuesto nunca un hacinamiento de rocas tan solitario y desolado. La sierra es escarpada, fragosa y áspera. Se halla tan desprovista de árboles y arbustos que no pudimos procurarnos un asador para poner la carne sobre el fuego que habíamos hecho con tallos de cardo. El raro aspecto de esta montaña contrasta con la llanura que la circunda, semejante a un mar que batiera contra los acantilados de roca, separando las colinas paralelas. La uniformidad del colorido comunica al paisaje una extrema quietud: el gris blanquecino de la roca de cuarzo y el amarillo claro del pasto en la llanura no son mitigados por ningún otro color más brillante. El rocío, que por la noche había mojado mucho los recados de montar que utilizamos para dormir, se había convertido en escarcha por la mañana, porque el frío era muy crudo. Creí que estábamos a una considerable altura, aunque para la vista la llanura aparecía al mismo nivel. En la mañana del 9 de septiembre, el guía me dijo que ya podíamos subir a la sierra más próxima, desde donde, según creía, estaríamos en condiciones de llegar a los cuatro picos que remataban la cima. Se hacía fatigoso trepar por esas rocas tan ásperas: las pendientes, dentadas al extremo, hacían difícil el avance y lo que se ganaba en cinco minutos de ascenso se perdía fácilmente en los cinco siguientes. Cuando llegamos a la cumbre, fue grande mi desilusión, al comprobar que la montaña se precipitaba formando un valle, cuyo fondo llegaba al nivel de la llanura, y que este valle me separaba de los cuatro puntos que me proponía alcanzar. El valle es muy angosto, pero de fondo plano. Después de llegar a la cumbre del segundo pico, venciendo muchas dificultades, cuando ya eran las dos de la tarde me vi obligado a renunciar al proyecto de escalar los picos mayores, a causa de la extrema fatiga en que me encontraba. En rigor, esta ascensión me había decepcionado: hasta el panorama que se me presentaba era insignificante; una llanura que parecía un mar, pero sin sus bellos colores y sus contornos definidos. La escena, con todo, era novedosa y, un pequeño peligro, como la sal en la comida, hace más sabroso cualquier espectáculo. En el camino vimos numerosos venados y cerca de la montaña, un guanaco. La llanura que se extiende al pie de la sierra está atravesada por zanjas muy curiosas, una de las cuales tenía como veinte pies de ancho y por lo menos treinta de profundidad. Esta zanja nos obligó a efectuar un largo rodeo antes de encontrar un paso conveniente.
TANDIL (...) Cierto día, por la mañana, salimos a visitar una piedra muy renombrada que existe en las inmediaciones de Tandil: se halla sobre la falda de una colina, en la parte más alta, y en verdad parece que estuviera colgada sobre el precipicio. Su posición es tan insegura que una persona algo medrosa evitaría ponerse a su sombra por temor de que la brisa más leve precipitara su derrumbe. Tiene veinticuatro pies de alto y la circunferencia, en la parte más ancha, es de cien pies. Toda la colina está formada por rocas de granito, de forma muy diversa: en la base pueden verse grandes rocas desprendidas, de un tamaño nunca visto para mí. El panorama general, contemplado desde la parte más alta, era sorprendente: llanuras feraces y fértiles valles se extendían en todas direcciones, cubiertos de incontables tropas de ganado; las águilas, espantadas, dejaban sus nidos bajo nuestros pies y la ausencia de toda habitación humana daba a la escena un carácter desolado y selvático. Me entretuve aquel día examinando una infinita variedad de plantas rupestres y atrajo mi atención, en especial, una planta verdaderamente mágica, que no vive sino del aire; le basta un fragmento de roca, un árbol cualquiera, para suspender sus delicados zarcillos y sus flores.
Mientras yo distribuía mi tiempo de esta manera, don José y don Pepe, al pie de la colina, preparaban un abundante almuerzo; en un rato habían cazado unas veinte perdices, sin otro instrumento que una larga caña provista de un nudo corredizo de crin que suele emplearse para ese objeto. También habían cazado un armadillo. Después de la comida se organizó una partida de tiro al blanco, con rifle: formaban en ella norteamericanos, ingleses y naturales del país; los norteamericanos demostraron ser, en esa ocasión, los más hábiles tiradores. El blanco consistió en un peso plata, y la distancia era de cien yardas.
El señor Arana, hijo del ministro de Relaciones Exteriores, a quien había sido presentado por Mr. Swysey, conociendo mi interés por explorar la región, me hizo saber que no lejos de aquel lugar existía un volcán extinguido. Esto me sugirió la idea de formar una partida para visitarlo en el día siguiente. Yo nunca había oído nada sobre esta particularidad geológica de la pampa, con serme familiares casi todas las obras publicadas sobre el país, y celebré la oportunidad que se me ofrecía para conocerla. Postergué, así, mi viaje, dispuesto a formar parte de la partida exploradora. Un hombre con quien hablé me hizo una larga relación sobre el cráter del volcán, su disposición y su anchura. En un principio tuve alguna duda sobre su existencia, pero como eran varias las personas que decían haberlo visto y se complacían en describirlo, terminé por dar crédito a lo que se afirmaba.
En la mañana siguiente, a la hora prefijada, estábamos todos a caballo provistos de sogas para sondear la profundidad del cráter del volcán; esperamos por un buen rato a nuestro guía y, al cabo de cierto tiempo, llegó un mensajero para comunicarnos que aquél se hallaba muy ocupado haciendo pasteles para festejar la fiesta patriótica del 25 de Mayo. Esta circunstancia aumentó mis dudas y me sentí más inclinado a volverme a Buenos Aires que a seguir hasta la montaña. Decidimos llegar hasta el pie de la colina, donde vivía un campesino familiarizado con el sitio en cuestión, pero, llegados a su rancho, supimos que su dueño se hallaba lejos de la casa, ocupado con una manada de caballos. La familia, sin embargo, nos dio las señas de otro hombre, tan experto como él en cuanto al objeto de nuestra búsqueda. Fuimos, pues, a un segundo rancho donde encontramos cuatro o cinco mujeres que nos animaron repitiendo lo que ya se nos había dicho sobre la existencia del volcán. Desgraciadamente, el dueño de casa se encontraba fuera también; su mujer nos dijo que conocía muy bien el lugar, que cuando salían a juntar leña, su marido le había mostrado la boca tenebrosa de la caverna, pero ella nunca había tenido valor para llegar hasta el borde. No faltó otra mujer sabedora de que un hombre –conocido por ella– había entrado a la caverna con una vela encendida; otro había tratado de sondear la profundidad con cuatro lazos anudados pero sin lograr tocar el fondo. La mujer que decía conocer el sitio nos aseguró que, aun siguiendo solos, si teníamos en cuenta sus indicaciones, podríamos alcanzar nuestro propósito. Señaló entonces dos colinas que se mostraban a lo lejos y aseguró que en una estaba la caverna, pero, por desgracia, había olvidado en cuál de ellas se encontraba. Tomando en serio lo aseverado por la mujer, caminamos hasta la colina más próxima; después llegamos hasta la más distante pero sin éxito alguno. Por último, después de algunas horas infructuosas de exploración, volvimos al pueblo sin haber visto nada semejante a un volcán.
(...) Estábamos comiendo cuando llegó un soldado de la milicia: el soldado se mostró muy elocuente en la descripción del lugar, pero, al ofrecerle yo algún dinero si quería servirme de guía, se excusó diciendo que al día siguiente se hallaría de guardia. Era claro que el volcán extinguido sólo existía en la imaginación de las gentes, a pesar de que lo describían con ese lujo de detalles con que suelen describirse las cosas imaginarias.
Fuimos invitados a participar de las fiestas conmemorativas de la Independencia argentina y concurrimos a la casa del Comandante, donde pasamos una noche muy placentera y alegre. Se hallaban presentes uno o dos jueces de paz, el señor Arana y los vecinos más espectables de la localidad. Sirvieron mate, dulces, confituras y bebidas; se bailaron minuetes, valses, polkas y algunas danzas peculiares del país, con música de violines y guitarras. Continuó la fiesta hasta el amanecer, hora en que tomamos té y nos retiramos. Aunque nos encontrábamos en uno de los pueblos más apartados de la provincia, el porte y las maneras de los convidados a la fiesta llevaban el sello de la cortesía, la gracia y la etiqueta impuestas por Almack; a todo ello se mezclaba una general alegría, poco común en las reuniones selectas de Europa y más próxima a la libertad y al buen humor que reinan en los saraos de familia.z
* Autor de Viaje a caballo por las provincias argentinas.
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