turismo

Domingo, 27 de enero de 2002

BARCELONA AñO GAUDí

La fiesta del arquitecto

Es el arquitecto símbolo del estilo modernista que marcó y dio identidad a la capital catalana. Este 2002 es su año y el 150º aniversario de su nacimiento.

Por Andrea Ausfet
Paradigma del modernismo arquitectónico y catalán, el genial arquitecto legó un manojo de construcciones técnicamente innovadoras, adelantadas a su tiempo, e indiscutiblemente movilizadoras de almas y espíritus que recorren Barcelona. La piel de quienes se internan en galerías y transitan bajo arcos y cúpulas se suele erizar sin que su dueño sepa muy bien por qué. Intuyen presencias de otra dimensión, nacidas de la poderosa imaginación de su creador, Antoni Gaudí. Los inunda la admiración y la sorpresa de cada curva y juego de volúmenes, siempre conmovedores, dramáticos, que sin excepción plantean un diálogo con uno mismo, o con los fantasmas del genial arquitecto. A esa altura, casi da igual.
La experiencia se repetirá miles de veces este año, más que de costumbre, pues la ciudad condal ha consagrado el 2002 a la memoria, el estudio y el homenaje a Antoni Gaudí, su hijo dilecto, aunque no siempre tan comprendido ni admirado, pero siempre polémico y llamativo. Una serie de exposiciones, conferencias y hasta conciertos y obras de teatro sobre su vida se organizan para celebrar los 150 años de su nacimiento (ver recuadro). Y se suman al recorrido del Bus Turistic que en su ruta se detendrá en los principales edificios gaudianos, y a los descuentos y promociones especiales.
Quizá estos ciclos permitan esbozar una respuesta más afinada a la inevitable pregunta por los sueños que estaban en la génesis de esa espectacularidad y a veces también la truculencia expresiva, la creatividad desbordante (Gaudí solía aprovechar para el ornamento hasta la argamasa que asomaba entre las hileras de ladrillos) que, sin embargo, hacía sólido pie en un dominio técnico que no sería alcanzado por ninguno de los arquitectos contemporáneos. El resultado es un estilo abigarrado y reacio a repetir detalles, a veces abrumador, personalísimo, aunque también inspirado en modelos históricos. No podía sino conmover a principios del XX, y hasta molestar a algunas almas amantes de las rutinas, la monotonía, lo preestablecido, predigerido y preaceptado.
Maestro tan poco convencional como ajeno a los halagos de la fama, el joven hijo de un calderero, nacido en 1852, pasó su juventud de estudiante en Barcelona, fascinado por una aristocracia local que mezclaba en provechosa alquimia la frivolidad con el cultivo del intelecto y las artes, y que hacía del mecenazgo y el apoyo a los artistas una virtud de moda. Por entonces la economía catalana se expandía, y la comunidad crecía poblacional y ediliciamente, mientras cobraba fuerza un fuerte nacionalismo al que Gaudí adheriría con fervor: Cataluña y Barcelona siempre fueron un fenómeno fuerte.
Ya consagrado profesionalmente, Gaudí rehuyó la prensa y evitó posar para los fotógrafos y casi no se conserven imágenes suyas. Jamás le faltaron, sin embargo, promotores y entusiastas. Apenas terminados sus estudios, si no antes, recibió sus primeros encargos y participando en la Exposición Universal de París (1878) conoció a quien se transformaría en su mayor admirador y mecenas, Eusebi Güell i Bacigalupi. Posteriormente ungido conde, había amasado una gigantesca fortuna en la industria textil y no dudaría en gastar buena parte de ella en viajes, protegiendo artistas y en empresas sociales de una envergadura insólita para entonces.
A principios de este milenio internarse en el Parque Güell sigue siendo convertirse en explorador de un mundo extraño, andando detrás de simbolismos y representaciones herméticas, sin solución de continuidad, donde la obra se confunde –o se funde– con la naturaleza. Se intuye el fluir de una vivencia trascendental. El sentido místico con que Gaudí encaraba todas y cada una de sus obras se encuentra en el detalle o en la poderosa imagen de conjunto.
El banco serpenteante e inacabable que delimita la explanada central puede compararse en depurado colorido con un lienzo de Joan Miró, con laspinturas surrealistas que por entonces eran vanguardia; pero a la vez se integra perfectamente al entorno. Es la receta de un creador excepcional: combinaba elementos muy poco costosos, reciclaba materiales, invitaba a los albañiles a liberar su imaginación y plasmar en collage de cerámica el vuelo de sus almas. Lejos de la locura –como entonces y después alguno se atrevió a postular– Gaudí basaba sus proyectos en estrictas técnicas constructivas, el estudio a fondo de desarrollos históricos, de la resistencia de materiales y su ensayo. No se vio afectado por prejuicios ni reparos para echar mano a cuanto pudiera servir para lograr lo que había imaginado.
A la ornamentación de cuño árabe por la que sería también fuertemente influido, sumó las sinuosidades orgánicas y las formas biológicas que están en la base del Modernismo. Pero, lejos de concebirlas como puramente ornamentales, para él la misma naturaleza se componía de fuerzas que actuaban bajo la superficie y, en definitiva, la forma no era más que la expresión externa de aquella energía. Estas tendencias se afianzaron e intensificaron en la obra gaudiana hasta que en 1914 se dedicó con exclusividad a dirigir la obra de la Sagrada Familia, que sin embargo había sido una de sus primeras encomiendas. Una trágica muerte cortó el ahínco con que trabajaba, pese a su avanzada edad, en el famoso templo, hoy icono de Barcelona. Un tranvía lo atropelló en junio de 1926. Inconsciente y no reconocido, fue internado en un hospital público, como un indigente. Tal era la simpleza de sus ropas, pese a que ser ya entonces considerado casi un héroe local. Nuevamente lúcido, se negó, sin embargo, a recibir un tratamiento distinto al del común. Fue sepultado en una cripta del templo al cual había dedicado su mayor pasión profesional y hoy uno de los epicentros de los homenajes en su Año Internacional.

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