turismo

Domingo, 17 de agosto de 2014

COLOMBIA. VIAJE A CABO DE LA VELA

La punta de los wayuu

Viaje al extremo norte del continente sudamericano, con paciencia y espíritu de aventura. Crónica de una vida como en otros tiempos, al borde de un mar cálido y turquesa, donde vive la comunidad wayuu y los turistas no son moneda corriente.

 Por Natalia Montaldo

Fotos de Natalia Montaldo

Es mediodía en el mercado de Uribia y me siento en Bombay. Hay bicitaxis circulando en más de dos sentidos, puestos de venta de ropa y mercadería pirata, olor a comida de todo tipo y música a todo volumen. Estoy subida a la caja de una camioneta tipo pick up a la que le han agregado techo y dispuesto unos asientos, esperando que parta. Va cargada hasta la manija: hombres, mujeres con niños, bolsas de mercado y cuatro chivos vivos, atados de sus cuatro patas y acostados en el centro.

El ruido de los chivos es tan difícil de ignorar como el de los chanchos. Y estos cuatro se quejarán continuamente en el trayecto de dos horas y media a Cabo de la Vela. Por culpa de ellos, esta noche escribiré en mi diario de viaje: Quiero ser vegetariana.

Cabo de la Vela queda en el departamento de La Guajira, en Colombia. Es la puntita más al norte de Sudamérica y sus habitantes pertenecen a la comunidad indígena wayuu, presente también en la lindante Venezuela. No sólo conservan su idioma original (el wayúunaiki), sino que esta lengua sigue siendo la primera y, para muchos, la única. Además, tienen un “sistema judicial” propio, basado en el valor de la palabra.

ALMA DE AVENTURA Llegar a Cabo requiere algo de paciencia y espíritu aventurero. En general, se hace desde Santa Marta, saliendo temprano. Como hay que tomar tres transportes en total, es importante llegar a Uribia antes de las dos de la tarde. En la terminal de Santa Marta se toma una buseta (pequeño bus) hasta Riohacha, durante dos horas y media de viaje. Cinco cuadras a pie para tomar un remise compartido a Uribia, por dos horas. Juntan cuatro pasajeros y sale.

Un pescador de langostas, las mismas que llegarán al plato con la pesca del día.

Dejando atrás Uribia, el camino se vuelve de ripio y los golpes se sienten. Toca sujetarse con legítima presión para no salir despegado. Soy la única turista y las mujeres me miran curiosas. Se van bajando en los pequeños grupos de dos o tres casas, con todos sus petates. Verde, no hay nada. Es el feudo de la aridez.

Pasa más de una hora y, al parecer, los chivos van al destino final. No tengo la suerte de que se bajen antes. Orinan y defecan a mis pies. Esquivo sus miradas con culpa. Quedan conmigo solamente cuatro hombres que, machete en mano y remeras en la cara para protegerse del polvo, conversan en wayúunaiki y de vez en cuando, los patean. No tengo ganas de conversar.

Llegamos y me doy cuenta de que me han cobrado de más. Reservo una hamaca en un alojamiento y parto de inmediato a conocer el lugar, haciendo la caminata al faro antes del atardecer (uno de los paseos más recomendados a los turistas). En ese momento, considero que Cabo tiene mucho que demostrarme. Como mínimo, si vale ese viaje tan escabroso.

Predomina el color ocre interrumpido sólo por el turquesa del mar y los coloridos vestidos de las mujeres wayuu, las hamacas y los morrales. Los vestidos largos se me antojan incómodos para andar en la playa, pero hermosos. Los tejen a mano en grupo, sentadas en círculos, sobre la playa. Y son famosos en toda Colombia.

La vista al mar en Cabo no es un lujo de unos pocos, debido a que la única calle que existe corre paralela al mar. Y no hay transversales. La calle es de tierra y las construcciones de junco, extendidas una al lado de otra a lo largo de 800 metros. Las casas son como carpas de balneario bonaerense. Tienen piso de arena y la gente anda descalza. Duermen en hamacas y no hay prácticamente muebles. Sobran los perros, así como los chivos sueltos.

Los kioscos, abarrotados siempre de mercancías, buscan que uno se lleve algo que no fue a comprar. Pero el que encontré en Cabo mientras caminaba era un mostrador completamente vacío. “Sólo tengo Coca-Cola bien helada”, dijo el vendedor. El agua potable es el bien más preciado en Cabo de la Vela: la traen en bidones desde Uribia a 250.000 pesos colombianos cada uno (125 dólares). Pedirle un jugo natural sería un lujo.

AGUA DE MAR En el trayecto de la caminata pruebo el mar. Es caliente y la pendiente es muy baja. Hay algas por montones, así como pescadores en busca de langostas. Lo que escasea son los vendedores ambulantes. Cabo es tan solo que siendo turista uno siente que al moverse se destaca como una señal luminosa. Aun así, nadie se acerca a ofrecer nada que uno no haya pedido. Acá todavía los turistas son la minoría de visita y no al revés.

La llegada a Cabo de la Vela es trabajosa, pero compensa con un atrapante mar turquesa.

La única excepción es un joven que sea acerca para ofrecerme clases de kite-surf. Se llama Ardri, tiene 24 años, el pelo claro y ortodoncia. Claramente no es wayuu. Es cartagenero y seis meses al año vive en Cabo de la Vela, dando clases en la escuela Kite Addict para deportistas de todo el mundo que buscan las privilegiadas condiciones del viento del lugar.

Para cuando completé el recorrido al faro los pescadores, la vela del kite y los barcos se recortaban en un atardecer rojo sangre y naranja furioso. No había emprendido aún el regreso y ya entendía por qué Ardri podía adaptarse a vivir ahí sin problemas.

La noche se impuso y en Cabo tampoco hay electricidad. Las estrellas se mostraban numerosas e insistentes, aparentemente más lejanas que en cualquier otro sitio. Uno de cada diez alojamientos o casas tiene generador, y el mío suponía ser uno de esos. Tres familias habían reservado las únicas habitaciones privadas con baño y aire acondicionado que ofrecían en la planta baja. Pero luz o generador no había, y el calor dentro del cuarto cerrado debía de ser insoportable. Optaron por sacar las camas matrimoniales al patio. Dormirían esa noche, como en un pijama party improvisado, todas las familias juntas, en sus camas al aire libre, junto al mar. Los pies, a seis metros de las olas.

Aquí, el ritmo de vida lo marca la luz solar. Luego de bañarme con el balde de agua que me ofrecieron, busco cenar temprano y acostarme. Elijo el lugar no por el menú sino por la luz. La doña ofrece el plato del día, que irrecusablemente contiene pescado. En el transcurso de la cena se acercan personas del pueblo silla en mano. Saludan y se sientan en la calle o la vereda (quién sabe), con la naturalidad propia del que hace eso todas las noches. Vienen a ver televisión. Desde afuera y sin molestar, miran la novela.

En la hamaca, la brisa era fresca y agradable. En general, hacer lo que hace la gente del lugar tiene un sentido lógico y práctico. Y los wayuu duermen en hamacas y sin cerramientos. Me dormí pensando, entre otras cosas, en la intimidad que estaban compartiendo los del patio de abajo, entre ellos y con el mar. Como mínimo, deberían pasarse sus teléfonos o e-mails al terminar el viaje.

Al otro día, tomaría finalmente una clase de kite surf con Ardri y llegaría un poco a pie y un poco a dedo al Pilón de Azúcar (Kaimachi), una playa de olas que rompen sobre grandes rocas que la circundan. Muy diferente a la de Cabo propiamente. Comería más pescado y aprendería una palabra en wayúunaiki. Y antes del amanecer del siguiente día, tomaría otra vez el transporte del terror (a las cuatro de la mañana, único horario de comienzo del recorrido inverso a Santa Marta), pero esta vez elegiría viajar en el asiento de adelante. Saldría de noche, como a escondidas, de un lugar que ya me había demostrado su valor.

Hoy soy vegetariana. “Los chivos de Cabo” funcionaron como disparador inicial, sucedidos por un proceso lento y natural que duró más de un año. En toda mi transición, jamás volví a pensar en ellos hasta hoy. No fue necesario. Ya habían calado hondo en mí y ahí se quedarían. Como Cabo de la Velaz.

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Las mujeres wayuu tejen a mano largos vestidos, sentadas en círculos sobre la playa.
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