Domingo, 10 de marzo de 2013 | Hoy
SUIZA. ST. MORITZ, HERMANA DE BARILOCHE
El centro de esquí de St. Moritz está considerado uno de los sitios más exclusivos de Europa, por su ubicación majestuosa en el corazón de los Alpes suizos, su oferta de recreación VIP y su historia. Tan único destino eligió solo tres pares en el mundo como “ciudades hermanadas”: Vail (Estados Unidos), Kutchan (Japón)... y Bariloche, en la Argentina.
Por Ana Valentina Benjamin
Fotos por Ana Valentina Benjamin
Se encuentra a 138 kilómetros de Zurich y a 1775 metros sobre el nivel del mar. Es rica en luz y cultura: cuenta con 322 días de sol al año y habla los cuatro idiomas de Suiza, el romanche (lengua derivada del latín), el alemán, el francés y el italiano. Hace miles de años sus aguas termales curativas ya atraían a los viajeros; por su suculenta oferta, hace 117 años se convirtió en uno de los centros deportivos más famosos del planeta: patinaje sobre hielo, windsurf, carreras de caballos, torneos de polo, el trampolín olímpico de esquí, la Copa del Mundo de Esquí. La primera escuela del mundo en enseñar esquí se fundó en St. Moritz, en 1927, y actualmente la localidad ofrece 350 kilómetros de pistas. En verano se añaden cuantiosas actividades para el dominguero estresado o el intrépido adinerado: mountain bike, gigantescas redes de senderismo, golf, toda la gama de deportes acuáticos, ciclismo, pesca, tiro al arco, paracaidismo...
Gran parte del trayecto desde Zurich (unas tres horas y media) es Patrimonio Mundial de la Unesco y es visible su razón. El tren asciende entre incontables firuletes, contables 55 puentes y 39 túneles históricos, en una experiencia literalmente celestial: hay muchos trenes que viajan a través de las nubes, pero el que llega a St. Moritz parecería viajar hacia el sol; por momentos se pierde de vista el suelo, todo lo que nos sostiene, y se ofrece a la vista lo que sólo los pájaros pueden ver. En invierno, el vértigo blanco es parte del pasaje; tanto como los pueblitos de cuento dibujados sobre las laderas de las montañas, con su inefable capillita erguida –siempre, como si la ubicación garantizase óptima conexión divina– en el centro y en lo alto.
ALPES PRINCIPESCOS La llegada a destino no es fastuosa: una sencilla estación no delata lo que vendrá. El pueblo tiene una población estable de cinco mil habitantes que se cuadruplica en las temporadas más plenas. Indiscutiblemente, los Alpes principescos que abrazan la zona deben ser visitados, en algunos de los transportes habilitados para remontarlos. Y porque la belleza geográfica es la gran reina, el recorrido museístico obligado de (casi) todo paraje europeo no cuenta tanto; aun así, hay algunos paseos que merecen la pena: el Segantini-Museum, los restos de la iglesia de San Mauricio, la Biblioteca sobre la historia de la localidad, el Engadine Museum, el Berry Museum y la St. Moritz Design Gallery sobre la Vía Serlas, estrecha y modesta callecita en cuyas aceras, sin embargo, habitan las marcas más extremadamente caras del planeta.
Pero sin duda, y por razones histórico-artísticas, el Badrutt’s Palace es el sitio imperdible: porque allí ha nacido St. Moritz como destino turístico top, y porque allí han pernoctado estrellas universales. Al comienzo, se trató de un fortín recreativo sólo durante el verano, una pensión de doce habitaciones, pero se convirtió en un elegante centro en 1864, después de que Johannes Badrutt hiciese una apuesta con unos pertinaces veraneantes ingleses: “Vengan, please, en invierno; si no les gusta, les pago el viaje ida-vuelta desde Londres; si les gusta más que el veranillo, les regalo la estadía”. Los ingleses, astutos perdedores, dejaron ganar a Badrutt y gozaron de un hospedaje free of charge. Formalmente, este castillo con calor de hogar fue inaugurado en 1896. Su director más notorio, Hans Badrutt (nieto del “apostador”), fue un millonario avispado, con una idea clarísima sobre el perfil del dotado de billetes. Pero él, ávido lector, amante de la pintura, quiso algo distinto para el primer palacio turístico de Europa: quiso lujo inteligente. Dedicó parte de su fortuna a la compra de obras de arte que colgó en los pasillos de su palacete, para la propia erudición y la educación de sus huéspedes. En 2004 otro Hans, esta vez de apellido Wiedemann, asumió el cargo de gerente e introdujo a la preservación de la sustancia histórica el cuidado del medio ambiente. Desde entonces, todo se renueva con criterios ecológicos, como la bomba de calor que se alimenta del lago St. Moritz y que provee el 80 por ciento del total de energía. Los suelos están hechos con piedras locales: Soglio, San Bernardino y Calanca. La madera también proviene de bosques locales sustentables.
El palacio tiene 157 habitaciones, siete restaurantes, tres bares, un nightclub para padres muy nocturnos, un “Kid’s Club Palazzino” para niños muy diurnos, una piscina interior que se escapa hasta dar con el cielo, ofertas jugosas, rincones de antología y un pequeño teatro cuyo público alguna vez escuchó extasiado la voz de la excelsa Marlene Dietrich. La historia del amoblamiento es simpática: los turistas del siglo XIX llevaban sus propios muebles para rodearse de lujo sin dejar de sentirse en casa... y los dejaban. El hotel los conservó y restauró uno a uno, mezcla de lealtad inmobiliaria y visión de futuro: en la actualidad conviven, con envidiable armonía, suntuosos muebles del hoy con vetustas joyas del pasado.
PARA TODOS LOS GUSTOS El clima atemporal que vibra por doquier es inenarrable. Hay para todos los sentidos. En el inmenso espacio del palacete en general, pero en particular en las zonas de relax, existe un rasgo difícil de describir: cómo huele y cómo suena. Música que pareciese provenir del mismísimo paraíso cosquillea dúctilmente los oídos. El aroma es una mezcla de madera y frutas sin nombre preciso. Todo está diseñado con criterios específicos. Un duende en cada rincón; en realidad, un equipo de expertos interpretando la sensibilidad de Frau Martha Wiedemann, nativa de la India. Este centro del bienestar embriagador también tiene algo de la inteligencia de Hans: los espacios están creados de tal manera que obligan a preguntarse qué concepto hay detrás. Lo hay: aunque con fisonomía suiza, el espíritu tiene mucho de la Filosofía del Vastu, que estudia y aplica la influencia de las leyes de la naturaleza en las construcciones humanas. Esta antigua doctrina hinduista enseña cómo incorporar la energía según criterios de opuestos-complementarios: actividad-tranquilidad, sol-luna, femenino-masculino...: “Si colocas algo en el lugar equivocado, no hay equilibrio”, dice Wiedemann. Y no se equivoca.
El palacio tiene sus personajes, como el histriónico Stefan Gerber, que lleva once años trabajando como jefe de pastelería. Conoce, como sus postres, muchas lenguas. Por temporada puede llegar a utilizar dos toneladas de chocolate. Ama su oficio, creativo y gratificante, pero es consciente de su rigor. “A nuestros clientes no podemos decirles que no”, asegura. Entre ellos, no hay sólo turistas sino también grandes compañías: los espacios del hotel-palacio son asiduamente convertidos en escenarios de rodaje para comerciales, películas y producciones fotográficas. ¿Van en busca de la majestuosidad inteligente que supo forjar Hans o van tras la inspiración de genios anteriores? Alfred Hitchcock, Charlie Chaplin, Douglas Fairbanks, Henry Ford, Rita Hayworth... estuvieron allí. Fairbanks se alojó en diciembre de 1931 y abril de 1932; su esposa, la actriz Mary Pickford, viajaba con él. Chaplin fue fotografiado en el Palacio en 1931. Especialmente retratos de Alfred Hitchcock decoran las paredes del palacio; su amistad con el jefe Hans autoriza a revelar un secreto a voces: las aves que sobrevuelan el cielo azul de Saint Moritz –aseguran– lo inspiraron para la película Los pájaros (1963). En su íntima habitación –que hoy se reserva por 3660 euros la noche– Hitchcock lucubró detalles del diseño de dirección. Su inspiración evoca otras musas, como aquella Mafalda que toma sol, piensa en todos los genios que esos rayos alumbraron a lo largo de la historia y ruega: “¡Contagiame!”. Algo de eso es posible en el Badrutt’s Palace de St. Moritz, porque la atmósfera intensa que supieron crear Chaplin y Hitchcock es tangible, casi diríase, contagiosa.
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