JAPóN KIOTO, CAPITAL IMPERIAL
La antigua capital imperial de Japón combina la hipermodernidad japonesa con la tradición budista de sus refinados templos y jardines zen. En sus barrios conviven tribus urbanas de Lolitas y cosplayers, mientras en Nara –otra capital medieval– los ciervos sagrados viven en libertad por las calles entre los templos.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
De niño mis padres me asociaron a una biblioteca de barrio y el primer libro que saqué fue uno sobre Kioto. Tal fue la impresión que me causaron las fotos de ese primer libro de viajes que leí en mi vida, que treinta años después pude reconocer algunos de esos templos rodeados de estanques con peces de colores, puentes arqueados y jardines zen con árboles bonsai.
En el imaginario del viajero, Kioto es la corporización del Japón tradicional, con sus geishas y unos dos mil templos budistas y sintoístas en la que fuera la capital imperial hasta 1868. Pero llegar a Kioto fue como descubrir la inexistencia de Papá Noel. El tren bala abrió sus puertas y mientras subía por una escalera mecánica tuve la sensación de atravesar la nave central de una catedral posmoderna con su techo interior sostenido por telarañas de titanio. Y la primera visión al salir en la noche fue un luminoso edificio blanco, con una especie de plato volador invertido en la base y otro en la cima.
Kioto no es, por supuesto, la de mi idilio infantil ni la de la primera impresión, sino una mezcla bien segmentada de las dos, como suele ser todo en Japón. Al salir a caminar fue apareciendo la otra ciudad. Lo más parecido al Kioto soñado –muy similar por cierto– fue el paseo desde el templo Ginkakuji y su jardín hasta el conjunto de templos de Nanzenji. En el camino bordeé un arroyo jalonado de casas bajas con los tradicionales tejados grises a dos aguas y centenares de cerezos en flor. Cantidad de chicas vistiendo kimono se tomaban fotos aspirando el aroma de los cerezos, y hasta vi una gei-sha de verdad con la cara y el cuello pintados de blanco.
Al caminar por el Sendero de los Filósofos aparecen a cada paso pequeños templos, negocios donde un kimono usado cuesta treinta dólares y casitas de té donde sentarse a contemplar un jardín zen. En un momento se levantó brisa, desatándose una lluvia de pétalos de sakura que me rozaron la cara como copitos de nieve hasta nublarme la visión. Esto me trasladó por un instante –ahora sí– al Japón de mis sueños, rodeado de geishas con paraguas rojos y monjes budistas ensimismados recitando un mantra zen.
NARAPara conocer el Japón de la Edad Media hice desde Kioto un paseo en el día a Nara, capital del imperio japonés entre los años 710 y 784. Lo extraño de este pueblo es que está habitado por centenares de ciervos marrones y blancos que viven en calles y parques, considerados como mensajeros de los dioses. Y sin embargo, andan entre la gente pidiendo galletitas y rodean a los templos de un aura onírica.
Los templos de Nara son diferentes de los de Kioto, desperdigados por una colina boscosa donde está el Templo Todaiji –el más impactante que vi en Japón– levantado por primera vez en el siglo VIII con una estructura de madera que mide 2850 m2 (suficiente para catalogarlo como el edificio de madera más grande del mundo). En su interior hay un Buda de bronce de 15 metros de altura.
Cuando me iba, mientras esperaba un bus, un ciervo se me acercó por la espalda rozándome la cintura con la nariz. Yo justo merendaba unas galletitas y le di una: a cambio, el mensajero de los dioses me dejó acariciarle la frente.
LOLITAS Y HOLOGRAMAS En Kioto asistí a una megafiesta de cosplayers, jóvenes que se disfrazan de personajes de manga y animé, esas historietas y series de televisión que han sido el eje de la cultura pop japonesa en los últimos 35 años. Todos los meses hay reuniones de este tipo en todo Japón, y además uno se cruza con los disfrazados a diario por la calle.
Las reuniones de cosplayers son un despliegue de voluptuosidad con disfraces sofisticadísimos, que se extienden desde las diez de la mañana a las nueve de la noche. La fiesta en Kioto reunió a tres mil personas de entre 15 y 40 años, con disfraces entre los que no vi dos iguales. Para asistir se paga una entrada a un predio cerrado con un escenario donde no se presentan artistas, sino que suben los disfrazados a bailar. Son grupos de tres a diez amigos unidos por el fanatismo hacia alguna historieta, su animación o incluso algún videojuego que los apasiona.
Cada serie de animé tiene su canción y coreografía con movimiento de brazos y saltos en el lugar. Un DJ pone un tema y los fans suben corriendo al escenario como niños ansiosos –detrás se proyecta el clip oficial en pantallas gigantes– para desplegar las coreografías muy bien memorizadas, mientras centenares los copian abajo.
La pista de baile es importante, pero a lo que se dedica más tiempo es a la fotografía. Cada grupo trae una cámara profesional con trípode y a veces los cosplayers están acompañados por algún amigo amateur obsesionado por la fotografía, equipado como un superprofesional. Además suelen tener pantallas redondas reflectoras de luz para rellenar las sombras de la cara, y así se pasan las horas sacándose fotos en mil y una poses estudiadas de los personajes, a quienes les imitan incluso la voz. La gracia del juego está en lucir diseños fastuosos para que la mayor cantidad de gente les pida tomarles fotos. Eso sí, está prohibido robar fotos: hay que pedírselas a los cosplayers, más que todo para que primero posen en grupo (la vigilancia es rigurosísima y guardias con megáfono gritan señalando con el dedo al infractor, quien podría ser expulsado).
Es raro que algún cosplayer rechace una sesión de fotos, sino que por el contrario posan gustosos por largo rato. Porque de eso se trata la fiesta: mostrarse y posar. Las fotos se toman también afuera del recinto de la fiesta, al aire libre, en el espacio de un shopping con patios, terrazas, bares y un pequeño parque de diversiones.
Las historietas y series de manga y animé son incontables en Japón –sólo de manga hay unas 5000 ediciones anuales– y los personajes que más abundan en la fiesta son los piratas de One Piece, el manga y animé más exitoso de la historia. También hay robots como Gundam y muchas chicas y chicos con una peluca azul hasta las pantorrillas representando a Hatsune Miku, una Lolita virtual creada por la empresa Crypton Future Media. Este holograma 3D llena estadios con sus conciertos acompañada por músicos de carne y hueso y es seguida por millones en YouTube.
En Japón hay diferentes formas de sumergirse en el mundo del manga y animé. En Kioto está el Museo Internacional del Manga, el más completo del país dedicado a los diferentes subgéneros y su historia.
MUNDO DE CONTRASTES En Kioto la linealidad del tiempo es algo difusa. Por momentos, en plena metrópolis, uno se sumerge en un viaje remoto por los laberintos de un jardín zen que atasca el paso de los siglos tras una hilera de mágicos arbolitos bonsai. Diez minutos después uno puede salir del metro y ver, tras una puerta automática de vidrio que se abre, un vertiginoso panorama de rascacielos unidos por puentes peatonales. Y en otro rincón habrá jóvenes vestidos de robots o de Lolitas viviendo en un mundo de fantasía que remite al de Alicia en el País de las Maravillas (pero a la japonesa). Esta ecléctica complejidad es un reflejo de la sociedad nipona de hoy, algo así como una galaxia multicultural habitada por seres muy extraños y diferentes entre sí, que conviven en buenos términos –pero ensimismados– en su planeta Japón.
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