Domingo, 17 de marzo de 2013 | Hoy
PERÚ NUEVA VISITA A MACHU PICCHU
Crónica de una visita a las ruinas del sur de Perú, que permanecieron ocultas durante más de 400 años. Un viaje en el tiempo por uno de los complejos arqueológicos más visitados del mundo, bañado por el mismo sol que alumbró a los incas constructores de la monumental ciudadela de Machu Picchu.
Por Guido Piotrkowski
fotos de Guido Piotrkowski
Pachacutec estaba cansado del Cusco. Pachacutec quería demostrar su poderío. Pachacutec quería acercarse a la selva. Pachacutec, el Inca. Pachacutec, el supremo. Pachacutec, amo y señor de la civilización precolombina más grande de Sudamérica. Pachacutec, el emperador, pasó cinco años buscando el lugar adecuado para erigir Machu Picchu, la ciudadela sagrada que se transformaría en su residencia final.
Una vez que dio con este punto oculto en la jungla, a medio camino entre Cusco y la selva amazónica, Pachacutec mandó a buscar los mejores arquitectos de la región para construir la futura capital de sus dominios.
LA CONSTRUCCIÓN El cielo, plomizo, amenaza con descargar un tremendo aguacero. Son las cinco de la mañana y ya hay una buena cantidad de gente esperando el micro que nos llevará rumbo a Machu Picchu, Patrimonio de la Humanidad para la Unesco desde 1983, cuesta arriba desde Aguas Calientes, un pueblito ínfimo a 2000 metros de altura, enclavado en medio de la “ceja de selva”, como le dicen en estos pagos a la selva de montaña.
Mochileros y turistas de alta gama eligen Aguas Calientes para hospedarse durante esta especie de peregrinación sin fecha de vencimiento hacia la ciudadela sagrada. Aunque el pueblo no es la única alternativa, otros viajeros prefieren hospedarse en Cusco o en algunas de las pintorescas ciudades del hermoso Valle Sagrado, como Ollantaytambo o Urubamba, y desde ahí tomar el Inca Rail, el renovado tren que surca estos cerros a la vera del río homónimo.
Ahora caen unas gotas y está fresco. Los buses, repletos, trepan la montaña que serpentea en medio de la espesa vegetación hasta llegar a la entrada de las ruinas, ubicada a 2430 msnm. Alrededor de las seis, ya estamos arriba. Es el mejor horario para disfrutar del lugar, cuando aún no llegan las hordas de turistas que se verán a media mañana, cuando el primer tren llegue a la estación de Aguas Calientes.
Los incas se chocaron por primera vez con las tribus amazónicas en las inmediaciones del río Apurimac, en cuya cuenca nace la fuente más lejana del Amazonas. Así fue que descubrieron sus tesoros. Nada de oro ni metales preciosos; las riquezas de la selva residían en sus animales y vegetales. La hoja de coca, que crecía allí y no en las montañas, venía bien para andar en la altura y trabajar muy duro sin cansarse, resultaba muy buena para el sistema digestivo y la dentadura. También encontraron serpientes venenosas con las que harían flechas untadas con veneno, y aves llamativas como los guacamayos y papagayos, que usarían como ofrendas y decorativos. Pachacutec creyó entonces que debía extender sus dominios hacia la selva. “Esa fue la razón para construir una ciudadela como ésta –afirma Cecilia Cabrera, guía del Hotel Inkaterra–. Tenía que dominar la jungla para saber cómo era, qué animales la habitaban y qué enfermedades rondaban, cuál era la temperatura y qué productos había. Para eso era necesario vivir en un lugar muy cercano.”
El imperio, explica Cecilia, tenía tres necesidades básicas y principales para poder construir la ciudad: el acceso al agua, garantizado con una fuente de agua mineral cercana; una ubicación estratégica, que estos cerros le aseguraban, y el material para la construcción, en este caso la roca, como el granito que fue extraído directamente de la montaña. Machu Picchu reunía entonces todas las condiciones fundamentales para comenzar su construcción y posterior poblamiento. Se cree que fue habitada sólo unos cien años, y que habría sido abandonada súbitamente ante el avance español en Cusco.
EL DESCUBRIMIENTO En 1911, unos 450 años después de su construcción, el explorador e historiador hawaiano de origen estadounidense Hiram Bingham descubrió, casi de casualidad, las ruinas de Machu Picchu. El hombre iba tras la ciudad perdida de Vilcabamba, el último bastión incaico en la resistencia contra el avance de las tropas españolas, y no tenía idea de su existencia. Durante la expedición conoció a unos lugareños que le indicaron que en lo alto de la montaña existían unas ruinas perdidas. Hacia allí fueron y se encontraron entonces con la ciudadela, sumergida en lo profundo de la selva, completamente tapada por la maleza.
Estas tierras del valle del Mandor estaban habitadas por campesinos que utilizaban las mismas terrazas de cultivo que los antiguos habitantes, sin saber quiénes las habían construido. Fue el pequeño Pablo Alvarez, hijo de uno de estos campesinos, quien guió a Bingham a fuerza de machete para abrirse paso entre la maleza y así sacar a la luz las gigantescas construcciones de granito. Bingham volvió un año después con una nueva expedición, y se llevó una buena cantidad de piezas para estudiar en la Universidad de Yale, que pudieron ser repatriadas recién en 2011 para el centenario del descubrimiento. “Estaba un metro y medio bajo tierra –asegura Cecilia–. Para limpiarla tuvieron que sacar sacaron toneladas de tierra, y los muros seguían intactos.” En realidad, sólo un 15 por ciento del total de las ruinas fue reconstruido. La mayor parte del complejo arqueológico se encuentra entonces en su estado original.
EL REY SOL Entramos a la ciudadela y subimos directamente hasta la Casa de los Guardianes, uno de los puntos más altos e ideal para esperar la salida del sol, amo y señor de estas tierras. Las nubes, densas, pasan por debajo y tapan las cumbres de enfrente, como la del cerro Huayna Picchu, postal de las ruinas. Para acceder allí hay que reservar un lugar previamente, ya que desde hace algunos años tiene el ascenso restringido a unas 400 personas por día. Huayna Picchu quiere decir “montaña nueva” en quechua, mientras Machu Picchu significa “montaña vieja”.
“Los incas fueron una civilización muy grande. Eran muy agresivos y tenían muchos enemigos entre las tribus aledañas”, cuenta Cecilia, mientras aguardamos el amanecer en este punto privilegiado desde donde los centinelas custodiaban las posibles invasiones. Las nubes se desplazan rápidamente, pero se resisten a abandonar los cielos de Machu Picchu. Aún está fresco.
Un buen rato después Febo asoma y comienza a teñir, lentamente, esos macizos puntiagudos como agujas que pinchan y atraviesan las nubes, y entonces la luz avanza una vez más sobre la ciudadela sagrada para entibiar la fría mañana.
En los buenos viejos tiempos aquí esperaban al sol en otros rincones. El solsticio de invierno, el día más corto del año, era la jornada en que el astro rey era aguardado con ansias. Los incas vivían por y para el sol, le rendían culto y pleitesía, sabían que de él dependían sus vidas y sus cosechas. “El Inca celebraba la fiesta del sol esperando que el primer rayo traspasara la ventana orientada hacia el Este, en el Templo del Sol, y que su luz iluminara la parte central de la mesa de ofrendas. Ese primer toque era el símbolo de que estaba de acuerdo con ellos, y así se daba inicio al nuevo año”, explica Cecilia mientras caminamos entre las murallas centenarias del templo, gigantescos bloques de piedra encastrados a la perfección.
Como la mayoría de las civilizaciones precolombinas, los incas dedicaban mucho tiempo a la observación de los astros. Sabían cuándo era la noche mas larga, el día más corto y más frío del año. Y también eran supersticiosos, hacían ofrendas y sacrificios. “Cuando llegaba ese día, creían que habían cometido errores, y que por eso el sol los abandonaba. Y entonces, cuando volvía, y el Inca salía a proclamar su vuelta, se desataba el festejo en esta plaza. Pero si amanecía nublado, quería decir que no estaba de acuerdo con la ofrenda, y no la recibía. Entonces el pueblo hacía sacrificios, y pedía que los bendijera nuevamente”, relata Cecilia.
En la plaza principal de la ciudadela está el Templo de las Tres Ventanas. Al pasar la luz del sol por la ventana central, proyectaba una sombra y completaba la Chakana, la cruz andina. “La Chakana –detalla nuestra guía– es la simbolización de la religión andina. Tiene tres escalones a cada lado, arriba y abajo, que representan los tres mundos: el de arriba con el cóndor, el de aquí con el puma, y el de abajo con la serpiente”.
Lo mismo ocurría y ocurre hasta hoy en la Intiwatana, o la “piedra donde se amarra al sol” en quechua. Todos los sitios sagrados del imperio tenían una. Aquí se encuentra en el centro mismo de las ruinas. Subimos la empinada escalinata de la pirámide donde está emplazada, como si fuera un altar gigantesco. Es media mañana y ahora el calor es tremendo. “Se dice que el Inca tenía una soga de oro que amarraba a la Intiwatana. Entonces, cuando el sol entraba en contacto con la piedra, el emperador –que era el único que tenía acceso al lugar– tocaba la roca y captaba su energía, y esa energía era la que transmitía a la población. Ese era el objetivo de las Intiwatanas”, explica Cecilia.
Cerca del mediodía caminamos hasta la Puerta del Sol, el lugar por el que entran aquellos aventureros que prefieren hacer el Camino del Inca, el trekking de cuatro días que parte desde el kilómetro 82, cerca del pueblo de Ollantaytambo. Desde allí se obtiene una de las mejores panorámicas de las ruinas, y es un buen lugar para hacer el picnic del almuerzo y recobrar fuerzas para seguir el recorrido, que puede llevar el día entero. Cientos de turistas llegan caminando todos los días, para emular a los antiguos pobladores. Otros miles llegan a diario en tren y suben en ómnibus, mientras que unos pocos privilegiados pueden y se atreven al subir al Huayna Picchu. Muchos coinciden en que aquí hay una energía especial, y están convencidos de que tocando la Intiwatana absorberán aunque sea un poco de esa energía. La energía del sol. La energía de la selva. La energía de Pachacutec. El sueño inconcluso del Inca, que resistió inerte al paso del tiempo.
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