JUJUY PURMAMARCA, UN PUEBLO DE LA QUEBRADA
En plena Quebrada de Humahuaca –recientemente declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco–, Purmamarca tiene uno de los paisajes más espectaculares del país, al pie del Cerro Siete Colores. Un auténtico poblado de origen colonial con calles de tierra que parece detenido en el tiempo.
“Yo he nacido en este pueblo
de toditos los colores...”
Copla anónima
De los poblados que se suelen visitar en la Quebrada de Humahuaca, Purmamarca
probablemente sea el que mejor mantiene su impronta indígena y colonial,
y sin dudas es el de belleza natural más espectacular. Allí está
el Cerro de los Siete Colores, la montaña que aparece tras una hilera
de álamos al costado de la Ruta 52 como un arco iris de piedra que despliega
unas extrañas franjas de minerales en forma de zigzag. El color más
llamativo es el violeta intenso que se va degradando hacia abajo a través
del turquesa, el verde, el azul, el celeste y el blanco. Hacia el otro extremo
de la escala –siempre de manera desordenada–, las líneas
se tornan rojizas como la arcilla, rosadas, naranjas, amarillentas y grisáceas,
con imperceptibles tonos intermedios de transición.
El colorido de las montañas de Purmamarca refleja lo singular del paisaje
jujeño que, además de su belleza extrema, deslumbra con imágenes
imposibles de encontrar en cualquier otro lugar del continente.
LA PLAZA Y EL MERCADO Purmamarca fue
fundada en 1594 y mantiene un aspecto que debe haber cambiado muy poco en los
últimos doscientos años. Las calles son de tierra y suben de manera
desordenada por la ladera montañosa. Las casas de adobe parecen brotar
de la tierra, conformando unas 20 manzanas que se arremolinan alrededor de la
plaza, donde hay una iglesia cuya fecha de construcción está cincelada
en el dintel de madera de la entrada: 1648. La iglesia –de arquitectura
sencilla– fue levantada con materiales tradicionales de la zona como el
adobe que cubre las paredes, las tablas de cardón recubiertas con torta
de barro y paja en el techo, y vigas de madera. En el otro extremo de la plaza
hay un pequeño Cabildo de una sola planta construido a mediados del siglo
XIX.
Alrededor de la plaza acapara la atención de los visitantes el mercado
artesanal, tan colorido como el cerro que se levanta al fondo del paisaje. A
diferencia de lo que ocurre en la vecina Tilcara, en los puestos de la feria
del pueblo –que es relativamente cerrado a los de afuera– no hay
hippies sino exclusivamente pobladores del lugar, de auténtica raigambre
indígena. Por un lado, se ofrece una variada gama de productos en cerámica
–hecha a mano o de manera seriada– con forma de vasijas, tazas,
platos, cazuelas y toda clase de adornos, siempre decorados con motivos indígenas.
Los típicos cacharritos de cerámica cuestan desde $ 3 en adelante.
También hay fuentes de madera de cardón al precio de $ 6.
Los tejidos son el otro producto típico y ancestral de la zona. La oferta
incluye aguayos (mantas), ponchos, gorros, sombreros y bufandas, tanto de lana
de oveja como de llama. Una ruanda (poncho para mujer) de lana de oveja cuesta
$ 35. Los instrumentos musicales de viento típicos de la quebrada –de
muy alta calidad y no de adorno– están entre los productos más
valorados de la feria. Algunos son las samponias ($ 25), las quenas ($ 15) y
los sikuris. Además, frente a la plaza está el negocio y taller
de charangos Patagua, que pertenece al reconocido luthier del mismo nombre quien
ha ganado varios concursos de su especialidad en la República de Bolivia.
Este reconocido artesano es uno de los mejores del país fabricando charangos,
y los precios oscilan entre los 350 y 400 pesos, e incluso mucho más.
EL SOSIEGO Por lo general, los contingentes de turistas llegan a Purmamarca por la mañana en grandes micros, y la calma milenaria del pueblo se trastrueca radicalmente. Pero en apenas una hora –luego de las fotos de rigor–, todos parten a visitar otros pueblos de la Quebrada. Entonces Purmamarca recupera el ambiente sereno que es su estado natural. Lo recomendable para el viajero es quedarse por lo menos una noche en elpueblo. Incluso, bien puede utilizarse Purmamarca como base para visitar Tilcara, Humahuaca y Salinas Grandes, los principales destinos de la zona. En los momentos de aglomeración, los purmamarqueños son bastante esquivos. Lo primero a tener en cuenta es que en la Quebrada la gente casi nunca grita (salvo en Carnaval). El silencio reinante los acostumbra a hablar despacio, casi en tímidos susurros. Pero la barrera se levanta, justamente, cuando uno se les acerca respetuoso, hablando sin urgencias. Esta es una de las formas de sortear el prejuicio contra la “soberbia del porteño” –tan injusto como entendible–. Al entrar en confianza, quien antes se expresaba con monosílabos es capaz de ofrecer entonces un extenso monólogo relatando su vida entera con sumo detalle.
A LA PUNA DE SAL Purmamarca es el
punto ideal para emprender unas de las excursiones más hermosas de la
provincia, en busca del paisaje lunar de las Salinas Grandes, ubicadas a 3600
metros sobre el nivel del mar, en las profundidades de la Puna.
Tras la huella de la camioneta quedan los últimos pueblitos con cinco
casas y una iglesia, donde pareciera que se termina el mundo. Los restos de
vegetación arbustiva también desaparecen y de pronto, tras la
Cuesta de Lipán, la Puna sur se despliega sobre una planicie desértica
y totalmente blanca que se pierde en el infinito.
En las Salinas Grandes no hay un solo arbusto ni una rama seca; solamente se
vislumbra un suelo liso con resquebrajamientos en forma de pentágono
que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña.
La única excepción son unos misteriosos conos de sal acumulados
por los trabajadores ausentes de la salina. Difícilmente otro paisaje
pueda transmitir mejor la idea de la nada absoluta; la dolorosa belleza del
reino de la soledad.
Al abandonar el camino nos internamos a baja velocidad hacia las profundidades
de la salina, un valle de sal que parece no tener fin. Mientras tanto, el sol
oblicuo del atardecer va tomando posición para un encuentro muy particular.
No se trata de un simple y melancólico crepúsculo: estamos en
13 de agosto, fecha en que el sol y la luna han pactado una extraña cita
en este desolado paraje por donde pasa exactamente la línea del Trópico
de Capricornio. Hacia el norte, la mirada es infinita y se diluye en un horizonte
blanco. En cambio, hacia el este y el oeste, la salina sí tiene fin,
al pie de unas serranías que detienen la visión. Tras una sierra
comienza a descender el sol de las siete, un globo rojizo y liviano que ya no
enceguece. Enfrente, tras otro cerro, la luna comienza a asomar la mitad curva
de su disco perfecto. Nuestra indiscreta presencia se empequeñece al
máximo en medio de aquel gran anfiteatro blanco predestinado al encuentro
de los astros. De repente, la luna radiante coincide con el sol a pleno, que
sigue flotando por escasos 20 segundos más hasta que se hunde en el ocaso
y desaparece bajo una luminosidad roja, mientras la luna llena destella un color
malva que se extiende por el cielo y desciende hasta la salina. Así culmina
la fugaz velada celeste que ocurre cada 13 de agosto y cada 3 de marzo, en medio
del frío, el viento y la sal.
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