Domingo, 23 de febrero de 2014 | Hoy
RIO NEGRO ASCENSO AL CERRO CAMPANARIO
Sobre el Circuito Chico que va de Bariloche al Llao-Llao, este cerro ofrece una de las vistas más espectaculares de la región. Se puede subir en aerosilla o intentar un ascenso a caballo, a pie o en bicicleta: el premio será el impresionante panorama de lagos y cerros al llegar.
Texto de Juan Ignacio Provéndola y Fotos de Laura Moirón Campos
Si hablamos de Bariloche, automáticamente pensamos en el Otto y el Catedral, sus dos cerros más emblemáticos. Picos blancos, trajes de nieve y deportes de invierno dominan las postales de lugares claramente identificables con el principal destino turístico de la Patagonia. Sin embargo, sobre el lago Nahuel Huapi se recuesta una opción alejada del bullicio de las multitudes, felizmente aún no tocada por las campañas de marketing de las grandes marcas: aquí no hay carteles, stands, promotoras ni música a todo volumen.
Se trata del Campanario, un cerro que ni siquiera sale en las postales. Porque lo más importante no está allí, sino más abajo. Pese a no ser de los picos más altos del lugar –su altura es un tercio del Tronador–, su ubicación sobre el codo noroeste de Bariloche ofrece un panorama impresionante: lagos, montañas, bosques, carreteras, catamaranes, aves, ciclistas, autos. Todo se resume ante los ojos como si fuera una maqueta apoyada sobre una mesa, a un palmo de distancia.
El Campanario era originalmente parte de la inmensa chacra que poseía en la zona Primo Modesto Capraro, un inmigrante italiano que se mudó a principios del siglo XX a la Patagonia (primero a Villa La Angostura, luego a Bariloche, que en ese entonces se llamaba San Carlos). Capraro logró un resonante éxito en todas las actividades comerciales a las que se dedicó, entre las que se destacaron la agricultura, la ganadería y la forestación. Tuvo un aserradero y una constructora, con los que armó varios de los vapores que navegaban por lagos como el Correntoso, el Espejo o el Nahuel Huapi. Gran parte de la madera que utilizaba para sus obras la sacaba del Campanario, que recibió ese nombre luego de que monseñor Miguel de Andrea oficiara una misa de campaña en febrero de 1930, en un lugar que hoy recuerda aquel episodio con una cruz de hierro.
Agobiado por problemas económicos y algunos demonios personales, Capraro se quitó la vida en 1932. Dos años después, el gobierno nacional ubicó al campanario en la órbita del flamante Parque Nacional Nahuel Huapi, que junto con el Iguazú fueron los dos primeros territorios protegidos por el Estado argentino. A partir de ese entonces, el cerro se convirtió en un paso obligado de los primeros turistas que se aventuraban en la región. También le aseguró un intenso flujo de visitas su ubicación a pocos metros del inicio del Circuito Chico.
AL COSTADO DEL NAHUEL HUAPI El acceso al Campanario está en el kilómetro 17,5 de Bustillo, la avenida que une el centro de Bariloche con la parte oeste de la ciudad, y que en verdad es un breve tramo de la extensa RN371 que baja casi desde la ciudad de Neuquén. Se puede llegar en auto, aprovechando el playón de estacionamiento que hay en la base, o en colectivo. La línea 20 es la que mayor frecuencia ofrece, con servicios cada veinte minutos entre las 7 y las 21, aunque la 10 y la 22 también son otras opciones. Las tres parten y vuelven al centro de Bariloche. Para viajar hay que comprar una tarjeta magnética y cargarle saldo, o bien sacar unos boletos eventuales (creados para los turistas), aunque son más caros y es necesario conseguir no sólo el de ida, sino también el de regreso. Todas esas operaciones se hacen en los quioscos habilitados, un dato a tener en cuenta, ya que los micros no expenden pasajes ni aceptan dinero.
En cualquiera de esas opciones contaremos siempre con la compañía del lago Nahuel Huapi, que bordea el camino sobre la ribera norte. Un compañero que bate sin parar sus aguas azules de deshielo con un oleaje sereno pero rugiente, maravilloso espectáculo sonoro que puede apreciarse a la ida, ya que durante el regreso (sobre todo si es por la tarde) la avenida Bustillo suele atestarse de vehículos impacientes que dominan el escenario con la marcha lenta de sus motores.
La vía más recurrida para ascender a la cima del cerro es la aerosilla, que remonta los 1050 metros de altura en apenas siete minutos. El ticket vale 70 pesos e incluye también el descenso a la base, siempre entre las 9 y las 18.30. La otra opción es un sendero de 600 metros que comienza a la derecha de la salida de las aerosillas y que permite subir a pie viboreando entre la profusa vegetación que el Campanario posee en sus laderas. Allí se pueden ver los cipreses que parecen sostener el cerro y también varias especies autóctonas específicamente reseñadas a través de distintos carteles. Si bien el recorrido es breve (el tiempo de ascenso promedio no suele superar la media hora), su dificultad reside en la empinada cuesta. Por eso siempre es recomendable llevar vestuario y calzado deportivo y cómodo, agua, lentes de sol, crema protectora para la piel y, por las dudas, un abrigo (algunos lo resuelven con una remera térmica y un rompevientos).
También hay cabalgatas especiales que duran dos horas y se hacen con equipos preparados para subir cuestas estrechas y caminos empinados. Otros, en cambio, prefieren realizar trekking o ciclismo, aprovechando las velocidades del descenso, el verdadero enemigo de los novatos que se entusiasman con la velocidad inicial y luego, al no poder frenar, corren el riesgo de temibles resbalones y lesiones. En estas carreras donde no hay competidores, gana el que llega sano y salvo.
EL VUELO DEL CONDOR Si de premios se trata, nada mejor que el que ofrece la naturaleza al llegar a la cima. Lo ideal son los días soleados y templados, aunque eso no les quita lucimiento a las jornadas de viento, lluvia o nieve. Porque, al cabo de unos minutos de precipitaciones, las nubes se retiran respetuosas, como pidiendo permiso, descubriendo lentamente el mejor de sus regalos: un imponente arco iris. Si el viento sopla y uno se anima a asomar la cara por los balcones, podrá sentir los rigores a los que se someten los cóndores, solitarios monarcas de las alturas andinas. Y con los ojos cerrados se puede oír el sonido del silencio. En verano, en cambio, el verde emerge debajo de la nieve derretida, ya hecha agua, ya convertida en lago.
En la cima hay varios miradores, algunos con forma de balcón, otros creados por obra de la naturaleza. En todos ellos hay carteles que describen los nombres de los lugares que se aprecian desde cada una de esas vistas. Allí se ven los lagos Nahuel Huapi y Perito Moreno, la laguna El Trébol, las penínsulas San Pedro y Llao Llao, las islas Victoria y Huemul, los cerros Otto, López, Catedral, Tronador, Goye, Milaqueo, Bellavista y Capilla, el hotel Llao Llao, las arboledas de Colonia Suiza, también la cordillera que rodea la ciudad, Neuquén y algo de Chile.
Lagos, montañas, bosques. Y el cielo. Porque todo se funde allí, en esa capa celeste que abraza toda la creación como si la sintiese propia. Es una fiel reproducción de la Patagonia cordillerana. En esencia, se trata de una de las mejores vistas que el planeta le pueda ofrecer al ser humano. Porque lo más maravilloso que el Campanario puede ofrecer está fuera de él, pero revalorizado por su presencia.
Después de una jornada ajetreada, la cafetería ubicada en el punto más alto del cerro ayuda a recomponer los ánimos con precios accesibles en una ciudad de tarifas astronómicas. Si el clima lo permite, se puede comer una vianda en los bancos al aire libre. Incluso hay una parrilla sobre el pequeño mirador, cuya disponibilidad conviene consultar, aunque es francamente difícil comunicarse con los teléfonos publicados en una página web que a veces ni siquiera está disponible. Pero eso es lo de menos: el alimento más importante, el del alma, se talla imborrable al cabo de esta experiencia fabulosa, y no necesita el permiso especial de nadie para metabolizarse en la memoriaz
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