SALTA. FIESTA DE LA PACHAMAMA EN LA PUNA
Durante todo agosto se celebra en la Puna salteña la Fiesta de la Pachamama, cuyo rito central es darle de comer a la Madre Tierra a través de un pozo en el suelo. La celebración comenzó a principios de mes en San Antonio de los Cobres y terminará el 31 de agosto en Tolar Grande.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
El Tren a la Nubes comienza a traquetear hacia la Puna, aun en plena noche, bajo la luna llena. La ciudad de Salta queda atrás y surcamos verdes plantaciones de tabaco para ingresar en un profundo valle de la Cordillera Oriental en los Andes. A la izquierda los destellos del amanecer se reflejan en los caracoleos del río Toro y el cielo se torna color malva. A lo lejos un gaucho a caballo se pierde en la inmensidad acompañado por dos perros.
A medida que ascendemos la altura nos late en las sienes. A los costados aparecen los primeros cardones en forma de candelabro y grupos de casas de adobe con horno de barro y corral de piedra con ovejas. De casi todas las casas brota un humo fragante que se mezcla con la neblina porque sus habitantes las están “sahumando” por ser 1º de agosto, el comienzo del mes de la Pachamama.
El paisaje es cada vez más árido pero se encienden los vivos colores de los minerales a flor de tierra en las laderas sin vegetación. Luego de atravesar un túnel de medio kilómetro alcanzamos los 4008 metros altura: estamos en la Puna, esa árida altiplanicie cuya vegetación se limita a dorados pastizales y arbustos de tola. A los costados del tren corren arroyos congelados y gráciles llamas.
Ya hemos cruzado 29 puentes, 20 túneles, 13 viaductos, dos rulos y dos zigzags en nueve horas. Cerca del Viaducto La Polvorilla aparece San Antonio de los Cobres con sus casas de adobe, al fondo de un valle protector con cumbres de 6000 metros.
Bajamos del tren en San Antonio de los Cobres para caminar por las calles de tierra de uno de los rincones más polvorientos, ventosos, resecos y hasta se diría que incoloros de toda la Argentina, a 3775 msnm. El lugar escapa un poco al pintoresquismo norteño de postal: una mirada superficial podría llevar a más de uno a la decepción. Pero por un lado, la desolación y el desierto no están exentos de una dolorosa belleza. Por el otro, el valor más importante aquí es, en esencia, intangible y cultural.
UN POZO ABORIGEN Junto a la estación de tren hay un pozo de medio metro de diámetro cavado en la tierra para las ofrendas. Alrededor tiene serpentinas, hogazas de pan y vasijas de todos los tamaños con papines, granos de maíz y guisos. También hay tetra-bricks y botellas de vino Toro y licor Margarita. La gente se arremolina mientras un locutor le habla a la Madre Tierra mezclando palabras en quechua: “Pachamama santa tierra, cusilla cusilla, vengo a chayarte y pedirte madrecita, con un poquito de alcohol y coca, que todos tengamos salud, trabajo y dinero; también que nos protejas... Pachita no me comas todavía que soy muy jovencito y quiero dejar mi semilla”.
Luego entra en escena el chachero, encargado de sahumar el ritual quemando arbustos de chacha. El hombre está de rodillas sobre el suelo pedregoso ahuyentando los malos espíritus con el humo. Si se produce fuego se corta el humo y le cobran una “multa”, que consiste en hacer fondo blanco con un vaso de licor. A la tercera multa lo cambian por otro.
Dos chayadores reparten ofrendas de comida y un “servidor” la bebida. Después de ofrendar, a cada persona le colocan un hilo llojke, una pulsera ceremonial de lana hilada a mano que sirve como protección. Los llojkes (“protección” en quechua) son una marca de los pueblos andinos y se colocan en la muñeca o el tobillo: se los debe usar todo agosto o hasta que se caigan.
Teófila Urbano es miembro creador de la Fiesta Nacional de la Pachamama de los Pueblos Andinos junto con su marido Miguel Ciares, cacique de la comunidad Kolla Unidos con 120 integrantes. “La nuestra es una fiesta milenaria que se estaba perdiendo. Por eso hace 20 años comenzamos a organizar cada 1º de agosto este ritual frente a la estación de tren, mostrándoles a los viajeros y al mundo una parte fundamental de nuestra cultura. Esta ofrenda a la Pachamama es la misma que hacemos en nuestras casas cualquier día de agosto. Tanto mi marido como yo venimos de familias ferroviarias. En 1995 cerraron el ferrocarril y nos echaron. Entonces crear esta fiesta fue una manera de juntarnos. Aquí todo giraba en torno a la llegada del tren; desde chicos veníamos a vender artesanías a la estación, esperábamos a nuestros familiares y todo eso se perdió: el tren se convirtió en un anhelo”, cuenta Teófila mientras de fondo suenan los soplidos milenarios de un sikus y los rasguidos alegres de un charango.
Ahora es el cacique Ciares quien habla: “Antes el cura de acá no quería que hablemos de la Pachamama, pero ahora que el Papa la ha reconocido ya es otra cosa. Igual el padre no viene porque no lo invitamos. Muchos, al hacer la ofrenda, rezan un Padrenuestro o se persignan”.
Hace 20 años el ritual de alimentar a la Pachamama a través de un hoyo pertenecía al ámbito de lo privado. Según Teófila, muchos se avergonzaban de sus propias creencias: “Nosotros lo hicimos público para recuperar las costumbres de nuestros ancestros. Al principio nos decían que íbamos a ser el hazmerreír de todo el mundo y nos tratarían de kollas. Pero pasó el tiempo y todos nos comenzaron a agradecer porque ahora somos más valorados, incluso por nosotros mismos”.
Teófila cuenta que una de las consecuencias de haber hecho pública la fiesta es que hace 20 años ya no se tocaba el sikus en San Antonio de los Cobres, mientras que ahora hay varias bandas. Y agrega que se considera católica: “Pero la religión va por un lado y nuestra cultura por otro. No es que adoremos a la Pachamama como a un dios, nosotros le agradecemos y le pedimos. Cuando perdemos a nuestras ovejas en el cerro le hablamos pidiéndole que nos ayude a encontrarlas y que no las agarren el zorro ni el león”.
El mes de la Pachamama comienza el 1º de agosto a las 12 de la noche, cuando en el noroeste argentino las personas sahúman sus casas colocando en una pala brasas y arbustos de chacha, produciendo una penetrante fragancia. Con la pala humeante llenan de aroma a sahumerio el frente de las casas, las esquinas y los cuartos detrás de los armarios y debajo de la cama. La función de este ritual es limpiar lo negativo del año anterior y conseguir protección para el siguiente, siempre dentro del ciclo calendario aborigen.
El antropólogo cordobés Axel Nielsen estudia los ritos andinos y considera que la dificultad para entender el significado profundo de la Fiesta de la Pachamama deriva del concepto occidental de lo religioso. Los pueblos aborígenes no separan la religión de la producción agrícola: ofrendar a la Pachamama es como “abonar” la fertilidad del suelo, un paso previo tan necesario como el riego de los sembrados. Es decir que el racionalismo europeo ubica el proceso de la siembra del lado de la economía, mientras que la acción de alimentar a la tierra es considerada parte de la religión. En cambio para la cosmovisión aborigen las dos cosas son parte de un mismo concepto: “Si uno les pregunta a los campesinos qué los lleva a practicar sus ritos –plantea Nielsen– lo común no es recibir respuestas de orden espiritual sino explicaciones muy prácticas: ‘Porque quiero aumentar mi ganado’ o ‘que la chacra me dé bien’. Existe también el temor de que la producción falle si el rito se hace mal y no complace a la Madre Tierra”. Por eso agosto y no otro es el mes de la Pachamama, coincidiendo desde hace milenios con el momento previo a abrir la tierra: arar, reparar canales de agua y sembrar. Por lo tanto hay que pedirle permiso. Se dice que en ese momento la tierra está aún “dormida y hambreada” luego de la sequía del invierno. De allí surge un primer gesto de entrega hacia ella al comienzo de un ciclo agrícola sujeto a riesgos naturales, como heladas que arruinan la cosecha o un atraso en las lluvias del verano. Según Nielsen, de manera implícita se pacta un compromiso de reciprocidad con la deidad. El cierre de este ciclo será el Carnaval que, incorporando elementos europeos, retoma costumbres prehispánicas de celebrar con una fiesta de la abundancia el éxito de las cosechas hacia el final de la estación agrícola.
FIESTA EN TOLAR Durante todo agosto los viajeros suelen cruzarse en la Puna con rituales a la Pachamama. La gran fiesta de cierre es el 31 de agosto en el pueblo de Tolar Grande, a 190 kilómetros de San Antonio de los Cobres y a 3500 msnm.
Tolar Grande tiene 256 habitantes y cada 31 de agosto recibe un centenar de visitantes. A las cuatro de la tarde un grupo de pobladores sube al Cerro Sagrado vistiendo poncho, pantalón de barracán, chulo de llama y ojotas de cuero. Allí está el pozo que se abre y cierra cada año, donde llevan vasijas de cerámica con ofrendas de comida.
Entre el humo y el aroma de la chacha comienza la ceremonia en un ambiente ventoso. El cacique de Tolar Grande destapa el pozo y clava un cuchillo en la tierra evitando la salida de los malos espíritus enterrados. Quienes el año anterior enterraron una botella de vino boca abajo ahora la retiran: algunas están vacías, otras llenas. Es decir que la Pachamama “tomó” lo que necesitaba y devolvió el resto, que es bebido por los presentes.
Un viento frío nos empuja por detrás y un locutor con micrófono dirige el ritual. El cacique local ofrenda primero rezando en quechua para comenzar a arrojar en el pozo chorritos de siete bebidas alcohólicas: licores, vino, cerveza, chicha, whisky y fernet. De cada una prueba un poco y deja caer chorritos con reverencia. Entonces forma un cuenco con las manos para arrojar hojas de coca, granos de maíz, yerba, carne charqueada, papas y tamales.
Los visitantes somos invitados a hacer una ofrenda, siempre de a dos: un hombre y una mujer. Estos “convidos” se hacen de rodillas en la tierra ingresando por la izquierda para salir hacia la derecha.
Muchos ofrendan cigarrillos encendidos que clavan en la tierra para que la Pacha los fume: si se apagan la persona no tendrá un buen año, pero si se consumen solos y queda una columna de ceniza –la Pacha “los fuma”– significa que uno está en comunión con la tierra.
En dos horas se cierra el pozo y comienza a tocar una banda de sikus, charango, quena y erke. Bajamos del cerro cantando y por la noche hay una cena comunitaria con música en vivo y baile. En un momento suben al escenario dos copleras mayores –con las arrugas de la Puna surcándoles el rostro– quienes se turnan acompañándose con la caja andina para emitir un canto melancólico, cuyas escalas tonales chocan contra nuestro oído acostumbrado a la armonía eurooccidental. En la cosmovisión aborigen el ritmo monótono de la caja está ligado a la tierra y la voz al aire y el cielo. Son cantos espirituales con los que las personas se comunican con esa deidad animada que es la naturaleza. En este género musical no sobresale quien canta la melodía más bella –de hecho no existe el concepto de canción– sino el que recopile o componga la mayor diversidad y calidad de coplas.
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