Domingo, 28 de abril de 2013 | Hoy
BUENOS AIRES. HISTORIA EN CARMEN DE PATAGONES
Carmen de Patagones y Viedma son un excelente ejemplo de que más cercanía no implica menos diferencias. La ciudad del extremo sur bonaerense, que mira hacia la capital rionegrina, se apega a sus tradiciones y ofrece, desde la Catedral hasta el Museo Histórico, una recorrida por la vida tal como era en tiempos de los pioneros y cuando prosperaban los secretos de la masonería.
Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
Carmen de Patagones y Viedma son las hermanas disímiles de la antigua “frontera del indio”, allá donde terminaba el territorio que se decía “civilizado” y comenzaba el ancho dominio de los pueblos que habían habitado desde siempre la Patagonia. Las separa, y las une, precisamente el río Negro, ese caudal que riega generosamente la Patagonia bajo la sombra reparadora de los sauces que crecen a sus orillas. A lo largo de más de 600 kilómetros, el río que ostenta el tercer mayor caudal del país une la región cordillerana con el Atlántico y da salida a la producción frutícola de su valle, famoso por las peras y manzanas. De un lado, el río tiene a Viedma, la pujante capital de la provincia de Río Negro, bien cuidada y siempre lista para renovarse. Del otro está Carmen de Patagones, que a diferencia de su vecina prefiere convertirse en guardiana del pasado y lo conserva celosamente puertas adentro, en los museos, pero también puertas afuera, en la arquitectura y las tradiciones. “Así somos los maragatos”, resume uno de ellos frente al bar El Puerto, que se diría intacto desde el siglo XIX y fuera, en sus orígenes, sede de la Prefectura en Patagones.
UNA HISTORIA CON MAR La historia de Carmen de Patagones nace vinculada a la navegación: de hecho, desde 1779 –año de su fundación en pleno territorio tehuelche– hasta la campaña de Roca en 1879, sólo se comunicaba por vía marítima con el resto del país. A partir de 1880 se convertiría en el principal punto de conexión entre Buenos Aires y el norte de la Patagonia, como puerto de partida de lanas y cueros que le dieron estabilidad y prosperidad económica durante un largo período. Desde el comienzo del siglo XX, varias empresas navieras compitieron para dominar el tráfico marítimo hacia Patagones: entre ellas estaba la Sud Atlántica, de Miguel Mihanovich, que tenía su propio muelle para la operación de las naves mercantes. La situación duraría varios años, hasta la apertura del puerto de San Antonio Este, que terminó por concentrar la exportación de lanas patagónicas. Había, entre otros motivos, razones geográficas para este cambio: las operaciones del puerto maragato –nombre que viene de un grupo de pobladores oriundos de La Maragatería, de la provincia española de León– siempre se habían visto perturbadas por la “barrera” del río, es decir un depósito de sedimentos arrastrados por el agua justo cerca de la desembocadura. La llegada del ferrocarril, en la década del 20, terminaría por poner un punto final a la actividad portuaria: el 17 de mayo de 1943 partió el último barco mercante, el Patagonia, del muelle de Mihanovich. Hoy día el muelle, restaurado tras un largo período de abandono, es un paseo agradable que ofrece las mejores vistas sobre el río y sobre Viedma, con Carmen de Patagones al fondo. En esta época, revolotean todavía por la zona algunas golondrinas de paso en su vuelo hacia el verano del Hemisferio Norte. Paso a paso, una serie de paneles recuerda que el día de la inauguración fue un acontecimiento que “haría época en los anales sociales de nuestros pueblos”. Lo que ya no queda es el entorno que tuvo alguna vez, con los galpones de la naviera –hechos de madera y zinc– en torno de las instalaciones para los buques de carga. Allí mismo, algunas fotografías de época recuerdan que después del cierre del puerto mercante hubo un nuevo período de prosperidad gracias a la pesca del cazón, cuyo hígado se extraía y procesaba en el lugar. Siguiendo el paseo a orillas del río, algo más adelante un parque recuerda al hijo más ilustre de la ciudad: el gran navegante Luis Piedrabuena. Su casa natal fue arrasada por una inundación en 1899, pero el lugar fue declarado Sitio Histórico Nacional.
UN PAISAJE DE AYER Aunque los galpones del muelle de Mihanovich ya no están, ni la casa de Piedrabuena, Patagones se esfuerza en conservar otra parte importante de su pasado en la Catedral local, un armonioso edificio blanco cuyas cúpulas sobresalen sobre el perfil bajo de la ciudad. Esa porción de historia se desarrolló en realidad en las afueras de Patagones, sobre el Cerro de la Caballada, que ofrece un excelente punto panorámico sobre todos los alrededores: fue allí donde se produjo la batalla del 7 de marzo de 1827, entre las tropas de Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata. Por aquel entonces, Carmen de Patagones era refugio de corsarios que complicaban el comercio imperial brasileño: el plan del vecino Brasil era entonces tomar la ciudad y terminar con los ataques, para de paso atacar a Buenos Aires por el sur. Sin embargo, las cosas no saldrían tal como lo habían planeado: las fuerzas brasileñas fueron derrotadas por las tropas locales en parte debido a su escaso conocimiento del terreno, el intenso calor y el desierto. Y también por varios combatientes negros que habían desembarcado apenas tres años antes, escapando a un destino de esclavitud en Brasil y decididos a no volver a correr ese riesgo. Los nombres de varios de ellos, entre otros con apellidos “prestados” por pobladores locales, figuran hoy en una placa de homenaje en la Catedral. Y al lado del altar, dos banderas del imperio brasileño recuerdan también el episodio.
El paso histórico por Carmen de Patagones puede seguir por el Museo Histórico Regional, que funciona en el antiguo Banco Provincia, un edificio de 1830 en cuyo patio existe todavía una de las “cuevas maragatas” que albergaron a los primeros habitantes. Allí se refugiaban los pobladores pioneros, excavando la tosca mora del barranco, para protegerse de las inclemencias del tiempo, al encontrarse sin las casas prometidas por la corona española para los colonos. Otra de las cuevas maragatas (de las que hay varias en las afueras) se ve en el Rancho Rial, levantado alrededor de 1820 y que fuera casa del primer juez de paz de Patagones: hoy funciona allí el Museo Paleontológico, un recuerdo de que estas tierras fueron recorridas por naturalistas como el francés Alcides D’Orbigny, que exploró el más remoto pasado sudamericano por pedido del Museo de Historia Natural de París. En una de sus salas transmiten su sabiduría las tejedoras de Agrupasueños, que se encargan de formar a las nuevas artesanas en los secretos del telar: allí se exhiben sus trabajos (como los grandes paños que se realizan tras los dos años de formación) y también las carpetas de las alumnas, con los distintos puntos que es preciso aprobar para progresar con las lanas, los teñidos y los tejidos. Y hay que conocer también la Casa de la Cultura, con sus paredes de adobe, sus techos de tiento y mimbre y sus tejas musleras, donde antiguamente funcionaba una tahona (primitivo molino harinero).
Mientras tanto aquí y allá, afuera y adentro, Patagones sigue hablando de historia: como en la torre del Fuerte del Carmen, que fuera el atalaya de la fortaleza (levantada en 1780 y demolida después de la campaña de Roca) y el pasaje San José de Mayo, una peculiar callecita empinada que baja hacia el río y, aunque se ve impecable, parece no haber cambiado demasiado desde los tiempos de su apertura, allá por fines del siglo XVIII. Pero además, aquí y allá, Carmen de Patagones ostenta varios símbolos masónicos –como la escuadra y el compás– que hablan de otro pasado, menos difundido pero no menos presente, aquel en el que florecieron las logias masónicas en la ciudad junto al río Negro.
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