Dom 23.03.2014
turismo

ASIA. EN TREN AL TíBET Y LA INDIA

Aventuras sobre rieles

Si viajar por Asia tiene mucho de aventura, cuando el recorrido se hace en tren se suman encanto y leyenda. Dos ferrocarriles emblemáticos para internarse en el Tíbet, techo del mundo, y en la fascinante geografía de la India, explorando sus paisajes desde las ventanillas.

› Por Mariana Lafont

Fotos de Mariana Lafont

La mayoría de la gente recorre las grandes distancias en avión, pero no se puede negar que para descubrir un lugar y explorar su geografía lo ideal es ir en tren, viajando a la velocidad del paisaje. Los viajes en ferrocarril, aun en el siglo XXI, tienen su encanto y conservan un aire romántico de otros tiempos. La sensación del movimiento es placentera, el sonido de la chicharra hace vibrar a los pasajeros y, según el destino, el viaje puede ser emocionante, romántico o aventurero.

El tren al Tíbet, que tuvo el desafío de poner rieles sobre capas de suelo siempre helado.

VIAS AL TÍBET El Tíbet, techo del mundo, siempre ha hecho soñar a los viajeros, atraídos por sus alturas inconmensurables, sus tradiciones milenarias y la devoción budista. Si bien la región estuvo aislada durante mucho tiempo, hoy se puede llegar haciendo un increíble viaje en tren, gracias a la construcción de una monumental obra de ingeniería que fue todo un reto para miles de trabajadores que soportaron condiciones climáticas extremas, problemas de altura, falta de oxígeno y gélidas temperaturas.

Una visita al país de las nieves puede comenzar en Beijing, con trámites y permisos para viajar ya que sí o sí hay que ir con guía y chofer contratados en agencia. Para sacar los pasajes de tren (o avión) se necesita autorización para entrar en Tíbet, de modo que hay que planificar el viaje con tiempo. Muchas veces, si el papeleo se atrasa sólo se consiguen billetes en asiento y no en camarote. Algo incómodo para un viaje largo: más de 4000 kilómetros en 48 largas horas en posición vertical. Además de tener algunos de los trenes más rápidos del mundo (como el que une Beijing y Cantón) China ha incorporado el Qingzang. No sólo es el tren más alto del globo: también es el primer tren que une Tíbet con cualquier otra provincia china. Esta proeza ferroviaria de 4000 kilómetros que une Beijing y Lhasa tiene más de 960 kilómetros de vías por encima de los 4000 metros, 550 kilómetros de rieles construidos sobre hielo eterno y 675 puentes.

Los planos de esta línea nacieron en los años ’50 y se fueron concretando por etapas. Los 815 kilómetros entre Xining y Golmud se terminaron en 1984, pero los 1142 kilómetros que separan Golmud de Lhasa no pudieron hacerse por el problema de poner rieles sobre suelo permafrost (capa de hielo permanentemente congelado en los suelos de regiones muy frías como Rusia, Canadá y Alaska). La construcción se aplazó hasta 2001 y finalmente se terminó en 2006. Sin dudas, el tren cambió radicalmente la atrasada situación del sistema de transportes del Tíbet, pese a la resistencia de su pueblo para impedir la entrada de chinos y turistas que atentan contra la cultura tibetana.

De Golmud (a 2832 metros) la línea discurre por el sudoeste subiendo hasta la cima de la cordillera Kunlun, a 4780 metros. Un ascenso de casi 2000 metros en sólo 200 kilómetros, y el trazado sigue hasta llegar a su punto más alto, en el paso de Tanggula, a 5072 metros. Y desde allí la línea encara el descenso hasta Lhasa, a 3628 metros.

Las paradas se suceden, los paisajes cambian y las horas se pasan comiendo noodles instantáneos, jugando a las cartas, leyendo y dormitando. Los pasajeros van cambiando y el segundo día el tren se llena de monjes que comen tsampa (harina de cebada mezclada con té salado con manteca) con las manos. El verde de las praderas del primer día ha quedado atrás y surge un paisaje estepario salpicado de nieve. Aunque el oxígeno a esas alturas se reduce, dentro del coche no se siente el efecto ya que la formación libera oxígeno y los vidrios tienen protección ultravioleta. El Tíbet se acerca y el tren avanza entre altísimas y escarpadas cordilleras. Fuertes ráfagas azotan un paisaje salvaje y desolado hasta llegar a la estación de Lhasa, donde los guías esperan a los grupos con las tradicionales khatas o bufandas ceremoniales blancas, símbolo de bienvenida y respeto tibetano. El tren ha llegado a la enigmática ciudad que alberga los palacios de Potala, Norbulingka y el Templo de Jokhang.

El vagón durante el trayecto Beijing-Lhasa, que ofrece un constante cambio de paisaje.

AL CORAZÓN DE LA INDIA Viajar a la India siempre es una aventura, y una travesía en tren por uno de los países más religiosos del mundo –y el segundo más poblado del planeta– no se hace todos los días. La empresa estatal Indian Railways es la encargada de trasladar a más de 5000 millones de pasajeros en ese gigantesco país. Las vías de ferrocarril fueron introducidas en 1853, y en la época de la independencia en 1947 ya había unas cuarenta líneas formando una de las redes más grandes del mundo. Un periplo imperdible va de Varanasi a Rajastán pasando por el Taj Mahal, maravilla del mundo moderno.

El viaje empieza en el corazón de India: Varanasi, ciudad milenaria y sagrada del Ganges. Según el hinduismo, morir aquí libera de las reencarnaciones y bañarse en el contaminado río limpia pecados. Luego de abrirse camino por sus caóticas calles con autos, rickshaws (taxi-bicicleta), autorickshaw (moto-taxi), camiones, carros, vacas sagradas, perros, gente y excrementos por doquier, se llega al mítico río. El gran momento es el amanecer. La gente va en silencio a los más de cien ghats (escaleras al río) a purificarse. Vale la pena levantarse a las cinco de la mañana y pasear en bote con el sol asomando. Impresionan los crematorios de Mani Karnika y Harischandra, activos hace milenios. Detrás del ghat, por las callecitas, las procesiones llevan al difunto envuelto en telas. Lo colocan sobre troncos, rezan y le prenden fuego. Cerca hay bazares y tiendas de seda donde uno se pasa horas viendo telas, saris y tomando chai.

El siguiente punto es Agra, ex capital del imperio mogol (que dominó India entre el siglo XVI y mediados del XIX) que aún conserva bellos edificios mezcla del sobrio estilo islámico con el decorado hindú. Así resultaron construcciones como el Taj Mahal y el Fuerte Rojo, donde vivieron los emperadores mogoles. El Taj Mahal está dedicado a Mumtaz Mahal, esposa favorita del emperador Shah Jahan, quien murió muy joven. Lo ideal es apreciarlo desde las 6.30 de la mañana y ver cómo la luz lo colorea lentamente.

De Agra se va a Nueva Delhi, capital desde la llegada de los ingleses en 1911. Varios edificios gubernamentales están cerca de la Puerta de India, que recuerda a 90.000 soldados indios caídos. En el viejo Delhi está Jama Masjid, la mayor mezquita de India, y el Fuerte Rojo, menos espectacular que el de Agra pero ideal para huir de la frenética Delhi. Y no hay que perderse los mercados de Chandni Chowk, atiborrados de gente comprando telas, frutos secos, especias, chiles y electrodomésticos. Para shopping refinado, el lugar es Connaught Place, cerca del memorial Mahatma Gandhi, la casa donde fue asesinado el líder de la independencia india.

La siguiente parada es Jaipur, capital de Rajastán, tierra de marajás y encantadores de serpientes. La ciudad con casco antiguo rosa fue fundada en 1728 por el marajá Sawai Jai Singh, gran astrónomo cuyo observatorio está al lado del palacio real, ambos abiertos al público. El palacio está custodiado por guardias con turbantes rojos sonrientes y listos para la foto a cambio de una propina. Luego está el bellísimo Palacio de los Vientos, con 953 ventanitas que permitían a las mujeres mirar la calle sin ser vistas. Desde Jaipur hay que tomar dos buses hasta Pushkar, en el pequeño lago homónimo. Esta ciudad, más relajada, es ideal para descansar. Su casco histórico es compacto y peatonal y en sus callecitas hay burros, niños jugando y monos por todos lados. Este sagrado lugar, como Varanasi, es meca de fieles lavadores de pecados. Sus ocasos son hermosos, con templos –el más famoso es el de Brama– reflejados en un lago lleno de ofrendas flotantes. Y no hay que irse sin dar un paseo en camello, sobre todo si es entre noviembre y diciembre, cuando cientos de ejemplares se reúnen para la Feria del Camello.

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