Domingo, 17 de agosto de 2014 | Hoy
DIARIO DE VIAJE. RUBéN DARíO EN PARíS
En pleno cambio de siglo, el gran poeta nicaragüense publicó numerosas crónicas de viaje teñidas de poesía. Una recopilación con su obra periodística se editó recientemente en forma de libro: entre ellas se encuentra esta genial estampa de la luminosa noche parisina.
Por Rubén Darío *
Abril de 1911 Permítaseme que al comienzo de este artículo haga una modesta propaganda. Heme aquí convertido en director de un magazine en castellano –el primero en su género por sus condiciones gráficas–, que procuraré sea órgano parisiense del pensamiento hispanoamericano.
Al celebrar su advenimiento, de noche, alguien me dijo: “¿Por qué no da usted sus impresiones sobre París nocturno, usted, antiguo noctámbulo, y a quien hoy se ve por milagro, alguna vez, en un café, o en un cabaret?”. Y yo escribí las líneas siguientes, que reproducen mi pensar y mi sentir.
He aquí el crepúsculo. El cielo toma un tinte rojizo. El abejeo de las vías urbanas se acentúa. Monsieur se “viste”. Madame inspecciona singularmente sus cabellos, sus hombros, sus ojos, y sus labios. Los “autos” vuelven del bosque, como una enorme procesión de veloces luciérnagas. La ciudad enciende sus luces. Se llenan las terrazas de los bulevares, y se deslizan las fáciles peripatéticas, a paso parisiense, en busca de la buena suerte. Los anuncios luminosos, a lo norteamericano, brillan fija, intermitentemente, en los edificios, y los tzíganos rojos comienzan en los cafés y restaurantes sus valses, sus cakewalk sus czardas, y su hoy indispensable tango argentino, por ejemplo: “Quiero papita”.
Un pintoresco río humano va por las aceras, y la “tiranía del rostro”, que decía Poe, se ve por todas partes. Son todos los tipos y todas las razas: los norteamericanos importantes e imponentes, glabros y duros; los levantinos, los turcos y los griegos, parecidos a algunos sudamericanos; los chinos, los japoneses y los filipinos con quienes se confunden por el rostro de Asia; el inglés que en seguida se define; el negro de Haití, o de la Martinica, afrancesado a su manera, y el de los Estados Unidos, largo, empingorotado y simiesco, alegre y elástico, cual si estuviese siempre en un perpetuo paseo de la torta. Y el italiano, y el indio de la India y el de las Américas, y las damas respectivas, y el apache de hongo, y el apache de gorra, y el empleado que va a su casa, y la gracia de la parisiense por todas partes, y todo el torrente de Babel, al grito de los camelots, el clamor de las trompas de automóvil, al estrépito de ruedas y cascos, mientras las puertas de los establecimientos de diversión o de comercio echan a la calle sonora sus bocanadas de claridad alegre.
El morne Sena [triste Sena] se desliza bajo los históricos puentes, y su agua refleja las luces de oro y de colores de puentes, barcos y chalanas. El panorama es de poesía. En el fondo de la noche calca su H de piedra sombría Notre Dame. De las ventanas de los altos pisos sale el brillo de las lámparas. En la orilla izquierda del gran río parisiense, por donde hay aún gentes que sueñan, artistas y estudiantes, el movimiento en la luminosidad de bulevares y calles se acentúa, y “autobuses” y tranvías lanzan sus sones de alerta. Mimí modernizada pasa en busca de, sonríe por, o va del brazo con Rodolfo, el Rodolfo del vigésimo siglo. Ya no se ve entrar en las cervecerías y cafés el béret de antaño, y junto a las mesas se oyen tanto como el francés las lenguas extranjeras, sobre todo los varios castellanos de la América latina. Un japonés de sombrero de copa flirtea con una muchacha rubia; un negro fino y platudo se lleva a la más linda bailadora de Bullier.
Aunque Bullier no sea ya como antes, a él acuden los que gustan de la danza en el país de los escolares. Así, después que ha pasado la comida en la taberna del Panthéon para unos, para otros su bouillon o crémeries propicios a la economía o a la escasez, es a Bullier donde principalmente se dirigen, como no sea a algún cine o cabaret de cancionistas. Después los cafés se llenan, los discos de fieltro se multiplican en las mesitas; hasta que el vecindario que tranquilo duerme se suele despertar por la madrugada, a los cantos en coro de los noctámbulos.
En la orilla derecha, por la enorme arteria del bulevar, los vehículos lujosos pasan hacia los teatros elegantes. Luego son las cenas en los cafés costosos, en donde las mujeres de amor que se cotizan altamente se ejercen en su tradicional oficio de desplumar el pichón. El pichón mejor, cuando no es un “azucarerito” francés, como el que aún se recuerda, es el que viene de lejanas tierras, y aunque el rastacuerismo va en decadencia, no es raro encontrar el ejemplar que mantenga la tradición.
Cerca de la Magdalena y de la Plaza de la Concordia está el lugar famoso que tentara la pluma de un comediógrafo. Allí esas “damas” enarbolan los más fastuosos penachos, presentan las más osadas túnicas, aparecen forradas academias o ultrapicantes figurines, para gloria de la boîte y regocijo de viejos verdes, anglosajones rojos y universales efebos de todos colores, poseídos del más imperioso de los pecados capitales, bajo la urgente influencia del extradry. Allí, como en tales o cuales establecimientos de los bulevares, se consagra la noce verdaderamente parisiense, para el calavera de París o d’ailleurs, que cuenta con las rentas de un capital, o con los productos de una lejana estancia, pushta, hacienda, rancho, fundo o plantación.
Por la calle del faubourg Montmartre y de Notre Dame de Lorette, asciende todas las noches una procesión de fiesteros, tanto cosmopolitas como parisienses, afectos al Molino Rojo y a las noches blancas. Nadie tiene ya recuerdos literarios y artísticos para lo que era en antaño un refugio de artistas y de literatos. Además, se sabe ya la mercantilización del arte. Pero existen Montoya y otros que no quieren que la Musa sea atropellada por el automóvil.
Lo incómodo para la ascensión a la sagrada butte [cima] es la afluencia de apaches de todas las latitudes y de apaches de todos los tonos. Cuando se llega ya bajo la iluminación del Molino Rojo, si se tiene la experiencia de París acompañada de un poco de razonamiento, entra uno a un cabaret artístico; si se es el extranjero recién llegado con cheques u oro en el bolsillo, entran en esos establecimientos llenos de smoking, relucientes de orfebrería, adornados de espaldas bellas y manchados por el rojo de los tzíganos y en donde la botella de champaña obligatoria se ostenta en la heladera.
Montmartre ha cambiado. Hay una verdadera transformación de ese rincón de alegría, en donde hace algunos años todavía se soñaban sueños de arte y se amaba con menor desinterés. Aun los tiempos del Chat Noir se recuerdan con vagas nostalgias. Se dice que los artistas de hoy, ¡los mismos artistas!, no piensan más que en la ganancia, y que el asno Boronalí, del Lapin Agile, es el único artista verdaderamente independiente. Así, los hombres cabelludos y con anchos pantalones y con pipas, que se ven por Montmartre, no son ni artistas siquiera. El talento mismo, en los cabarets artísticos, piensa en el producto de cada noche, y no seré yo quien lo censure. El Moulin Rouge da vuelta a sus aspas de fuego sangriento, cerca de los lugares de placer que atraen al extranjero, con nombres de abadía rabelesiana o de roedor difunto. Allí los indispensables violinistas hacen bailar a las hetairas o heteras que convierten en champaña los luises de los gentlemen ciertos o dudosos, danzarinas de España o de Italia, o de Inglaterra, demuestran las tentaciones de las jotas, garrotines, tarantelas o gigues; monsieur Bérenger no estaría muy tranquilo, desde luego, si presenciase tales ejercicios coreográficos y, sobre todo, cuando las matchichas brasileñas y los tangos platenses son interpretados con fioriture [ornamento] montmartresa, exagerando la nota en un ambiente en que la palabra pudor no tiene significado alguno. Pero como esos centros no son para las niñas que comen su pan en tartines, como aquí se dice, están en tales fiestas a sus anchas quienes vienen de los cuatro puntos del mundo en busca del fabuloso París eternamente renombrado como el paraíso de las delicias amorosas y de los goces de toda suerte. A pesar de lo que se diga, el París nocturno tendrá siempre para los amantes de la diversión y del jolgorio, para los derrochadores de dinero y de salud, un imán irresistible. El chino en su China, el persa en su Persia, el más remoto rey bárbaro y negro que haya pasado por el paraíso parisiense recordará siempre sus encantos y pensará en el retorno.
Es que, si en cualquier gran ciudad moderna puede encontrarse confort, lujo, elegancia, atracciones, teatros, galantería, en ninguna parte se goza de todo eso como en París, porque algo especial circula en el aire luteciano, y porque la parisiense pone en la capital del goce su inconfundible, su singular, su poderosísimo hechizo, de manera que los reyes de otras partes, reyes de pueblos, de minas de algodones, de aceites, o de dólares, a su presencia se convierten en esclavos, esclavos de sus caprichos, de sus locuras, de sus miradas, de sus sonrisas, de su manera de andar, de su manera de hablar, de su manera de recogerse la falda, de comer una fruta, de oler una flor, de tomar una copa de champaña, de oficiar, en fin, como la más exquisita sacerdotisa de la diosa “hija de la onda amarga”, patrona de la ciudad de las ciudades, y cuyos devotos peregrinos habitan todos los países de la Tierra.
París nocturno es luz y música, deleite y armonía, y, hélas!, delito y crimen. No lejos de los amores magníficos y de los festines espléndidos, va el amor triste, el vicio sórdido, la miseria semidorada, o casi mendificante; la solicitud armada; la caricia que concluye en robo, la cita que puede acabar en un momento trágico, en el barrio peligroso, o en la callejuela sospechosa.
Mas los felices no se percatan de estas cosas. Los que van al bar elegante en un 40 HP no piensan en el proletariado del placer. Ni el extranjero pudiente viene a fijarse en tales comparaciones. El ha venido con la visión, con el ensueño, de un París nocturno, único y maravilloso. Halla todo lo que solicita para sus inclinaciones y sus gustos. Sabe que con el oro todo se consigue en las horas doradas de la villa de oro, en donde el amor no es ciego, no lleva venda; cuando más, un monóculo, que por lo general es un Luis de Francia, una libra esterlina, o una águila americana. Y ese amor, que no es ciego en París, ve mejor de noche que de díaz
* “Noches de París”. En: Viajes de un cosmopolita extremo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica (Colección Tierra Firme), 2013.
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