Domingo, 15 de diciembre de 2013 | Hoy
MISIONES. DE POSADAS A LOS SALTOS DEL MOCONá
Una ruta escénica une la capital misionera, a orillas del Paraná, con los Saltos del Moconá, una falla geológica única en el mundo sobre las aguas del río Uruguay. En el camino se disfrutan pueblitos encantadores, donde el verde de los cultivos alterna con refugios entre la selva y el río.
Por Pablo Donadio
Fotos de María Clara Martínez
Posadas se recuesta sobre el Paraná, y su desarrollo a orillas del río la une fraternalmente con la naturaleza; la nueva costanera sigue los vaivenes caprichosos de la ribera, sus lomadas y sus encendidos verdes misioneros. Es además una ciudad fronteriza, unida y a la vez separada por ese cauce con Encarnación, el terruño paraguayo donde las playas anaranjadas y los productos tecnológicos generan un tráfico local permanente. Los paraguayos además cruzan aquí por cuestiones laborales y para comprar combustible más barato. Como en Corrientes y el norte de Entre Ríos, los fuertes calores y cambios de temperatura entre ambientes naturales y lugares cerrados amenazan con colosales resfríos veraniegos: pero la visita vale el riesgo. Posadas es la ciudad más poblada, sede administrativa y gubernamental, con un centro comercial y cultural muy atractivo. Con más vuelos desde que las Cataratas del Iguazú lograron el rango de maravilla planetaria, creció también con una nueva Costanera que se extiende por varios kilómetros, mejorando la circulación, aunque aún hay fragmentos en construcción y la señalización es confusa. En especial la salida a las rutas RN12 (Puerto Iguazú) y RN105 (Apóstoles): en ese embrollo nos metemos a la hora de dejar la ciudad, para cruzarla por el medio con destino a la otra gran costa, la del Uruguay, en los dominios de la selva.
HUELLAS JESUITAS Santa Ana, Loreto y San Ignacio son los primeros poblados que llaman la atención sobre la RN12, que alterna paisajes de suburbios productivos, bosques y chacras. Santa Ana es un pueblo pequeño, uno de los treinta fundados en la región en el 1600, y cuyos mayores atractivos parecen ser el Parque Temático de la Cruz y las ruinas jesuíticas. La primera es una obra tan moderna como discutida, que abarca 57 hectáreas con saltos de agua, arboledas y miradores, en torno de una violenta cruz de hierro de 84 metros de altura plantada sobre un cerro, debajo de la cual hay un anfiteatro y restaurantes. Las ruinas recuperan el paso de los jesuitas por las reducciones, y a diferencia de San Ignacio no fueron reconstruidas sino que se buscó frenar el avance del deterioro en los muros, salas y edificios que componían la misión. Antes de llegar a las ruinas se visita un centro de interpretación que sintetiza la obra jesuítica. En uno de los salones hay un sapo del tamaño de un conejo. “¡Pero... podrá ser! Este es el gordito plaga del sereno, que los deja entrar. Además de comerse todo de la heladera, ahora se hace amigo de los bichos”, dice furiosa Susana Petroski, guía local, mientras retira el supersapo de una pieza histórica. El predio tiene 37 hectáreas, de las que se visitan 12, y muestra un trazado en cruz similar en cada reducción, con una plaza e iglesia en el centro. En tiempos de esplendor tuvo unos 4800 guaraníes, hasta la expulsión de los misioneros.
Tras el portal de Loreto, San Ignacio Miní también invita a descubrir sus vestigios jesuitas, los más reconstruidos (inclusive con piedras de otras ruinas) y los primeros en ponerse en valor, que hoy tienen hasta un espectáculo nocturno de sonido e imagen proyectada sobre bruma. Pero las ruinas no son todo: a unas diez cuadras está la propiedad del escritor Horacio Quiroga, con un pequeño museo con sus fotos, herramientas, una bicicleta a motor y otras pertenencias del célebre autor de los Cuentos de la selva. Al fondo, por un camino angosto y rojizo, rodeado de verde, están las que fueron sus dos casas, ambas en plena restauración. Una es de piedra, y fue levantada por él mismo junto a un aljibe. A unos cien metros, de cara al río, un chalet moderno. Si se toma la calle lateral, como quien va hacia la playa, se puede ver una construcción que lleva adelante la provincia para potenciar el lugar y transformarlo en la puerta a ese mundo tan particular del escritor. Ese camino al Paraná y su balneario, Playa del Sol, es otro imán turístico: bajadas de lancha, área de baño, camping y un parador completan los servicios para los visitantes. Muy cerca, a unos siete kilómetros, el parque provincial Teyú Cuaré deja ver un afloramiento rocoso con cavernas naturales que sirven de refugio a numerosas especies.
PAISAJES DE SELVA Verde y florida, Jardín América lleva muy bien su nombre, mientras Santo Pipó se presenta con un enorme cartel de la empresa Piporé, que concentra la producción yerbatera. La casera de uno de esos campos nos explica que son dos o a lo sumo tres las cosechas anuales de la planta de yerba, y que el proceso siguiente de secado es clave para el producto final. “Llévese, llévese una rama nomás, pero no la vaya a meter así al mate porque no le va a gustar más el mate, gurí”, advierte.
Enfrente hay otro campo, repleto de té: a diferencia de la yerba mate, cosechada a mano con tijera, el té se corta y recorta cada 15 días con una máquina que rebana las hojas tiernas desde arriba. Vistas desde las altas ondulaciones del camino, esas plantaciones parecen las de un jardín inglés bien podado. Tanto Aristóbulo del Valle como San Vicente, ya en la RN14, muestran villas en pleno desarrollo, con bulevares repletos de flores y plazas impecables. Allí el campo fértil va alejándose y la ruta ascendente se interna en la selva, con tramos del camino donde los árboles forman galerías y túneles verdosos. Un signo claro del cambio, y de la penetración en ese otro ambiente, lo dan las comunidades guaraníes Yeyi y Pindó Poty, que venden su arte en madera, cestería y algunas plantas nativas sobre la ruta. En algunas curvas hay miradores adaptados con rampas de acceso para discapacitados, donde se puede detener el auto, descansar y tomar mate con una visión privilegiada de la montaña verde y selvática.
Dos de Mayo es un pueblo también pequeño, con empedrados de laja cortada a plano y fundida con la tierra roja. La gente, afuera hasta muy tarde aprovechando el fresco y a puro tereré, saluda en la ruta, hasta que el campo domina otra vez el paisaje y las casitas de madera, con galerías coloridas y sobre pilotes, dan cuenta de un clima más húmedo y lluvioso. Frenéticos ómnibus y grandes camiones cargados de pinos y eucaliptos acechan en la ruta, y son quizás el único peligro de estas latitudes, que ya dan paso al tabaco, producto que oficia de paso entre uno y otro ambiente. “Plantamos y cosechamos aquí, como productores familiares. Después hay que secarlo unos 90 días a la sombra para que esté disponible para la venta”, cuenta Edith, enfermera del pueblo y ayudante de su padre, el labrador, apoyada en un establo que funciona como secadero.
La llegada a El Soberbio se anuncia como la última posta antes de Moconá, donde el río Uruguay es la estrella. Este es tal vez el pueblo más sorprendente, casi un tercer país enriquecido por la frontera política que une esta parte de la Argentina del noreste con el Brasil del suroeste. Aquí los “vecinos” toman a diario la balsa de personas y autos con el fin de hacer compras en el supermercado Ceferino, “el campeón de los precios bajos”, y regresan con decenas de bolsas. En el puesto local de Gendarmería nos explican que el cambio 4 a 1 es muy conveniente también para el combustible, ya que sólo después de los 150 dólares diarios se paga multa.
ENCANTOS DEL MOCONA Tras 70 kilómetros de pavimento, con empinadas subidas y bajadas colosales, se llega a la Reserva de Biósfera Yabotí, y dentro de ella al Refugio Moconá. “Queremos instalarnos como una propuesta alternativa y a la vez complementaria a los saltos. Aquí se disfruta de todo lo que la selva y el río tienen para dar, como el tubbing, el kayak y los paseos náuticos (que incluyen la llegada a Moconá). Hay caminatas hasta el salto Horacio, donde se hace rappel y una tirolesa de 250 metros que cruza su cascada, avistaje de aves y otras actividades”, asegura Fernando Gutiérrez. Enrique, nacido en San Pedro, otro pueblito cercano, es guía y su mano derecha para las salidas. Después de haber trabajado nueve años en Iguazú llegó aquí con otros compañeros, con quienes habla en portuñol, algo muy propio de esta frontera mestiza. Junto a ellos, durante dos días, disfrutamos de las actividades y probamos los deliciosos platos regionales que prepara Jairo, con infaltable arroz y feijao a la brasileña. Hasta aquí el viaje es un regalo, aunque esta vez nos iremos sin ver los saltos por la crecida del Uruguay. Esas cataratas que interrumpen durante tres kilómetros el curso del río de manera longitudinal (algo único en el planeta) son el gran atractivo de la zona. Su canal es nada menos que una gran falla geológica que alcanza los 170 metros de profundidad, y que fue llamado Moconá (“Gran tragadero”) por los guaraníes. Pero no todas las épocas son adecuadas para verlos, ya que depende del caudal que traiga el río. Si es muy bajo, el agua no llega a subir por la falla y sólo se aprecian las rocas de basalto como un gran cañadón; si es muy alto, todo queda bajo agua. Habrá que tomarlo entonces como una invitación a volver.
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