ECOTURISMO LA RESERVA NATURAL DE OTAMENDI
Pampa verde
A una hora de auto o tren de la Capital Federal –a orillas del Paraná de las Palmas–, una reserva ecológica concentra diversos ambientes de lo que fue el paisaje autóctono del nordeste bonaerense antes de ser modificado por el hombre blanco. La selva ribereña, bajíos con lagunas, montes de talas sobre una barranca, y pastizales pampeanos. Y, también, agradables senderos interpretativos a la sombra de los ombúes.
Por Julián Varsavsky
La reserva ecológica de Otamendi fue creada en 1990 para resguardar uno de los últimos relictos de lo que fue la pampa bonaerense, depredada casi en su totalidad por la introducción del ganado, el cultivo y las especies exóticas. La Administración de Parques Nacionales –organismo a cargo de la reserva– ha realizado en los últimos años un fino trabajo de conservación, al mismo tiempo que abrió y acondicionó el lugar para la asistencia de público en general, con fines educativos.
El último de los trabajos importantes fue la apertura de un nuevo sendero hasta la Laguna Grande que permite apreciar el valor paisajístico de la reserva (de todas formas la gracia de este viaje no está en la belleza del paisaje sino en la posibilidad de conocer la naturaleza original del campo bonaerense.
El sendero de interpretación Este es el sendero más tradicional de la reserva, flanqueado por bajos pastizales pampeanos. No bien entramos, nos topamos con una docena de cuises concentrados en su frenética actividad de roer y roer tallos que, apenas perciben nuestra presencia, desaparecen entre los pastos en lo que dura un parpadeo.
El sendero de interpretación mide un kilómetro y es una muestra del típico pastizal de la pampa ondulada, donde sobresalen grupos aislados de ombúes y talas. Al recorrerlo se oye el canto de las calandrias y el zumbido de las abejas atraídas por el perfume de las chilcas. Los carteles indican que nos aventuramos en el “reino de los pastos”, donde prosperan el “pelo de chancho”, los pastizales de flechillas y las erizadas matas de hunquillo. De repente se oye a nuestras espaldas el agitado aleteo de una bandada de mistos que pasan volando sobre nosotros. Casi al instante nos atrae la atención una pareja de cotorras que pasan a vuelo rasante, dirigiéndose hacia un eucalipto que resguarda su enorme nido. Al bajar la mirada descubrimos que allí donde algunos sólo ven “un montón de yuyos”, se desarrolla un fervoroso microcosmos lleno de actividad, con multitudes de insectos, ranitas, culebritas y arañas que entretejen sus telas con imágenes de calidoscopio.
Ahora el sendero se abre paso entre los árboles, donde revolotean pequeñas mariposas de color negro y anaranjado, y después de vislumbrar los restos de un antiguo molino llegamos al talar (un bosque de talas, árboles que se reconocen por sus espinosas ramas en zigzag). Al ingresar al agradable bosquecillo se disfruta de una abundante sombra y un elegante césped natural al borde de una barranca. Allí los guardaparques instalaron unos rústicos bancos de troncos. Sobre los tallos y el ramaje de los talas se descubren plantas parásitas como los claveles del aire, que decoran el ambiente con los llamativos colores fucsia y violeta de sus pétalos.
Al fondo del talar, casi como un ventanal entre la vegetación, alcanzamos el mirador natural, ubicado al borde de una elevada meseta. Desde allí la panorámica abarca casi la totalidad del área protegida -3000 hectáreas– que se extiende hasta el río Paraná de las Palmas. Ahora estamos frente a otro de los ambientes de la reserva: los bañados o terrenos inundables; una amplia llanura de pajonales que precede al río. Desde el mirador, el pajonal parece un mosaico de las diversas especies de hierbas de gran tamaño: juncos, totoras, espadañas y cortaderas.
Entre lianas y enredaderas A la derecha del mirador, otra senda de 300 metros conduce al bañado a través de un ambiente catalogado como “bosque de la barranca”. Descendemos entre la densa vegetación de la barranca por una pasarela muy angosta, apartando algunas ramas de la cara para que no nos rasguñen. Los árboles, cubiertos de plantas colgantes y algunas lianas, crecen extrañamente retorcidos, haciendo inesperados zigzags con sus troncos. Las violetas han florecido y el piso está alfombrado de tréboles, y cada tanto cruzamos sobre un tronco caído recubierto de musgo muy verde. En la pendiente crecen árboles como el sauco –de flores blancas– y la uvilla, con su coloración amarillenta alegrando elsotobosque. La comadreja overa, oculta entre las raíces superficiales de algún ombú, descansa hasta el crepúsculo para salir en busca de una presa. A través de su canto aflautado se hace presente la tacuarita azul, que recorre el follaje con acrobáticos movimientos. No tarda entonces en alcanzarnos la extraña “risa” de una pareja de horneros que han anidado sobre un tala.
Al llegar al bajo, la vegetación tupida desaparece de pronto. Estamos en los bordes del terreno inundable de los bañados que veíamos desde el mirador, pero aquí ya no se puede avanzar más. Mientras observábamos el Paraná de las Palmas trazado en el horizonte, surgió de su cueva una tortuga acuática que se instaló en medio del camino bajo los rayos oblicuos del atardecer.
El paseo ha llegado a su fin, y es momento de desandar los caminos. Al regresar al lugar de la partida, nuevamente están los cuises –con el crepúsculo aparecen todavía más– royendo y royendo, hasta que se escabullen ante nuestra cercanía. Sobre la tierra húmeda quedan marcadas en doble hilera sus pisadas de tres pezuñitas rectas, trazando sutiles caminitos hasta el pastizal. Por respeto al mundo animal, no deberíamos pisotear sus huellas.