Domingo, 11 de agosto de 2013 | Hoy
JUJUY. HOMENAJES A LA MADRE TIERRA
En la provincia del Noroeste se palpita la fiesta en honor de la madre tierra con un fervor y una alegría que atraviesan su territorio íntegramente. Crónica de una celebración ancestral que año tras año recupera sus ritos, en lo grande y en lo pequeño, y anticipa cómo será el porvenir.
Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
En Jujuy se celebra a la Pachamama como en pocos otros lugares del país. Durante todo el mes, en cada rincón de la provincia –de San Salvador a La Quiaca, pasando por los valles, Puna y quebradas– se le rinde tributo a la madre tierra. Campesinos y pobladores de los más remotos parajes hacen sus rituales familiares en el fondo de las casas, miembros de diversas comunidades se juntan al pie del algún cerro, y dirigentes locales organizan ceremonias en las plazas de ciudades y pueblos.
Este año, los actos oficiales contaron con invitados especiales: la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se arrodilló ante las fauces de la madre tierra e hizo su ofrenda el mismo 1 de agosto, el Día de la Pachamama, durante la primera e histórica visita de un mandatario a la ciudad de San Pedro. Un día después, en la Posta de Hornillos –un sitio de relevancia histórica en las luchas por la independencia, por donde pasaron próceres como Belgrano, Güemes y Castelli; en el mismo lugar donde diez años atrás Néstor Kirchner protagonizó la primera ofrenda presidencial a la Pachamama– el vicepresidente Amado Boudou también le rindió tributo.
A LA TIERRA SOBRE EL ASFALTO Al grito de “jallalla”, “muranta” y “yasurupai” (viva, gracias y fuerza en aymará), unas doscientas personas –entre ellas representantes de los pueblos originarios vistiendo sus atuendos tradicionales– comenzaron la fiesta el 1 de agosto en la sede de la organización Tupac Amaru de San Salvador. Encabezada por Mama Quilla, guía espiritual del grupo, amautas de El Alto, comuneros de los pueblos collas, ancianos y sabios mburubichas de los pueblos guaraníes, caciques diaguitas y Milagro Sala realizaron la tradicional ceremonia apenas pasada la medianoche. La “mesa” ritual con las ofendas para el “abuelo” fuego, preparada por Mama Quilla con anterioridad, ya estaba dispuesta en un aguayo sobre la tierra. Alrededor, amautas y referentes hicieron sus rogativas para luego encender una enorme fogata donde quemaron algodón, que es blanco y representa al cosmos; hojas de coca, huevo y más, hasta llegar al la ofrenda más importante: el sullo. “Es un feto de llama en su estado más puro, que no vio la luz –detallaba Jorge Ramos, referente de pueblos originarios–. A través del fuego, mandamos al sol nuestras intenciones”, explicaba el encargado de organizar las ceremonias rituales de Tupac Amaru. Luego los presentes bailaron en círculos, chayando (bendiciendo) con cerveza, cuya espuma salpicaba a medio mundo. Enseguida se abrió el hueco y los amautas predijeron cómo será el período que se inicia en función del estado en el que se encontraban las comidas con las que se alimentó a la madre tierra el año anterior. Reunidos alrededor de la boca de la tierra, rodeada de una enorme cantidad de ofrendas –como cordero, llama, pan, frutas, verduras, coca, chicha, alcohol y otras bebidas– desde los más ancianos hasta los más jóvenes alimentaron a la tierra hasta altas horas de la madrugada, entre bailes y música típica, mientras el fuego se extinguía lentamente. “Se tiene que quemar todo, mientras tanto nosotros lo observamos e interpretamos qué nos está diciendo”, agregaba Ramos sentado al calor del las brasas, mientras fumaba una pipa ritual. Una vez extinguido, cuando despuntaba el alba, Mama Quilla interpretaría, a través de las cenizas, qué es lo que el fuego ha transmitido.
“Tenemos fe que en algún momento vamos a recuperar toda nuestra tierra. No nos olvidemos de que hace pocos meses comenzó el Pachakuti de la luz y de la alegría, donde no va a haber malos pensamientos, donde no va a existir la maldad –decía Milagro Sala–. A veces el ser humano está acostumbrado a existir en la maldad, pero se va a ir todo lo malo. Compañeros, estamos recuperando poco a poco lo que es nuestro. Y por eso agradezcamos a la mamita Pachamama. No nos olvidemos de que cuando vamos a dar de comer a nuestra mamita tierra, tenemos que dar todo de corazón, lo que comemos y bebemos todos los días y sin pedir nada a cambio.”
POR EL AMARILLO Juella es un pequeño pueblo situado a unos diez kilómetros de Tilcara, en el corazón de la Quebrada de Humahuaca. Este poblado viene resistiendo contra un emprendimiento minero que quiere extraer uranio del Amarillo, su cerro sagrado. Fue así que, hace dos años, la comunidad del lugar decidió hacer la ceremonia al pie de esta montaña.
A las once de la mañana, unas pocas personas comenzaban a juntarse alrededor de la apacheta erigida sobre la boca que se abre en la tierra, decorada con una imagen de la Pachamama amamantando a un niño (una obra del artista plástico Emilio Harogalli, del taller Utama de Tilcara). “Es un homenaje a una abuela adoptiva calchaquí. Se llamaba Sotera Condorí, y falleció a los 110 años en los cerros de Cafayate. Para mi siempre fue la Pachamama”, explicaba el artista.
Poco a poco se fue acercando la gente. Pero ésta no es una ceremonia multitudinaria, sino un ritual para los lugareños, unos pocos amigos y familiares que iban llegando con ofrendas: bandejas de comida, frutas, vino, coca. Mientras tanto, don Brígido repartía cigarros para dejarle a la tierra, siempre de a dos, representando así la dualidad andina. Y doña Victoria hacía lo propio con hojitas de coca.
“¡El yerbiao circulando!”, vociferaba un hombre, cada vez que el jarro de metal que contenía el brebaje típico de estos rituales –una mezcla de hierbas con alcohol que se bebe con bombilla– se detenía en algún lugar de la ronda más de la cuenta. “¡Despacito, no se vai a machar (emborrachar)!”, decía otro cuando alguno se pasaba de la cuenta. “Nosotros elegimos un día especial para que la gente pueda venir. Prendemos el fuego, traemos el agua bendita. Hay que abrir la pachamamita, chayarla, sahumarla. Le ofrecemos los productos que tenemos acá, y también la coca, el vino. Y sahumamos mucho, siempre se sahumó, los antiguos hermanos sahumaban. Usamos yuyos de aquí, como el molle y las mentas, la pupusa que viene de San Antonio de los Cobres y cambiamos en los trueques”, explicaba doña Victoria a TurismoI12, en medio del humo y el fuerte aroma del sahumo.
Doña Victoria es agricultora y jubilada, como la mayoría de los pobladores de aquí. Tiene cinco hijos, todos viviendo en otra parte. “Todo lo que sembramos es para consumo. Cultivamos durazno, quinoa, maíz. También vamos al cambalache, como les decimos a los trueques, y así vivimos. Traemos papa, charqui. Nosotros no ponemos fertilizantes. Es todo natural y orgánico. Si destruyen esto, se destruye todo, porque contamina”, expresaba enfática pero con el suave habla de los lugareños. “Se dice que del uranio salen muchas cosas pero también hay muchas cosas para hacer, sobre todo no destruir lo que amamos y de lo que vivimos. No usamos químicos, lo que nos da, nos da, y si no agradecemos lo mismo. No contaminamos la tierra ni el agua y comemos nuestros productos naturales. Nosotros amamos nuestro Amarillo”, sentenciaba doña Victoria.
Corría el mediodía del primer sábado de agosto, el sol brillaba y se elevaba a espaldas del cerro, en el siempre diáfano cielo de la quebrada. Fue entonces que se abrió el hoyo y comenzó la ceremonia. Susana Quispe, presidenta del centro vecinal, llegó con una bandeja de picante de mondongo en mano. En el lugar –una miniplanicie unos metros arriba del río, seco gran parte del año– cabían unos pocos en ronda alrededor de la apacheta. El resto andaba disperso por ahí. Charlando, mascando coca y tomando vino. Mientras tanto, unos pocos hacían una fila detrás del pozo, listos para ofrendar.
Susana habló entonces: “Esta va ser la segunda vez que le damos de comer a la tierra aquí, para pedir que no exploten este cerro. Ustedes saben que es veneno para nosotros, los animales, la tierra. No queremos la mina de uranio en este pueblo, y es por eso que le damos de comer. ¿Y qué le damos de comer? El picante, el mondongo, los tamales, las empanadas. Todo lo que nos ofrece nuestra tierra. Así que permiso, yo voy a sahumar”, anunciaba en el mismísimo instante en que comenzó a soplar un tremendo vendaval. “¡Cierren la ventana!”, bromeó doña Victoria. “¡Viva la Pachamama. Viva la tierra. Viva el pueblo de Juella. Vivan los vientos!”, gritaba a viva voz Susana.
Y fue entonces que se dispusieron a ofrendar. Susana iba llamando a las parejas. Aquí, las costumbres originarias se fusionan con el cristianismo sin conflicto aparente. “Esto nos enseñaron nuestros abuelos, y no queremos olvidar las costumbres”, señalaba don Virginio, el primero en ofrendar. Cada tanto, un nuevo ventarrón azotaba el Amarillo. “Son las caricias de la Pachamama”, dijo Harogalli. Pasaron luego los hijos de Susana. “Tienen que aprender, porque cuando nosotros estemos bajo tierra, van a ser ustedes los que hagan la Pachamama”, les decía mientras dejaban caer el papel picado, símbolo de la alegría. “Nosotros homenajeamos a la Pacha como agradecimiento. Todo lo que le damos de comer es para devolverle lo que ella nos da”, concluyó Susana.
Poco después, se fueron todos rumbo al centro comunal, a alimentarse de lo que la tierra da, en esta ocasión un picante de mondongo exquisito cocinado por Susana. Llegaron nuevos visitantes y comensales, para una nueva ceremonia, ahora en el patio de la casona de adobe donde funciona el centro comunal. Una vez más, se abrió el hoyo, se ofrendó, se agradeció. Y hubo baile y coplas hasta el anochecer.
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