Domingo, 29 de junio de 2014 | Hoy
COREA DEL SUR. ACERCAMIENTO AL BUDISMO EN HAEINSA
Los templos budistas de Corea del Sur permiten compartir la vida y la rutina de los monjes mediante programas especiales creados para turistas, que ofrecen una aproximación única al ritual de las flexiones, la ceremonia del té y las comidas monásticas, rodeados de un ambiente dedicado al arte y la naturaleza.
Domu-ji ronda, probablemente, los 45 años. No es fácil calcular la edad de un hombre que desde hace más de una década cambió la vida mundana y el paradigma ideal de toda familia surcoreana –que sus hijos estudien, se casen y a su vez tengan hijos– por la vida retirada y contemplativa de un monje budista.
Sentado en la posición del loto, cuya técnica domina a la perfección, frente a una taza de té y un grupo de visitantes, Domu-ji sonríe con una amabilidad infinita, y aunque se escuda tímidamente en la privacidad, accede a satisfacer la curiosidad de los recién llegados, que se asoman por primera vez a la rutina del templo Haeinsa, situado en el sur de Corea del Sur. Aquí vive –explica a través de su intérprete, Eun Jung– desde que su vida dio un giro definitivo, allá por 2003. Tenía entonces 36 años y era abogado, pero los atentados de 2001 en Estados Unidos y un accidente de metro en Seúl, dos años después, le hicieron replantear el significado de su vida y su destino. “Con el accidente comprendí que yo también desaparecería de este mundo”, observa, mientras muchos nos preguntamos cuántas vidas habrá cambiado –como la de Domu-ji– el reciente naufragio del ferry Sewol. “No es común en Corea elegir este camino –agrega–. La vida es estudiar, casarse, tener hijos. Desde que tomé mi decisión dejé a mi familia y mis amigos, que conocían mi vida anterior, y sólo volví una vez de regreso a mi casa, para visitar a mi padre enfermo.” Domu-ji aún está estudiando en la universidad de los monjes, y cumple la estricta rutina diaria, que comienza a las tres de la mañana y termina a las nueve de la noche. La misma que nuestro grupo cumplirá, también estrictamente, durante la permanencia entre las primaverales flores del Haeinsa, vistosamente decorado con faroles de papel en los días previos a la celebración del cumpleaños de Buda.
VIDA DE MONJE Los programas de Estadía en Templos varían entre una o dos noches hasta una semana o más, según el templo y la voluntad del visitante. Dieciséis templos de Corea del Sur ofrecen este programa para extranjeros, solos o en familia, donde todo está preparado para dejar atrás las luces de Seúl –una de las ciudades más tecnológicas del planeta– y sumergirse en el ambiente contemplativo de las montañas. Haeinsa es uno de los mejores ejemplos: situado en Hapcheon, adonde llegamos después de un trayecto de unas cuatro horas por autopista (paradas incluidas) desde Seúl, forma parte de las Tres Joyas budistas coreanas y tiene una ubicación privilegiada en las montañas de Gayasan, un bellísimo parque nacional cuyos senderos de por sí invitan al silencio y la meditación. Se accede al ingreso del templo por un camino que corre entre arroyos torrentosos y bosques, cascadas y puentes, después de haber dejado atrás varios kilómetros de plantaciones de cebolla que después de la cosecha, en el mes de mayo, dejarán lugar a los arrozales.
Apenas llegados, dejamos nuestro equipaje y entramos en un cuarto idéntico a otros que forma parte de las cuidadas instalaciones del templo para recibir a los extranjeros. Cálido y luminoso, tiene un baño en común para el grupo y una pila de colchones, almohadas y edredones como único amoblamiento. Allí pasaremos la noche... hasta las tres de la mañana, hora en que corresponde levantarse para compartir con Domu-ji y los demás monjes sus ritos cotidianos de celebración a Buda y tareas comunitarias. Pero primero hay que registrarse y firmar la aceptación de las reglas del templo, para asistir luego a un video que será la primera aproximación a la gran joya de este lugar, uno de los tesoros de la cultura de Corea y del mundo: se trata de la Tripitaka coreana, una impresionante biblioteca de escrituras budistas que data del siglo XIII y que podremos conocer al día siguiente durante una visita detallada de Haeinsa.
MODALES EN EL TEMPLO La primera enseñanza es que el budista no se ocupa del futuro: sólo del presente, de modo que durante un día y medio estaremos suspendidos en una dimensión temporal a la que estamos poco acostumbrados, dejando de lado la preocupación por lo que vendrá. Simbólicamente, nuestro mundo queda atrás junto con las ropas de viaje: ahora, vestidos con la rústica túnica de los monjes, nos prestamos a una introducción sobre los modales en el templo. Más o menos trabajosamente, aprendemos a dejar el calzado en la puerta, a sentarnos en la postura del loto (o la más fácil de medio loto) que Domu-ji domina a la perfección, y abstraer la mente de cualquier distracción mundana para concentrarnos en la meditación sentados y realizar las inclinaciones a Buda. A la enseñanza le seguirán la cena, estrictamente vegetariana, la conversación con Domu-ji y finalmente el “toque de queda” de las 21.00. El dormitorio en común, ahora sólo iluminado por las lucecitas intermitentes de los celulares en carga –porque mañana habrá que volver al mundo real– se sumerge finalmente en el silencio y cada uno queda a solas con sus pensamientos.
Hasta las tres de la mañana, cuando Eun Jung nos despierta. Es hora de abrigarse y salir al patio con los monjes para un paseo que sigue un ritual preciso de meditación, en un minilaberinto jalonado de coloridos farolitos. Con las primeras horas de la mañana se realiza el llamado a la oración con el sonoro toque del tambor: uno tras otro, los monjes se alternan para golpear con fuerza la tensa superficie del instrumento, que retumba con más fuerza en el silencio circundante. Mientras tantos otros los filman con sus tablets de última generación, una concesión al gigante Samsung, uno de los dioses paganos de Corea del Sur. Les preguntamos, con curiosidad, por esta intrusión tecnológica en el rito, pero los monjes responden imperturbables que se trata simplemente de un registro destinado a mejorar su técnica.
El resto de la mañana visitaremos el Gran Hall de Buda, para realizar las 108 flexiones que nuestro guía, amablemente y en concesión a la escasa práctica de la mayoría del grupo, reduce notablemente a la mitad. Frente a nosotros, las imponentes estatuas y el aroma del incienso incitan, en verdad, a olvidar todo lo que no sea el presente y a alejarse de las distracciones exteriores. Quien no lo logre, o durante la meditación, sentados, una sus pulgares en señal de cansancio o adormecimiento, recibirá una leve palmada con un bastón de bambú para volver a concentrarse. Casi sin darse cuenta, pasan las horas de rito y meditación, pasan las reverencias y el tañido de los tambores, el sol ya se muestra alto y el templo luce esplendoroso e iluminado, con sus infinitas decoraciones en madera que replican las figuras de protectores, tigres, dragones y lotos. Lo recorremos en grupo, siempre en silencio, saludando a los monjes que cruzamos en el camino con una leve inclinación de cabeza. Y así nuestros pasos nos llevan hacia el gran tesoro del Haeinsa, la impresionante Tripitaka coreana que forma parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad.
EL ARCHIVO DE BUDA Janggyeong Panjeon, o el archivo de tablas de la Tripitaka coreana, ponen a Haeinsa en la ruta de Patrimonios de la Unesco, que incluye otros lugares de Corea, como la gruta de Seokguram o los palacios imperiales de Seúl. Se trata de la mayor y más completa colección de textos budistas, recogidos y grabados en más de 81.000 tablas de madera entre 1237 y 1249, con tanta perfección y tal grado de conservación que aún hoy podrían servir para imprimir copias de los libros sagrados del budismo. Los monjes permiten entrar en pequeños grupos y fotografiar la biblioteca, pero basta observar su mirada de respeto para que se transmita la importancia atribuida a este tesoro de la cultura coreana, que reúne en total 52 millones de caracteres chinos –sin error alguno– organizados en más de 6500 volúmenes y casi 1500 títulos. Todas idénticas, las tablillas miden 24 centímetros por 70, tienen entre 2,6 y 4 centímetros de espesor, y pesan entre tres y cuatro kilos. Si esos números no alcanzan para asombrar, vale recordar que cada tablilla, tallada en madera de abedul de las islas meridionales de Corea, fueron sumergidas tres años en agua marina, luego cortadas y finalmente hervidas en agua salada. Después, fueron expuestas al viento durante tres años, y así quedaron finalmente listas para ser esculpidas, bañadas en una capa tóxica para alejar a los insectos y enmarcadas en metal. Con las últimas imágenes de la Tripitaka, llega la hora de despedirse de Haeinsa. Nuestro recorrido seguirá por otros tesoros, otros Budas, otros templos, hasta volver a la vibrante Seúl del siglo XXI, que entre sus rascacielos y modernas avenidas aún hunde sus raíces en estas tradiciones milenarias.
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