Domingo, 22 de septiembre de 2013 | Hoy
BUENOS AIRES. TURISMO RURAL Y HERENCIA JUDíA
Paseo por Rivera, un pueblo del oeste de la provincia de Buenos Aires que agrupó varias colonias de pobladores judíos a principios del siglo XX y que ahora se inicia en el turismo mostrando su historia y una particularidad cultural que aún perdura, a pesar de la llegada de nuevas comunidades y el cambio de los tiempos.
Por Graciela Cutuli
En los mapas, la línea de puntitos que marca el límite entre Buenos Aires y La Pampa pasa rozando el pueblito de Rivera. Un nombre entre muchos, que sin embargo esconde una realidad muy distinta de la de cientos de otros pueblos cuyos topónimos pueblan los mapas del país. Rivera es una colonia agrícola fundada a partir de varios asentamientos de pobladores judíos traídos de Europa central y del Imperio Ruso por el barón Hirsch a principios del siglo XX. Queda bastante cerca de Carhué, un centro termal cada vez más concurrido en su etapa de renacimiento, y busca también abrirse al turismo como alternativa a una economía basada esencialmente en las tareas del campo. El paseo es una buena excursión de un día para los curistas y las familias que van a Carhué para aprovechar su lago en verano, o las piletas termales el resto del año.
OLAS DE INMIGRACION Hoy día el pueblo tiene unos 4000 habitantes, pero hace tiempo que los judíos dejaron de ser mayoría, como cuando fue poblada esta región del país. Gustavo Elman es el presidente del Centro Cultural Israelita de Rivera, un verdadero polo intelectual que abarca toda la región y cuenta que, “en tiempos de mis abuelos, la mayoría de los vecinos venían de Polonia o de Rusia y casi todos hablaban yiddish. Se leía en ese idioma y los chicos lo aprendían en la casa. Hubo diarios en yiddish que se editaron y circularon en Rivera hasta los años ‘50. Hoy todavía conservamos una biblioteca en este idioma, aunque no circule más en el pueblo, y las nuevas generaciones aprendan el hebreo en las clases que organiza nuestra sinagoga el sábado”.
¡M’hijo el dotor! Los primeros pobladores traídos por el filántropo Maurice de Hirsch eran zapateros, profesores, artesanos de ciudades que tuvieron que aprender a ser granjeros. Sus prioridad fue la educación de sus hijos, y ya las segundas generaciones fueron profesionales y migraron a las ciudades: mientras tanto Rivera recibía colonos de otras culturas y de otras nacionalidades, de otras provincias argentinas. Pero como recuerdo, en el pueblo quedó en pie un circuito que se visita a lo largo de un día de excursión desde Carhué, y pasa por el Centro Cultural, la sinagoga y un restaurante al mediodía para probar platos y especialidades de Europa central.
Rivera está ubicada en una zona lechera, y la producción de lácteos es muy importante en la economía regional, con unos 60 tambos en actividad. A fuerza de trabajo, los primeros colonos vencieron incontables adversidades para hacer prosperar este lejano rincón de la pampa, mucho menos fértil que las otras colonias instaladas en Entre Ríos y Santa Fe por la Jewish Colonization Association, la organización que fue la gran obra filantrópica del barón. Lo esencial para aquellos hombres que cambiaron de continente, de vida y de profesión era escapar a los pogromos de la Rusia de entonces, bajo el gobierno del último zar, Nicolás II.
Claudio Kosak es el nieto de uno de esos colonos y cuenta que “a pesar de quedar lejos y ser una de las últimas colonias agrícolas del barón Hirsch, Rivera recibió a muchas familias a lo largo de su historia y hoy día, cuando voy a Buenos Aires o a Israel y digo que vengo de allí, siempre encuentro a alguien que estuvo o tiene un familiar que pasó por Rivera o tuvo antepasados en nuestro pueblo. Rivera recibió en total varias olas de inmigración. La primera fue la fundaciónal, que provenía de Rusia, y hasta hubo en aquellos tiempos algunas familias de rusos no judíos que vinieron también a probar suerte a las Américas. Luego vinieron judíos de Polonia, unos años después, y la última fue antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando llegaron familias judías de Alemania que escapaban del nazismo cuando todavía era posible”.
UN CIRCUITO PARA EL DIA Gustavo Elman recibe a los visitantes en las salas del Centro Cultural, digno de una gran ciudad pero en medio de un pueblito alejado de la pampa. Este contraste es todo un símbolo para Rivera y un orgullo para sus habitantes. Comenta que “desde siempre nuestra comunidad se destacó por su impronta cultural y su afán de progreso. El primer centro era un rancho chico y conservamos una foto en la biblioteca para recordarlo. El centro actual es un complejo que es a la vez una biblioteca con varias salas de lectura y una especial para los chicos, un gran teatro con butacas y una acústica que no tiene nada que envidiar a la de las grandes ciudades. Hasta tenemos un bar social abierto todos los días, donde se puede comer y tomar un café”.
El paso siguiente en la visita de Rivera pasa por la sinagoga, no muy lejana, a un par de cuadras solamente (todo está a un par de cuadras en Rivera, en realidad). En el camino se ven algunos murales en el frente de algunas casas. Varios recuerdan el centenario del pueblo –celebrado en 2005– y otros resaltan el coraje de los pioneros, con inscripciones en caracteres latinos y hebraicos.
La sinagoga es una sencilla construcción de ladrillo que podría pasar por una casa vecinal más, a ojos de los distraídos, si no fuera por el cartelito de madera que la señala desde la vereda. Es una de las visitas clave a la colonia judía que Rivera está poniendo en marcha como actividad turística. En el hall de entrada hay un mapa de la región que muestra dónde fueron emplazadas las distintas familias de colonos, sobre un campo de 110.000 hectáreas. Los parajes se llamaban Crémieux, Montefiore, Philipson, Leven. Maurice de Hirsch había comprado estas tierras a la familia, de origen francés, Leloir en 1905, y al poco tiempo el ferrocarril llegó a la colonia y se dio a la estación el nombre de un congresal de Tucumán, como era habitual en aquellos casos. A los colonos les tocó el nombre de Rivera, en recuerdo de Pedro Ignacio Rivera, que tuvo un papel destacado en el proceso de la independencia nacional y falleció en Buenos Aires en 1833. Al lado de este mapa, dos banners enumeran los nombres de cada familia de colonos. Una larga lista que ocupa la pared a ambos lados de la puerta principal de la sinagoga.
Antes de entrar, los hombres tienen que tomar la precaución de pedir prestada una kipá y cubrirse la cabeza. Claudio Kosak comenta que “en Rivera la comunidad fue más bien liberal e invitamos a todos a venir a visitar nuestra sinagoga. Incluso las mujeres fueron aceptadas en el recinto junto con los hombres hace ya muchos años, mucho antes que en comunidades más grandes”. Sobre un costado, un armario vidriado conserva varios objetos de culto y libros que algunas familias de colonos trajeron con ellos a principios de siglo XX, expuestos junto a candelabros y libros litúrgicos en yiddish editados en Vilnius (que en aquellos tiempos se conocía como la Jerusalén europea).
La visita sigue hasta el monumento a los inmigrantes, que representa a una chata tirada por dos caballos con una familia de recién llegados, recibidos por un gaucho a caballo. El encuentro de dos mundos y dos culturas que dio nacimiento a la pequeña ciudad.
Gustavo Elman comenta que el circuito será completado pronto por un museo: “Hay un proyecto para trazar la historia de los colonos, de la comunidad. Año tras año, somos cada vez menos, hoy apenas 700 de los 4000 habitantes de Rivera, pero nuestra comunidad tiene una herencia muy fuerte que viene de aquellos primeros vecinos, como el deseo de mantener un alto nivel de actividad cultural y de conservar las instituciones que nos dejaron. El museo vendrá a contar su historia. Por ahora, exponemos algunos objetos en una vidriera del Centro Cultural, pero hay mucho para contar y mucho para mostrar sobre Rivera y su pasado”.
APUESTA AL TURISMO Este museo podrá mostrar, por ejemplo, cómo vivieron los primeros llegados en 1905, en una llanura donde no había nada. Para pasar los primeros meses, cavaron la tierra y pusieron un techo de paja sobre estas rudimentarias cuevas. En ruso las llamaban zemblanka. Algunos tuvieron más suerte y pudieron utilizar un galpón de esquila de ovejas de la estancia de Leloir. En poco tiempo, de la misma forma que sus zemblankas se transformaron en casas, Rivera se convirtió en un centro próspero y ganó cierta fama, sobre todo educativa y cultural, que atrajo a su vez a otros grupos de colonos. Hoy día en la región hay una gran comunidad de alemanes del Volga, entre otros. La estación también contó mucho en este proceso de civilización en medio del desierto: Rivera era un pequeño nudo de vías sobre ramales que iban a Buenos Aires, a Bahía Blanca y a San Luis. En la actualidad siguen pasando trenes de carga y la estación sigue en actividad.
Carhué queda a unos cincuenta kilómetros por una carretera en bastante mal estado, llena de pozos. Santa Rosa a 150 kilómetros, Bahía Blanca a 200 y la lejana Buenos Aires a más de 600. Lejos de todo, los profesionales de Europa oriental reconvertidos en gauchos pampeanos tuvieron que organizarse en cooperativas para varios aspectos de la vida del pueblo: la producción y comercialización de la leche, la venta minorista, el pastoreo del ganado, la producción de semillas para los cultivos entre otras actividades. Algunas sobrevivieron al paso del tiempo y al cambio de costumbres que transformó también las regiones rurales de la Pampa. Pero hoy el turismo es una nueva meta para esta comunidad y, como no podía ser de otra manera, el pasado y la impronta judía del pueblo son su mayor atractivo. El creciente flujo turístico a Carhué, que se recuperó de una terrible inundación que duró dos décadas a partir de 1985, es una buena base para que Rivera sea de nuevo transitado por caras distintas, como en los años ’20 y ’30, cuando nuevos habitantes llegaban de manera continua a las pocas cuadras del pueblito formado en torno de la estación.
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