NOROESTE. PACHAMAMA CON LA COMUNIDAD SALTEñA
En plena aridez de la Puna salteña, la comunidad colla celebró otra Fiesta Nacional de la Pachamama, una milenaria tradición llena de color, folklore, chicha de maíz y locro, todo ofrendado a la generosa madre tierra. Crónica de un viaje por la capital, el tren del cielo, la Quebrada y los parajes rurales de un pueblo moderno con cultura ancestral.
› Por Paula Mom
Fotos de Paula Mom
Faroles coloniales, empedrados que se extienden hasta las veredas, casas de colores con pórticos en doble altura y el antiquísimo hotel Salta con sus grandes vitrales me reciben en vísperas de la fiesta de la Pachamama.
La capital salteña se mueve rápido. Los autos invaden el aire con bocinazos. Los jóvenes se amontonan en la plaza central, mientras cientos de palomas revolotean entre el campanario y las escalinatas de la Catedral.
El mismo centro de la ciudad deja entrever varias Saltas en un mismo lugar. Desde la plaza se bifurcan calles llenas de carteles en alto que se cuelan hasta la mitad del pavimento, y otras que ostentan marcas internacionales y cadenas de comidas rápidas. Pero si uno se pierde lo suficiente, también descubrirá otras que conservan aires al 1800 en las veredas, persianas y los colores desgastados de los muros.
Con ánimo de aclimatarme en culturas arcaicas –y hacer un poco de tiempo hasta el anochecer– me decido por el Museo de Arqueología de Alta Montaña. En un edificio señorial estilo victoriano que rodea la plaza 9 de Julio, este museo acoge uno de los descubrimientos más importantes de los últimos tiempos: los niños del volcán Llullaillaco, el hallazgo de tres cuerpos y cientos de objetos enterrados a 7000 metros de altura por los incas, hace ya más de 500 años. Una ofrenda a los dioses que los antiguos llamaban “capacocha”. Deslumbran, tras los vidrios, no sólo la destreza de la tribu para crear piezas artísticas de metal y prendas hechas con lana de vicuña, sino también el estado de las artesanías y los cuerpos; las trenzas en el pelo, los platos pintados con guardas y los colores de la ropa que se mantuvieron intactos por haber estado congelados durante cinco siglos.
DE LA TIERRA A LAS NUBES Como todas las semanas de marzo a diciembre –enero y febrero es época de lluvias–, el emblemático tren salteño parte de la ciudad a las siete de la mañana. Todavía es de noche y la cordillera andina se esconde a lo lejos. Las persianas están bajas porque a veces se le tiran piedras al tren. La altura adormece a los que no la frecuentamos, hasta que un café con medialunas me despierta en medio de cerros naranjas, violetas, rojizos y alguno azul petróleo. Unas hojas de coca para el apunamiento, y con el viento que se cuela por la ventana caigo en la cuenta de la maravilla natural que nos rodea.
La guía del tren rememora la historia por los parlantes. Cuenta que la obra lleva el nombre del ingeniero Richard Maury, que funciona desde 1942, que se concibió como un tren de carga y pasajeros, y que en sus mejores años hacía tres viajes diarios, hasta que en la década del 90 fue privatizado. Hoy el tren recorre, casi exclusivamente con turistas, 200 kilómetros desde la ciudad de Salta hasta La Polvorilla, a 4200 metros de altura.
Suena folklore de fondo y una coplera llena de colores en el poncho y en el sombrero exhibe su talento por los vagones. Resuena en el aire el alemán, y una mujer asiática intenta sacar fotos en movimiento, pidiéndole consejos a su marido inglés. Las mejores tomas se obtienen en las curvas pronunciadas y en alguno de los puentes que atraviesa que tren.
El viaje continúa por desérticos cañadones donde sólo crecen cardones, donde se vislumbran iglesias abandonadas y donde cada estación –ex estación– tiene una historia por escuchar.
TIEMPO DE FIESTA En el pueblo minero de San Antonio de los Cobres frena el motor. El sol del mediodía raja la tierra, pero el viento se roba el calor. A lo lejos se divisa un cementerio enclavado en un cerro buscando el cielo. El viento es constante y fuertísimo, y erosiona los cerros dando lugar a este pueblo plano a 3775 metros de altura sobre el nivel del mar. Por suerte, en el mercado de artesanos la comunidad colla nos recibe en su mesa con papas andinas, carne de llama y de cordero, y por supuesto un poco de vino.
A mi lado se sienta Teófila Urbano, la mujer de Miguel, el cacique de la comunidad colla. Tiene puesto un poncho amarronado hasta los pies y una cola en su pelo negro que se acerca a la cintura. Con voz cálida y los ojos algo caídos me habla sobre la previa de la fiesta, que empezó el 1° de este mes. “Primero nos tenemos que purificar nosotros. Entonces, se prepara el yerbeado que es la yerba con alcohol y se toma un poco. Y después hay que limpiar la casa con sahumerios naturales hechos con la chacha. El humo purifica, lo usamos para sacarnos la mala onda.” Dice también que, si no hay chacha (una planta regional), se puede usar azúcar, romero o ruda. Me cuenta que se acuerda de su abuelo, quien todos los 1° de agosto cargaba alcohol, cigarrillos y coca. Se iba hasta un ojo de agua, “el ojo de la Pachamama, y no volvía hasta el otro día porque toda la noche conversaba con la tierra”.
Cada agosto tiene lugar este ritual, que empieza con la purificación del hogar y prosigue con las ofrendas a la tierra todos los días del mes en las casas de los pobladores, pero también en los bares, los cerros y los mercados. Lejos de ser una fecha casual, agosto es una época difícil para los pueblos norteños que tanto dependen de la naturaleza. Las enfermedades proliferan por el cambio de clima, llueve poquísimo y es época de siembra. Así es que a la tierra se le pide agua y protección grosso modo.
Por su parte, el origen certero de la tradición es difícil de rastrear. Mientras los integrantes de la comunidad tienden a considerar que se trata de una costumbre previa al imperio inca, muchos otros se inclinan por la fusión de culturas. “Los incas hacían culto a los dioses: al del sol, al de la tierra. De ahí se va legando, y lo que pasa en San Antonio y en los pueblos del norte es producto de todas las culturas que fueron pasando: los incas, los que estaban antes de los incas y luego los españoles, que introducen la religión”, explica Azucena Salva, secretaria de Cultura y Turismo de San Antonio de los Cobres.
En la mesa también se sienta su marido Miguel Siarez, cacique de la comunidad y representante colla de los pueblos salteños. Miguel recuerda la Pachamama hace unos veinte años, una celebración hecha un poco a escondidas, íntima y privada. “Todo se iba perdiendo, porque a los abuelos los acompañaban los chicos pequeños, y los jóvenes que se iban a las ciudades lo dejaban de hacer porque los avergonzaba. Hoy esta costumbre se expandió, y ellos se sienten orgullosos de sus raíces. Y para mí eso es un gran regalo”, confiesa el cacique.
De hecho, fue la misma comunidad de San Antonio de los Cobres la que convirtió la celebración milenaria en la Fiesta Nacional de la Pachamama de los Pueblos Andinos. “A mí me gusta esto que está pasando porque ahora la Pachamama es de todos”, agrega Miguel.
Finalmente la fiesta propiamente dicha irrumpe en la estación de tren. Una banda local ambienta la celebración con guitarras, un órgano y algunos parlantes de más. Unos metros adelante, un pozo en la tierra está rodeado de vino, muchísima comida, hojas de coca, alcohol y gaseosas. Al costado, los lugareños aggiornan una llama con collares y cintas de colores, costumbre conocida como la “señalada”, que también se practica durante el carnaval. Mientras tanto, el cacique comparte con ella hojas de coca y chicha. Una suerte de demostración del hombre, el animal y la tierra como parte de un todo. “De la tierra comemos, de la tierra venimos y a la tierra nos vamos”, sentencia Teófila.
Toma el micrófono el cacique y pide permiso a Dios para dar comienzo a las ofrendas, pero lo interrumpe su celular. Se ríe por la ironía, y continúa. Aunque más tarde se esfuerza por aclararme que él es parte del mundo moderno, y que eso no le impide preservar las costumbres de sus ancestros. “Por el contrario, ese celular lo tenemos gracias a la tierra también. Y es a través de estos aparatos desde donde queremos decirle al mundo: basta, cuidemos a la Pachamama, a la tierra que nos da la vida.”
El humo que sale de las brasas con intenso aroma a chacha inunda el escenario del rito, condimentando con misticismo. Poco a poco los pobladores, y luego los turistas también, van “chayando”, es decir, dejando en el pozo de tierra alimento y bebida. La fila es larga y nadie se lo quiere perder. Mientras tanto, el vino no falta, los bailes se vuelven enérgicos y el trencito, el carnavalito y hasta la cumbia dicen presente. Culmina la ceremonia con el pozo tapado y decorado, y poco a poco todos vuelven a refugiarse de ese viento helado sin un sol que lo apacigüe.
VIAJE A LAS BASES Antes de volver me acompañan a visitar a Doña Barbarita, que llega acompañada por unas diez llamas con cintas de colores en el lomo y las orejas, además de sus tres nietos que corren por ahí. Esconde un poco la cara tras un sombrero blanco y otras cintas que lo adornan, haciendo juego con los accesorios de las llamas. Cuenta que nació en el campo y que ahora vive en San Antonio, que hace artesanías y caminatas con llamas para los turistas que cuestan 50 pesos, y que los chicos pueden subirse y sacarse algunas fotos.
Las encierra en el corral, hecho de adobe, al igual que la mayoría de las casas, que también se funden con el marrón de los cerros. Nos anima a fotografiarnos con los camélidos. Exhibe con orgullo los guantes y los gorritos tejidos con guardas en dos colores. Masca coca y sonríe. Para ella, y para los demás artesanos, el agua es primordial para el pastoreo que le brindará la materia prima de sus creaciones. Agradece y pide a la tierra, y también nos invita a volver para pasear con las llamas, para celebrar la tierra y para seguir haciendo, de una cultura oculta, una cultura para todos.
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