LA RIOJA CRóNICA DE UNA EXCURSIóN A LA SIERRA DE LOS QUINTEROS
Bajo el vuelo del cóndor
La Reserva Natural Quebrada de los Cóndores, en lo alto de la Sierra de los Quinteros, es uno de esos lugares casi ocultos y poco conocidos que sorprenden a los viajeros. Allí, el puesto rural Santa Cruz de la Sierra ofrece alojamiento y cabalgata a una espectacular saliente montañosa próxima a la morada de un centenar de cóndores que planean a metros del visitante, tan cerca que hasta se distingue el brillo de sus ojos.
Por Julian Varsavsky
Una camioneta 4x4 nos conduce por un polvoriento camino de tierra desde el pueblo de Tama –a 180 kilómetros de La Rioja– hasta la Sierra de Los Quinteros, un extraño paisaje abarrotado de gigantescas rocas de granito. Amanece con lentitud y el rocío todavía perdura sobre los pastos que alfombran las suaves lomadas. Las rocas desparramadas por el terreno parecen el resultado de un descomunal derrumbe, aunque en la cercanía no hay ninguna montaña que certifique esta hipótesis. Inquieta preguntarse si semejantes moles en medio de la nada brotaron de la tierra o cayeron del cielo como una lluvia de meteoritos. A simple vista pareciera que hace millones de años hubo aquí un verdadero cataclismo que convirtió al lugar en una especie de parque jurásico donde en cualquier momento puede aparecer un grupo de pterodáctilos surcando el cielo.
Los lugareños –gente sencilla y tranquila– no se plantean estos interrogantes sobre las rocas y llevan una existencia serena en sus casas construidas entre las rocas, allí donde nace algún manantial. Medio kilómetro separa una casa de la otra, y en los patios cuelgan de los árboles pedazos de charqui (carne salada). Durante el recorrido nos cruzamos con los cabreros arreando sus animales y con hombres a caballo.
El camino asciende con suavidad por algunas cornisas hasta llegar a los altos de una meseta, una gran planicie donde sobresalen otra vez varios centenares de rocas de granito. Abajo, en la lejanía, las nubes encapotan un valle velado a nuestros ojos.
Hemos llegado a Santa Cruz de la Sierra, el puesto base para alcanzar la Quebrada de los Cóndores, la meta última de este viaje. Se trata en realidad de la casa centenaria donde vivieron los tatarabuelos, los bisabuelos, los abuelos y los padres de José de la Vega, un baqueano de pura cepa riojana. Nuestro anfitrión vive en este paraje alejado de todo desde el día en que nació y nunca hasta ahora visitó Buenos Aires, y probablemente nunca lo vaya a hacer.
Sentados en el patio a la sombra de un nogal –frente a un arroyo que avanza al pie de la sierra–, José de la Vega nos prepara unos mates y disfrutamos de un silencio casi perfecto, matizado por el arrullo del agua, el cantar de los angelitos (pequeños pájaros blancos), los silbidos de una cotorra y el maullar de un gato que no se quiere bajar del techo. Y además están los patos, las gallinas, los perros y los caballos. Los dueños de casa hablan muy bajo, casi en susurros, ya que no están acostumbrados a elevar la voz por la sencilla razón de que todos los sonidos aquí se oyen mejor. En la Sierra de la Cruz, José de la Vega tiene todo lo que necesita: agua pura de un arroyo, paneles solares para la luz, 200 cabritos, una huerta, una espaciosa casa rebosante de animales domésticos, seguridad y a su madre.
Un cabrito asado En el horno de adobe se está cocinando un cabrito, y entre mate y mate su aroma nos adelanta el sabroso placer de la carne asada. De la Vega –hombre de pocas palabras– interrumpe la conversación y va al huerto a recolectar unas hojas de perejil para adobar la comida y tomates. Luego se acerca al arroyo a juntar agua cristalina. Mientras troza leña con un hacha, nos cuenta que las paredes de medio metro de ancho de su casa son de piedra y barro para mantener el calor en invierno y el frío en verano.
Pasamos al comedor y los humeantes costillares inauguran el banquete. La tierna carne del cabrito, blanca y con una fina capa de grasa que parece manteca, prácticamente se deshace en la boca debido a su suavidad. En lo mejor del almuerzo llega de visita un baqueano vecino quien desmonta de su caballo y, en un gesto sin dudas meditado pero también generoso, saluda a todos los comensales estrechando las manos de cada uno, aunque a esa altura de la comida estén literalmente chorreantes de grasa.
Conversar con los paisanos es para el hombre de la ciudad una experiencia en sí misma. Cabe recordar que estos paisanos no son gente común de provincia, sino personas que viven realmente aislados de todo, con muy poco contacto incluso con la capital provincial –que es en sí misma un pueblo grande– y autoabasteciéndose de casi todo, hasta de lo más elemental. El camino de tierra que une la sierra con el pueblo de Pacatala se inauguró hace apenas 8 años; antes, ese trecho de 20 kilómetros se debía recorrer a mula.
Los baqueanos de Sierra de los Quinteros viven compenetrados con la naturaleza y trabajan siempre en familia. Y para ellos el trabajo no es una actividad torturante disociada del tiempo libre como lo es en la gran ciudad. Aquí el tiempo del trabajo es el de la vida y está marcado por los horarios de sacar a pastar los cabritos, llevarlos de regreso al corral, o recoger el agua de los manantiales.
El llamado del condor Nuestro encuentro con los cóndores llega antes de lo esperado. De la Vega alza la mirada y descubre dos soberbios ejemplares bajando lentamente en un cerrado planeo circular, justo encima nuestro. Apenas 50 metros nos separan de las aves, que cuando se cansan de girar en redondo aprovechan una corriente térmica para ascender y perderse en las alturas, convertidas de un punto diminuto. Según se dijo, nos estaban llamando.
Los caballos del dueño de casa son ahora nuestro medio de transporte. Estamos otra vez entre las gigantescas rocas de granito, algunas de hasta diez metros de altura. Las vertientes de agua se multiplican por doquier alimentando un imponente verdor. Los manantiales mayores forman quebradas con grandes piletones naturales donde se pescan truchas y uno puede darse un baño en el verano. Nuestro guía ofrece una clase de botánica criolla remarcando las diversas plantas aromáticas y medicinales: peperina, poleo, menta, vira-vira, incayuyo y molle.
Los esforzados caballos suben despacio chocando ruidosamente sus cascos contra las rocas. A veces se resisten a avanzar y hay que azuzarlos un poco. Pero llega un momento en que ya no hay terreno llano sino sólo rocas enormes pegadas una a la otra, y debemos avanzar a pie. Por suerte el trayecto es corto, a través de un seguro camino de cornisa que termina en un descomunal precipicio. Hemos llegado al borde de una gran meseta; a un verdadero balcón natural donde se observa la vasta llanura del Valle de los Llanos Riojanos. A lo lejos divisamos un cóndor solitario y nos invade la sensación de que hoy no será nuestro día de suerte. Pero un chico, hijo de un baqueano de la zona, también nos acompaña y comienza a gritar como un cabrito. Créase o no, en apenas 10 minutos aparecen desde atrás de las montañas más de 20 cóndores acechando la zona. El pibe sigue gritando mientras las aves se acercan cada vez más. Nos hemos acostado boca arriba sobre la saliente de piedra junto al precipicio, y miramos azorados la presencia majestuosa de los cóndores volando como en cámara lenta a menos de 10 metros sobre nuestra cabeza, y tomamos conciencia real de su tamaño: 3 metros con las alas extendidas. Planean casi estáticos en el aire, con su cuerpo inmóvil y la cabeza doblada hacia abajo, tratando de descubrir una presa. Por momentos alcanzamos a divisar hasta el brillo de sus aguerridos ojos y a veces vuelan a un nivel más bajo que el mirador. Al verlos pasar se distingue claramente la arrugada cabeza pelada, el collar blanco y el plumaje negro con orlas blancas que configuran la imagen-símbolo de las cumbres andinas. El macho se distingue de la hembra por la presencia de una carúncula carnosa que le cubre la cabeza, desde el pico hasta la altura de los ojos.
Cuando ya han descendido demasiado y no ven presa a la vista, los cóndores se incorporan a una corriente ascendente y sin el menor esfuerzo ganan alturas increíbles otra vez. Los lugareños aseguran que a veces llega a haber hasta 40 cóndores volando en bandada entre estos desfiladeros, donde tienen sus nidos en inalcanzables nichos y grietas en las paredes de la montaña. No todos los visitantes tienen la misma suerte, por supuesto, pero desde que se ha inaugurado la expedición –hace 3 años– nadie se ha quedado sin ver de cerca a los cóndores. El poético vuelo del cóndor ha dado origen a mitos sobre la potencia y eternidad de la especie. Los indígenas del Noroeste resaltaban su longevidad y bebían su sangre para alargar la vida. Aun hoy, muchos aseguran que cuando el cóndor siente mermar su fuerza y es abandonado por las hembras, remonta vuelo y se suicida arrojándose en picada –con las alas trabadas por las patas– hasta estrellarse contra las rocas. Pero hay quienes llegan aun más lejos y, negando que su inmortalidad sea un mito, afirman que al sentirse viejo vuelve al nido para renacer como un nuevo pichón, al que otros cóndores le enseñarán nuevamente a volar. Y así, para toda la eternidad.
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