Domingo, 10 de marzo de 2013 | Hoy
SAN LUIS PASEOS PUNTANOS CON HISTORIA
Para terminar el verano y esperar el otoño, San Luis ofrece la tranquilidad del lago en Potrero de los Funes, la visita histórica a la réplica del Cabildo, un paseo por las salinas del Bebedero y la exploración del antiguo pueblo minero de La Carolina. Un circuito que va del pasado al presente siguiendo el curso de los arroyos entre las sierras.
Por Graciela Cutuli
fotos de Graciela Cutuli
San Luis tiene buen clima todo el año –no en vano es famosa la localidad serrana de Merlo–, pero en el fin del verano se hace particularmente agradable la combinación de un sol menos intenso con la brisa que corre entre los valles para desparramarse en las llanuras. Como destino turístico, juega a dos puntas: si bien atrae a los que gustan de las salidas activas y el trekking en las sierras (con paisajes espectaculares y exigentes como las Sierras de las Quijadas), también es la meta ideal para los que sólo quieren descansar. Cuando ése es el objetivo, el lugar ideal es Potrero de los Funes, el valle donde se afincaron siglos atrás los primeros pobladores de la ciudad.
UN POTRERO QUE ES EMBALSE Aquí coinciden puntanos y turistas: el “paseo de los domingos” para los locales es el mismo que buscan los llegados de otras regiones argentinas. El circuito parte de San Luis capital por la RP20 y describe una suerte de círculo que rodea las montañas pasando por dos embalses, Potrero de los Funes y Cruz de Piedra. A orillas del dique Potrero de los Funes, levantado en 1876 pero reconstruido en 1927, se puede encontrar el mejor punto para hacer base y recorrer los alrededores: de aquí parten varios circuitos que permiten recorrer las sierras, los arroyos y las arboledas que caracterizan a esta parte de la provincia. El hotel Potrero de los Funes, con su confitería flotante, es un clásico para alojarse y supo adaptarse a los nuevos tiempos con bastante agilidad: situado de cara al embalse, desde aquí se puede salir a navegar y a pescar (sobre todo pejerreyes y carpas), pero también hay excursiones a caballo por las quebradas cercanas. Aquí y allá, hay pueblos y pequeñas villas arboladas a la vera de los arroyos, como El Volcán, Estancia Grande y El Durazno: en todos hay una buena oferta de cabañas turísticas, campings y restaurantes serranos. Entre las más conocidas, El Trapiche tiene sus lejanos orígenes en 1792, junto al río del mismo nombre, que le brinda un balneario natural junto al faldeo de las sierras.
AL CABILDO Cuando se quiera darle un carácter más histórico a la visita, hay que irse hasta la localidad de La Punta, una ciudad nueva situada cerca de la capital puntana, donde se inauguró recientemente –en ocasión del Bicentenario– una réplica del Cabildo Histórico, la antigua Plaza de Mayo y la Pirámide de Mayo. A primera vista, no deja de ser curioso que de pronto, casi en medio de la nada, aparezca una ciudad hecha y derecha, hasta con Cabildo importado de Buenos Aires, pero rápidamente la extrañeza queda atrás y el visitante se deja atrapar por lo logrado de la réplica, que consigue una inmersión histórica mucho más vívida que la del monumento original.
El Cabildo puntano abarca unos dos mil metros cuadrados entre ambas plantas, donde se destacan sus recovas, la torre con el reloj y la campana, y sus alas perpendiculares. Cada detalle, desde las carpinterías de la obra hasta los muebles y los apliques de iluminación, se realizó artesanalmente, respetando todo lo posible las condiciones originales (y partiendo incluso de mediciones realizadas en Buenos Aires y planos históricos a los que tuvieron acceso los arquitectos): como el aljibe del patio posterior, en mármol y con brocal de hierro, que reproduce el que donó Manuel Belgrano al Cabildo porteño. Pero además de estos detalles de construcción, el Cabildo fue “vestido” con numerosas réplicas y objetos de escenas coloniales e históricas que materializan la historia de manera atractiva para grandes y chicos: desde carretas en tamaño real, que sorprenden por su realismo, hasta la Primera Junta en pleno, con Cornelio Saavedra, Manuel Belgrano y Mariano Moreno. El único elemento raro para el visitante moderno es la tranquilidad que rodea todo el conjunto: muy lejos del caos porteño, el Cabildo puntano se extiende sobre una explanada desierta –la “Plaza de Mayo” local, con su propia Pirámide– sin tránsito ni ruido.
SALINAS DEL BEBEDERO San Luis no deja de sorprender, a pesar de su discreción provinciana. Sólo hay que alejarse 42 kilómetros de la capital –por rutas y autopistas que es un placer transitar– para encontrarse en un mundo totalmente diferente, hecho de agua y sal. Esto parece a años luz de las tonalidades rojizas de Sierra de las Quijadas: en las salinas del Bebedero, el mundo se vuelve completamente blanco. Se llega por la RN7, la misma que lleva de la capital puntana a Mendoza, y las anuncia un cartel en el camino con dos anclas cruzadas, el símbolo de una sal de mesa bien conocida que se extrae precisamente aquí.
El yacimiento salino se extiende sobre unas 6500 hectáreas, sobre una superficie que los expertos definen como una depresión tectónica rodeada de fallas geológicas: en otras palabras, una antiquísima laguna de agua salada que, cambio climático mediante, se convirtió en una gran depresión. Salada y sin agua, vale decir, un gran salar que ya desde hace un siglo se utiliza para la producción de sal de mesa. ¿De dónde viene entonces el nombre? Algunos recuerdan que hasta el siglo XIX había aquí una depresión llena de agua de la que dieron cuenta viajeros y científicos en sus relatos de la época: era agua salada, pero igualmente constituía un punto para pararse y dar de beber a los animales en los largos y esforzados trayectos por una región entonces inhóspita. Al subir la temperatura global, provocando una merma en los glaciares cordilleranos y por lo tanto en el agua de deshielo, poco a poco el agua fue desapareciendo y la salina se transformó en la gran superficie plana y blanca que se ve en la actualidad. Caminando por el salar se ven las parvas y las plantas de procesamiento, además de una locomotora pequeña, de trocha angosta, que antiguamente servía para llevar la sal a la localidad de Balde, donde algunos terminan la visita con un chapuzón en las termas. Aquí solían detenerse los viajeros años atrás, cuando se desplazaban en carreta o a caballo, para refrescarse en el camino de San Luis a Mendoza.
PUEBLO DORADO Casi oculto en las serranías de San Luis perdura el antiguo pueblo de La Carolina, que alguna vez supo tener su propia fiebre del oro. Aquí sólo el silencio, el sol y el viento dan la bienvenida al viajero, pero hay que saber andar las callecitas y las entrañas de la mina para descubrir ese rico pasado que aún regala, de vez en cuando, alguna pepita a los buscadores y curiosos que se animan a explorar las aguas del río. Todo empezó en el siglo XVIII, a los pies del cerro Tomolasta, que aunque no es muy alto –ronda los 1000 metros– dio que hablar por el hallazgo del preciado metal en tiempos coloniales. El pueblo fue fundado por el marqués de Sobremonte, futuro virrey, en 1792, y bautizado como La Carolina en homenaje al monarca español Carlos III. Supo de la prosperidad gracias al oro, descubierto por un portugués llamado Jerónimo, que desencadenó sin querer una impresionante afluencia de buscadores de fortuna: esos tiempos pasaron, pero el pueblo perdura inmóvil en su fisonomía de piedra, en medio de un paisaje árido que permite, sin embargo, ingresar en las entrañas de la tierra para conocer el interior de la antigua mina. Nada queda de las antiguas y gruesas vetas de oro, que les costaron la vida a tantos jóvenes mineros del pasado, pero visitar las galerías oscurecidas por el tiempo es un buen homenaje a aquellas épocas pasadas y a aquellas vidas perdidas.
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