Dom 14.10.2012
turismo

DIARIO DE VIAJE. EXPLORANDO EL PACíFICO

Una balsa en Ecuador

Thor Heyerdahl, navegante y explorador noruego, emprendió en 1947 el desafío de probar que los antiguos habitantes de Sudamérica podrían haber llegado en balsa a la Polinesia. Aquella travesía se contó en un libro y un documental, La expedición de la Kon-tiki, donde se narran los primeros intentos de construir una balsa en Ecuador, la extensa navegación por el Pacífico y la llegada al archipiélago de Tuamotu después de 101 días de viaje. Aquí, el comienzo de la aventura.

› Por Thor Heyerdahl *

Al cruzar nuestro avión la línea ecuatorial, principió un suave descenso a través de la capa lechosa de nubes que hasta entonces se había extendido a nuestros pies como un brillante manto de nieve bajo el ardiente sol. Mechones de vapor se pegaban a las ventanillas, hasta que se abrió la capa de niebla y quedó flotando como un dosel de nubes sobre nuestras cabezas, descubriendo el verde y brillante techo de una selva con ondulaciones de mar. Volábamos sobre la república sudamericana del Ecuador y aterrizamos en el puerto tropical de Guayaquil. Llevando en el brazo nuestros abrigos, chaquetas y chalecos, nos sumergimos en una sofocante atmósfera de invernadero, llena de locuaces meridionales vestidos con ropas tropicales, y sentimos que las camisas se nos pegaban a la espalda como papel mojado. (...). Habíamos llegado al país donde crece el árbol de balsa y donde íbamos a comprar la madera para construir nuestra embarcación.

El primer día lo pasamos aprendiendo el sistema monetario y el español suficiente para poder regresar al hotel. El segundo día nos aventuramos a alejarnos de nuestras duchas, en círculos cada vez de mayor radio, y cuando Herman hubo satisfecho la ambición de su niñez de tocar una palmera auténtica, y yo estaba ya como un bote ambulante de ensalada de fruta, decidimos empezar nuestras gestiones para adquirir madera de balsa. Desgraciadamente, esto era más fácil de decir que de hacer. Hubiéramos podido, desde luego, comprar balsa en cantidades, pero no en forma de troncos enteros, como queríamos. Habían pasado los días en que se podía conseguir árboles de balsa a la orilla del mar; la última guerra había terminado con ellos; habían sido talados por millares y enviados a las fábricas de aviones, porque esta madera es esponjosa y ligera. Se nos dijo que el único lugar donde crecían grandes árboles de balsa era en la selva del interior del país (...).

En nuestro apuro fuimos a ver a don Gustavo von Buchwald, el rey de la balsa en el Ecuador, y Herman desenrolló en su presencia el plano de la embarcación, con las longitudes de troncos que necesitábamos. El rey de la balsa, un hombrecillo enjuto y de poca estatura, tomó decididamente el teléfono y ordenó a sus agentes que se pusieran en busca de la madera. Estos encontraron tablones, planchas livianas y retazos aislados de madera en todos los aserraderos, pero no pudieron dar ni con un solo tronco utilizable. Había dos grandes troncos, secos como yesca, entre los desperdicios del aserradero del propio don Gustavo, pero eso solo no nos llevaría muy lejos; era claro que la búsqueda sería inútil.

“Un hermano mío tiene una gran plantación de balsa –dijo don Gustavo en forma alentadora–. Se llama don Federico, y vive en Quevedo, una pequeña ciudad de la selva, tierra adentro. El puede facilitaros todo el que necesitéis, tan pronto como podamos ponernos en contacto con él, pasada la estación de lluvias; pero ahora sería inútil, con estos aguaceros en la selva.”

Si don Gustavo decía que algo era inútil, todos los expertos en balsa del Ecuador dirían también que todo era inútil. De manera, pues, que nos encontrábamos en Guayaquil sin madera para la balsa y sin posibilidades de ir a cortar los árboles nosotros mismos hasta varios meses después, cuando ya sería demasiado tarde. “Tenemos poco tiempo”, dijo Herman. “Y hay que encontrar balsa como sea”, dije yo. La embarcación debe ser una copia exacta o no tendremos garantía de salir con vida. Un pequeño mapa escolar que vimos en el hotel, en el cual estaban pintadas en color verde la selva, en castaño las montañas y bordeadas de rojo las zonas deshabitadas, nos informó que la selva se extendía en forma ininterrumpida desde el Pacífico hasta el pie de la gigantesca cordillera de los Andes. Esto me dio una idea. Las plantaciones de balsa de Quevedo eran, en esta época del año, evidentemente inaccesibles desde la costa, pero acaso pudiéramos llegar hasta los árboles por el lado de tierra, bajando directamente a la selva desde las desiertas y nevadas montañas de la cordillera de los Andes. Era una posibilidad, la única que veíamos.

En el aeropuerto encontramos un pequeño avión de carga, dispuesto a llevarnos hasta Quito, la capital de este extraño país, situada en la altiplanicie de los Andes, a tres mil metros sobre el nivel del mar. Entre un apiñamiento de paquetes y muebles, tuvimos oportunidad de dar un vistazo a la selva verde y los ríos plateados, antes de desaparecer entre las nubes. Cuando salimos de ellas, las tierras bajas quedaban ocultas bajo un inmenso mar de ondeantes vapores, pero al frente los áridos contrafuertes y desnudos barrancos emergían de este mar de niebla, levantándose hacia el deslumbrante azul del cielo. El aeroplano subía, siguiendo el perfil de las montañas como si lo hiciera sobre un invisible funicular, y a pesar de estar sobre la misma línea ecuatorial, al fin veíamos a nuestro lado brillantes campos de nieve. Luego, deslizándonos entre las montañas, entramos en una rica planicie, vestida de un verde primaveral, en la cual aterrizamos muy cerca de la capital más curiosa del mundo.

QUITO La mayor parte de los 175.000 habitantes de Quito son indios puros de las montañas o mestizos, pues ésta fue la capital de sus antepasados, mucho antes de que Colón y nuestra propia raza conocieran América. La ciudad recibe su sello peculiar de los antiguos monasterios, llenos de tesoros artísticos de incalculable valor, y otros magníficos edificios del tiempo de los españoles, que se yerguen sobre los techos de las bajas casas indígenas, construidas de adobe secado al sol. Por un laberinto de estrechas callejuelas, entre las paredes de adobe, transitaba un enjambre de indios de la montaña, con sus ponchos de tonos rojizos y sus grandes sombreros del país. Algunos iban al mercado llevando burros cargados, mientras otros, sentados y agachados a lo largo de las tapias de adobe, cabeceaban bajo el ardiente sol. Unos cuantos automóviles llevando aristócratas de origen español en traje tropical conseguían apenas, yendo a media velocidad y con un incesante sonar de bocinas, abrirse paso a lo largo de las callejuelas de dirección única, entre burros, chicuelos e indios descalzos. El aire allá arriba, en el altiplano, era de tal brillantez y cristalina diafanidad, que las montañas que nos rodeaban parecía que entraban a formar parte del cuadro de la calle, contribuyendo a crear esa atmósfera de un mundo distinto. Jorge, nuestro amigo del avión de carga, apodado El Loco Volador, pertenecía a una de las viejas familias españolas de Quito; él nos instaló en un anticuado y divertido hotel y enseguida se echó a la calle, unas veces con nosotros y otras solo, tratando de conseguir transporte para llevarnos sobre las montañas y después hacia la selva hasta Quevedo.

Nos reuníamos por la noche en un viejo café español, y Jorge llegaba siempre lleno de malas noticias; en resumen, debíamos quitarnos de la cabeza la idea de ir a Quevedo. No conseguiríamos ni hombres ni vehículos para llevarnos sobre las montañas, y menos hasta la selva, donde las lluvias habían principiado y donde, además, existía el peligro de ser atacados, si nos quedábamos empantanados en el barro. Incluso el año anterior, un grupo de diez ingenieros petroleros norteamericanos habían sido encontrados muertos con flechas envenenadas en la zona oriental del Ecuador, donde todavía muchos indios vagan completamente desnudos y cazan con flechas embebidas de curare.

“Algunos son cazadores de cabezas”, nos dijo Jorge con voz cavernosa, viendo que Herman se servía, imperturbable, más carne y más vino tinto. “Creéis que exagero –continuó en la misma voz baja–, pero, a pesar de estar rigurosamente prohibido, todavía hay gente en este país que se gana la vida vendiendo cabezas humanas reducidas; es imposible controlarlo, y aún ahora los indios de la selva cortan las cabezas de sus enemigos de otras tribus nómadas (...)”

“Nunca se sabe –decía Jorge con aire sombrío–. ¿Y qué diría usted si su amigo desapareciera y un día encontrara su cabeza en miniatura en el mercado? Esto le pasó una vez a un amigo mío”, añadió mirándome porfiadamente. “Cuéntenos eso”, dijo Herman, que seguía masticando su bistec, lentamente y sin gran entusiasmo. Puse mi tenedor cuidadosamente a un lado y Jorge nos contó su historia. Habitaba, en cierta ocasión, con su esposa en un puesto avanzado de la selva, lavando oro y comprando el que le traían otros lavadores. La familia tenía en aquel tiempo un amigo indígena, que traía su oro regularmente y lo cambiaba por diversos artículos. Un día, este amigo fue asesinado en la selva. Jorge persiguió al asesino hasta acorralarlo y le amenazó con matarlo. Ahora bien, el asesino era uno de quienes se sospechaba que vendían cráneos humanos reducidos, y Jorge le prometió salvarle la vida si le traía el cráneo de su amigo. El criminal sacó inmediatamente la cabeza del amigo de Jorge, tan pequeña en ese momento como el puño de un hombre. Jorge se quedó impresionadísimo al volver a ver a su amigo, pues no había cambiado nada, sólo que se había achicado. Profundamente emocionado, tomó la cabeza y se la llevó a su esposa. Esta se desmayó al verla, y Jorge se vio precisado a esconderla en un baúl, pero había tanta humedad en la selva, que se formaban capas de moho verde en la cabeza, de manera que de cuando en cuando Jorge tenía que ponerla a secar al sol. Quedaba muy bien cuando la colgaba de los cabellos en una cuerda de secar ropa, pero la señora se desmayaba cada vez que la veía. Un día, un ratón logró penetrar en el baúl e hizo tal destrozo en su amigo que Jorge, muy mortificado, enterró la cabeza, con todas las ceremonias del caso, en un pequeño agujero en la parte alta del campo de aterrizaje. “Porque, después de todo, era un ser humano”, concluyó Jorge.

“Una buena cena”, dije para cambiar de conversación. Cuando ya a oscuras regresábamos a casa, tuve la desagradable impresión de que el sombrero de Herman le había caído hasta las orejas. Pero era sólo que se lo había encasquetado para protegerse del viento helado que por la noche sopla de las montañasz

* La expedición de la Kon-tiki, 1951.

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