NEUQUéNVILLA PEHUENIA Y BATEA MAHUIDA
Viaje a Villa Pehuenia, en el corazón de la cordillera neuquina, donde la comunidad mapuche Puel construyó y lleva adelante el único parque de nieve en el mundo administrado por un pueblo originario. La historia de un proyecto que aspira a crecer respetando la cosmovisión local.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
“Antes sufríamos con la nieve. Ahora esperamos la nieve y el invierno con ansiedad”, dice Daniel Puel, nacido y criado en Villa Pehuenia. Daniel tiene cuarenta años y es el encargado de seguridad y emergencias del Parque de Nieve Batea Mahuida, construido y administrado por la comunidad mapuche Puel, un modelo de turismo sustentable. “En nuestra adolescencia el invierno era bravo. Con el tiempo, el parque comenzó a cambiar la perspectiva y ya no sufrimos tanto la nieve, sino que disfrutamos del cerro”, cuenta este hombre que de niño creció entre las vacas, chivos y ovejas que criaban sus padres, habitual forma de ganarse la vida de los pobladores mapuches del lugar. “Menos esquiar, hacían de todo”, bromea Daniel.
En aquellos tiempos el movimiento de gente se acababa apenas asomaba el otoño. Los negocios cerraban desde abril a octubre. Hoy, Pehuenia es un destino para visitar todo el año, y muchos han encontrado su lugar en el mundo en medio de este paisaje increíble a orillas del azul profundo del lago Aluminé, repleto de araucarias milenarias y bajo la custodia permanente del volcán Batea Mahuida (“cerro de la batea”) que se apagó hace miles de años y formó una laguna en el cráter.
Daniel ceba unos mates en lo alto del cerro, a sólo ocho kilómetros del pueblo, a otros sesenta de la localidad de Aluminé y a 310 de la capital neuquina. Mientras tanto, dialoga con una pareja de turistas rosarinos, fascinados por la particular historia de este emprendimiento. “Este proyecto, que tiene a una comunidad mapuche manejando un parque de nieve, es único en el mundo –asegura–. Es fundamental para el desarrollo de toda la comunidad y de Pehuenia también. Porque, directa o indirectamente, se beneficia todo el pueblo.”
EMPRENDIMIENTO Y COSMOVISION Es un día de sol tremendo, y estamos literalmente sobre las nubes y bajo el volcán. Su cumbre chata, plana, indica que estalló y está desactivado. Hoy esa laguna en el cráter es el súmmum de los esquiadores más intrépidos y conocedores del terreno, los jóvenes de la comunidad, que trepan con sus tablas de snowboard y esquíes para lanzarse a las fauces del guardián de Pehuenia en medio de una de las mejores vistas de la Patagonia. Al otro lado de la cordillera se ven los volcanes Villarrica, Icalma y Sollipulli; más lejos pero de este lado el imponente cono del Lanín, y hacia abajo el bosque de coihues, los lagos Aluminé y Moquehue.
Las nubes, densas, tapan ahora la Villa, que amaneció cubierta, pero aquí arriba la historia es otra y Febo no asoma, sino que brilla y resplandece. Tanto que lastima con su reflejo. Usar gafas o antiparras es imprescindible.
En la confitería encontramos a Manuel Calfuqueo, ex lonko (cacique) de la comunidad y actual gerente del cerro, uno de los impulsores y ferviente defensor del proyecto desde sus inicios. Hay bullicio alrededor: son los pasos no tan firmes de los esquiadores noveles con sus pesadas botas sobre el piso de madera; son los niños que corretean (y que lloran); son las risas y charlas animadas que recuerdan caídas y hazañas por igual en las pistas; son turistas brasileños que hablan a los gritos.
Y el tono de Manuel, bajo, lento y cadencioso, contrasta con todo aquello y sin embargo se hace escuchar, se hace entender, tal como tuvo que hacerlo para convencer a su comunidad, sobre todo a los más ancianos, de la importancia de este proyecto para el desa-rrollo de su pueblo.
“¿Saben esquiar?”, pregunta el hombre a manera de prólogo de una charla que se extenderá por un buen rato, en la que detallará los pormenores de este parque de nieve pequeño que ya tiene trece años de vida, cuatro pistas y cuatro medios de elevación, que es ideal para principiantes pero apto para los esquiadores más intrépidos también: los fuera de pista así lo confirman. “El proyecto fue muy discutido al principio, sobre todo con las personas mayores, que son muy conservadoras de las cuestiones culturales y filosóficas, que tienen que ver un poco con la nieve y el territorio. La comunidad es muy conservadora de la naturaleza, y la nieve es un elemento de ella. ‘¿Cómo van a estar jugando sobre la nieve?’, nos preguntaban.”
El punto más fuerte de la discusión se centraba en que el emprendimiento era sobre una montaña, y en la cosmovisión mapuche los elementos de la naturaleza son sagrados. “Hubo que hacer entender el concepto. El porqué era importante lograr un proyecto turístico. En esa época yo era el werken (secretario o mensajero) de la comunidad. Fueron como diez asambleas. Hubo alguna oposición, sobre todo de los mayores, pero fue una minoría.”
Una vez logrado el consenso –porque aquí, como bien señala Manuel, las cosas se deciden por consenso– todos se pusieron a colaborar. “Muchos vinieron a trabajar ad honorem”, destaca. Así, comenzaron a avanzar en las primeras construcciones con fondos del gobierno provincial y el asesoramiento técnico y gratuito de Abel Balda, un coronel retirado y experto andinista que trabajó mucho tiempo en la Antártida y fue el creador del centro de esquí Caviahue.
La diferencia entre un parque de nieve y un centro de esquí radica en que el segundo tiene medios de elevación aéreos (aerosillas) y el primero sólo cuenta con medios terrestres (poma o teleski). Aunque la idea de la comunidad puel es poder adquirir medios de elevación aéreos y convertir así a Batea Mahuida en un centro de esquí.
Mientras tanto, el parque se autofinancia totalmente. Lo recaudado durante la temporada sostiene gran parte del funcionamiento y los fondos restantes se destinan a una caja común. Quienes trabajan reciben un sueldo, y el resto se administra para reinvertir o para necesidades de emergencia. Como la temporada dura de tres a cinco meses como mucho, la mayoría de quienes trabajan aquí –los más jóvenes– tienen otras actividades y empleos durante el resto del año.
“Hay comunidades acá en Neuquén y en el resto del país que están viviendo una situación muy difícil. No tienen esto que tenemos nosotros. No pueden fortalecerse ni proyectarse. Nosotros lo vivimos antes del 2000, y era muy difícil”, señala Calfuqueo, y sigue: “Lo primero que se logró con este proyecto fue fortalecer la institucionalidad. Antes era muy complicado hacer una gestión. Había que pedirle fondos a la propia comunidad para poder hacer cosas, por ejemplo solventar viajes del lonko a alguna reunión. Hoy, el lonko viaja con fondos que salen de acá y se pudieron comprar camionetas y computadoras. Aunque los trabajos de los directivos siguen siendo ad honorem. Este proyecto fortalece a la comunidad”.
Al salir de la confitería, las nubes ya se disiparon. Ahora se ve la postal completa, los lagos prístinos, la cordillera inmensa, las araucarias teñidas de blanco que parecen replicarse infinitamente. Esas mismas araucarias que alimentaron durante añares con su fruto, el piñón, a generaciones de este pueblo que ya no lo necesita exclusivamente. Ni a las vacas ni a las ovejas ni a los chivos; ni a los pinos que plantaron como alternativa antes de que el parque fuera un sueño posible (y que darán dividendos, sí, pero que como bien reconoce Manuel fue un error plantar, porque son plaga y amenaza para las especias nativas).
Pero antes de todo es menester hacer las rogativas, hablarle a la montaña, para poder así jugar sobre sus laderas. “Todos los años, en febrero, hacemos una ceremonia privada para la comunidad, en la que pedimos permiso a la montaña –explica Manuel–. Para nosotros, en la cosmovisión, todo es vida. Plantas, pájaros, naturaleza”.
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