Domingo, 11 de agosto de 2013 | Hoy
BUENOS AIRES. INVIERNO EN LA COSTA
Un fin de semana invernal en la ciudad atlántica, cabalgando por la costa y el bosque, volando sin motor en un planeador y reposando luego en las cálidas aguas de un spa. Icono del turismo familiar en la costa, Miramar privilegia las bicicletas, la buena vida y una naturaleza que se impone entre arena y árboles.
Por Julián Varsavsky
En Miramar había, hasta hace un tiempo, un solo semáforo. Pero lo sacaron, porque bloqueaba el tránsito más de lo que lo ordenaba. En las esquinas, por lo general, las personas se ceden el paso mutuamente. Y el medio de transporte principal –un poco a lo ciudad china– es la bicicleta: se calcula que casi cada uno de sus 30.000 habitantes tiene una, de modo que su cantidad supera cómodamente a los autos.
La ciudad es pequeña, con agradables calles y bulevares arbolados. Muchos de quienes la visitan lo hacen ya por cuarta generación, adquiriendo un sentido de pertenencia fuerte, aun cuando no sean nacidos ni vivan todo el año en Miramar. Y su tranquilidad pueblerina la convierte casi en la antítesis de Mar del Plata.
En invierno el perfil reposado de Miramar se potencia y cada fin de semana numerosos viajeros llegan en plan de escapada. La mitad de los hoteles permanece abierta y los visitantes se dedican a caminar por el bosque y la playa, andar a caballo y en cuatriciclo, practicar surf con trajes de neoprene –las olas de Miramar se consideran las mejores de la Argentina– y descansar en las aguas calientes de un hotel con spa. Además, en esta época del año son comunes los avistajes de ballenas muy cerca de la costa, un fenómeno que se viene repitiendo desde hace ya trece años (aquí hacen el cortejo previo al apareo).
EN EL BOSQUE “El caballo es como un cristiano”, dice don Bernardo Anastasio Holguín, de 76 años, 56 de ellos dedicados a llevar turistas a caballo por el bosque. Vive con su esposa desde hace más de medio siglo en un rancho campestre en el límite de la ciudad, donde tiene ocho perros, dos loritos parlanchines, gallinas y palomas mensajeras. Ya su abuelo era un hombre de a caballo, que se dedicaba a llevar hacienda de un campo a otro. Y argumenta que “un caballo es como un cristiano”, diciendo que cuando era joven vivía con su tío, que a veces se iba a los boliches con sus compadres y se emborrachaba tanto que había que subirlo a una yegua alazana llamada Rubia, capaz de irse solita hasta su rancho, donde se restregaba contra la puerta. Entonces Holguín se despertaba y se lo bajaba del caballo para meterlo en la cama. “Yo me crié acá en el monte”, sentencia con tono gauchesco, señalando el denso bosque que atravesamos, plantado sobre las dunas frente a su casa. Aquí cazaba ñandúes para comer, cuando todo esto era pura arena. “Yo no sé escribir ni una O”, agrega, y precisa que las alegrías más grandes de su vida se las han dado los caballos. Aunque lamenta que ya no los puede domar, porque hace unos meses se cortó el “garrón” (el talón).
El nombre del bosque que vio nacer don Holguín es Vivero Dunícola Florentino Ameghino, que se extiende sobre 502 hectáreas. Allí se plantaron hace varias décadas miles de pinos, eucaliptos y acacias, creando un ambiente boscoso frente al mar. El bosque es un laberinto de senderos que se entrecruzan.
Don Holguín nos conduce por los vericuetos del bosque que conoce al dedillo, hasta que sin previo aviso nos saca de esa oscura dimensión para colocarnos frente a un mar abierto con arenas blancas, que se extienden hasta el infinito a los dos costados.
VOLAR SIN MOTOR Ganar el cielo a bordo de un silencioso planeador quizá sea la forma más pura de volar. Y en el Aeroclub de Miramar se puede hacer realidad ese viejo sueño de los hombres, elevarse por la mera fuerza del viento. Allí nos espera Federico Meaca, un instructor de planeadores que hace vuelos turísticos.
El vuelo en avión planeador es considerado el más seguro de todos, porque al no haber motor no queda casi margen para el error mecánico. De modo que, sin muchos prolegómenos, cerramos la escotilla y nos disponemos a despegar.
Delante de nosotros la avioneta remolcadora enciende motores. A ella está atado el planeador, para remontarnos como un barrilete. El piloto va atrás y yo al frente, sin otra tarea que observar el panorama.
Una vez que ganamos altura, el piloto de la avioneta suelta la soga que une los dos aviones. Y quedamos suspendidos en el aire, al arbitrio del viento y la destreza del piloto. Dicen los aviadores que en estos livianos aparatos se experimenta la verdadera sensación de volar, como si las alas fuesen una extensión de los brazos o una parte del cuerpo. La habilidad está en buscar las corrientes ascendentes de aire. Estas invisibles “térmicas” se generan allí donde la tierra acumula más calor, es decir, sobre los campos arados de color oscuro. La otra clave para descubrirlas son las nubes, ya que es debajo de ellas donde suelen terminar las corrientes cálidas.
Nos deslizamos a 60 km/h y desde lo alto se ven Mar del Plata, la laguna de Mar Chiquita, Sierra de los Padres y la inmensidad radiante del mar. Más cerca se levanta la línea costera de edificios. Nosotros comenzamos a descender desde una altura de 600 metros, pero en un buen día es allí donde recién comienza la aventura, si las térmicas permiten subir hasta los 2500 metros.
Desde la cabina –que parece una cápsula de acrílico– veo un espectacular panorama en 180 grados. La experiencia carece del vértigo de un parapente, y lo más impresionante es la sensación de deslizarse por el aire en absoluto silencio y con total naturalidad, realmente como los pájaros.
EL MUNDO DE LA CUCHILLERIA Hace una década Juan Carlos Ortiz y su esposa tenían un estudio jurídico en Monte Grande, pero lo vendieron para irse a vivir a Miramar, donde el hombre dio rienda suelta a su vocación postergada: fabricar cuchillos a mano.
Al ingresar al taller de troncos y piedras de Forjados del Monte se puede ver el proceso artesanal completo de la fabricación de un cuchillo. A quien se lo solicita, Ortiz le muestra primero que utiliza el reciclaje de palas, pinzas, tijeras de tusar y clavos de ferrocarril para crear la hoja del cuchillo. El primer paso es darle forma, como quien recorta papel con una tijera. Luego va a la fragua, donde calienta el metal con piedras de carbón y a continuación lo martilla al rojo vivo en el yunque, mostrando sus habilidades en un oficio que casi ha desaparecido. Afila entonces la hoja con una maquinita que tiene una piedra giratoria, y finalmente talla los cabos y los coloca. Además repuja el cuero para hacer la vaina. En las vitrinas hay cuchillos de alpaca repujadas que cuestan 750 pesos y otros más accesibles.
“La razón principal por la cual mis clientes compran cuchillos es porque cuando van a un asado no quieren usar un simple Tramontina, sino uno propio y original”, cuenta Ortiz, quien conoce muy bien su negocio. Pero hay también coleccionistas, como una mujer que le compra cuchillos desde hace mucho y tiene más de seiscientos.
DESCANSO EN EL SPA A unas cuadras del mar, los departamentos del resort y spa Van Dyke cierran un círculo alrededor de una gran pileta con la forma china del ying y el yang. En un bar de la piscina, los huéspedes pueden tomarse un trago sentados adentro mismo del agua. El resort tiene un kinder para dejar a los chicos, juegos, un restaurante gourmet llamado Romeo y un spa con pileta climatizada donde unos “cuellos de cisne” arrojan agua a presión para relajar la espalda.
En el spa de Vay Dyke hay saunas seco y a vapor, un caminito de piedras en el agua por donde se camina masajeándose los pies y un jacuzzi. También la pileta exterior está climatizada desde noviembre a mayo.
En la sala de masoterapia del spa se ofrecen diferentes tipos de masajes descontracturantes y opciones más originales con cañas de bambú, cuencos tibetanos y pindas, unos saquitos rellenos con hierbas aromáticas y semillas que se calientan al vapor para pasarlos por todo el cuerpo. En una tina con patas de león en un cuarto del spa se realizan baños de inmersión con agua y vino, que hidratan y suavizan la piel. Además hay un masaje con miel en todo el cuerpo, que también termina en la tina con un baño de espuma.
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